Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 88 (2023), pp. 69-80

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.436501

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Foucault, Descartes y la búsqueda de la verdad como forma de vida*

 

Foucault, Descartes and the search for truth as a way of life

 

BELTRÁN JIMÉNEZ VILLAR**

 

Resumen. En la genealogía del cuidado de sí, Foucault afirma que la filosofía cartesiana propina a esta tradición el golpe definitivo que la condena al olvido. A partir de entonces, el sujeto ya no debe practicar sobre su ser de sujeto ninguna transformación para acceder a la verdad, basta con el empleo correcto de sus facultades cognoscitivas. En este artículo se defiende que en Descartes la cuestión del cuidado no es olvidada, sino que precisamente la empresa de la reconstrucción del edificio del conocimiento para la búsqueda de la verdad es abordada como fruto de una decisión moral sobre la forma de vida.

Palabras clave: Foucault, Descartes, cuidado de sí, búsqueda de la verdad

Abstract. In the genealogy of self-care, Foucault states that Cartesian philosophy deals this tradition the final blow that condemns it to oblivion. Since then, the subject no longer has to practice any transformation of his being as a subject in order to access the truth; the correct use of his cognitive faculties is enough. This article argues that in Descartes the question of care is not forgotten, but that precisely the enterprise of reconstructing the building of knowledge for the search for truth is approached as the fruit of a moral decision about the way of life.

Keywords: Foucault, Descartes, self-care, search for truth

 


Recibido: 10/07/2020. Aceptado: 09/10/2020.

* Este trabajo ha sido posible gracias a la concesión de una ayuda para la formación de profesorado universitario financiada por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte del Gobierno de España.

** Contratado FPU, Departamento de Filosofía II de la Universidad de Granada. Correo electrónico: beltranjimenez@ugr.es . Líneas de investigación: genealogía de la subjetividad moderna, historia de la filosofía moderna, filosofía francesa contemporánea. Trabajos destacados: “Han, lector de Foucault”, Eidos, 33, 2020, 294-318; “Presencia y ausencia de Montaigne en la obra de Foucault”, Pensamiento, 76 (en prensa).

 

 

Durante los últimos años se han publicado textos inéditos de Michel Foucault que ofrecen nuevas posibilidades de estudio. Entre las problemáticas que se han abierto se encuentra la del cuidado de sí y su función en la constitución de la subjetividad en Occidente. El autor sostiene que mientras que en la cultura griega el conócete a ti mismo era una de las formas del principio general de ocuparse de uno mismo, nuestra tradición ha invertido esta relación. En la genealogía de esta transformación, Foucault encuentra dos momentos determinantes: el ascetismo de los siglos IV y V y la filosofía cartesiana. En el primer caso el cuidado de sí se transformó en la obligación general de renuncia de sí y, en el segundo, fue desestimado como requisito de acceso a la verdad a causa de la aparición del método. A partir de Descartes ya no sería necesaria ninguna transformación del sujeto, sino que le basta con utilizar correctamente sus capacidades cognoscitivas.

Tras la publicación del curso del Collège de France L’herméneutique du sujet, esta temática fue discutida por Guenancia, que rechazó la lectura foucaultiana por no tener en cuenta la presencia de aspectos espirituales en la empresa cartesiana, como la peregrinación a Nuestra Señora de Loreto y, sobre todo, por no haber considerado que en la generosidad la perspectiva de la subjetividad es ampliamente superada (2002, 253). Sin embargo, las conferencias y cursos que han aparecido con posterioridad hacen necesaria una revisión del debate, en tanto que explicitan la existencia de una conexión entre la lectura de Descartes ofrecida en Histoire de la folie y la de los textos sobre el cuidado de sí. Así, tras exponer cómo se relacionan estas dos lecturas de Descartes, en este texto se analiza la justicia del lugar que Foucault le otorga en la historia del cuidado de sí. La tesis que se defiende es que en Descartes la cuestión del cuidado no es olvidada, sino que precisamente la empresa de la reconstrucción del edificio del conocimiento para la búsqueda de la verdad es abordada como fruto de una decisión moral sobre la forma de vida.

 

1. Descartes o la clausura de la tradición del epimeleia heautou

 

A partir del año 1980, la obra de Michel Foucault sufre una torsión. Tras el estudio de las formas en las que el sujeto es objeto de saber y objeto de dominación, Foucault arriba a la noción de gobierno en la que descubre una cohabitación entre procesos de coerción y técnicas mediante las que el individuo se constituye o se modifica a sí mismo. Haciendo la genealogía de las exhortaciones a decir la verdad sobre uno mismo que forman parte de las técnicas de gobierno de los otros, el autor toma consciencia de que estas no siempre han estado enmarcadas bajo una obligación general de obediencia, sino que en el mundo griego y romano han permitido el establecimiento de una relación del sujeto consigo mismo en la que este se constituía como tal. Esto lleva a Foucault a afirmar que el sujeto no solo es constituido a través de las prácticas de dominación, sino que también se constituye a sí mismo a través de ciertos métodos. Es la investigación de estas prácticas de sí la que da lugar a una nueva aparición de Descartes en el corpus foucaultiano tras Histoire de la folie.

De esta forma, en el curso del Collège de France L’herméneutique du sujet (1981-1982) el autor francés busca demostrar que, a diferencia de lo que la tradición ha hecho creer, en la cultura griega el precepto délfico «conócete a ti mismo» estaba subordinado a la noción más general de «inquietud de sí». La necesidad del autoconocimiento aparece con el personaje de Sócrates siempre asociada al principio más general de ocuparse de uno mismo, como una de sus formas (Foucault, 2001, 5-7). Es decir, el sujeto solo podía tener acceso a la verdad bajo la condición de realizar previamente sobre sí mismo en tanto que sujeto una serie de transformaciones. El cuidado de sí tuvo un papel tan central en la cultura antigua que en las sociedades helenística y romana se convirtió en el principio de toda conducta racional, constituyéndose una verdadera «cultura de sí». Esto le llevó a Foucault a distinguir entre la filosofía, definida como el pensamiento que se pregunta por las condiciones y los límites del acceso del sujeto a la verdad, y la espiritualidad, es decir, «las prácticas y las experiencias por las cuales el sujeto efectúa en sí mismo las transformaciones necesarias para tener acceso a la verdad»1 (2001, 16-17). Por tanto, en la cultura de sí antigua, para que el sujeto pudiera acceder a la verdad, no podía tomarse a sí mismo como una simple función receptora de contenidos, sino que debía ejercer previamente un trabajo sobre sí, debía cumplir con la responsabilidad de la propia transformación ya que no era posible la verdad sin conversión. Y este acceso a la verdad, como producto de una conversión ascética tiene «efectos del contragolpe», es decir, realiza el ser mismo del sujeto. En consecuencia, el famoso precepto griego «conócete a ti mismo» se convierte en un instrumento del cuidado de sí, de la transformación que el sujeto ha de obrar sobre sí para acceder a la verdad (Foucault, 2001, 17-19).

Dados dichos presupuestos, Foucault emprende un recorrido por las distintas variaciones de esta noción en el que distingue tres momentos: el socrático-platónico, la edad de oro del epimeleia heautou en el periodo helenístico y romano, y la ascética del cristianismo primitivo. Ahora bien, si esta noción es tan extraña para nosotros es debido, afirma el autor, a los fuertes golpes que la han condenado al olvido. El primero de ellos fue precisamente el ascetismo cristiano que transformó el objetivo de la constitución de sí griega y romana en la necesidad de renunciar a sí mismo para alcanzar la santidad. Como resultado, el horizonte general del sí mismo comenzó a desdibujarse. Pero para Foucault el punto determinante de esta decadencia es el «momento cartesiano», que revalorizó el autoconocimiento y devaluó el cuidado de sí. A juicio del autor, Descartes utiliza una técnica de sí como la meditación, originalmente empleada para obrar una transformación del sí mismo que permitiera el acceso a la verdad, con el fin de establecer como primera verdad la evidencia de la existencia del sujeto. En otras palabras, a partir de entonces, el individuo no necesita ninguna técnica de sí que transforme su ser en tanto que sujeto para acceder a la verdad, le basta con el conocimiento (Foucault, 2001, 19). Y aunque se encuentran algunas resonancias de la tradición de los ejercicios de sí en autores posteriores como Leibniz o Spinoza, y a pesar de que esta cuestión se desplazó al interior de ciertas formas sociales —como la necesidad de pertenecer a una clase—, la importancia del momento cartesiano reside en que fue el primer paso del proceso que condenó al olvido a las relaciones entre el sujeto y la verdad en la cultura occidental (Foucault, 2001, 29-31).

Ahora bien, esta no fue la primera ocasión en la que Foucault propuso una lectura crítica de las consecuencias que, a su juicio, tuvo la filosofía de Descartes. En Histoire de la folie à l’âge classique ya describió el efecto de la filosofía cartesiana en la comprensión de la locura como un «coup de force», un gesto violento por el que el pensamiento y la locura se convierten en elementos inmiscibles (Foucault, 1972, 56). Por otra parte, en el curso al que acabamos de referirnos, L’hermenéutique du sujet, la torsión cartesiana por la que el sujeto deja de ser constituido para ser constituyente de una práctica de conocimiento es denominada «moment cartésien» (Foucault, 2001, 15-16, 19, 29). No obstante, la expresión «coup cartésien» es recuperada posteriormente en un debate mantenido en la Universidad de California en Berkeley para referirse a las relaciones entre Montaigne y Descartes en el marco de la epimeleia heautou (Foucault, 2015, 175-176). Estos dos momentos de ruptura, ¿están relacionados? Foucault da algunas pistas para entender cómo puede trazarse la conexión. En el paso de Montaigne a Descartes, las condiciones de acceso a la verdad dejan de atañer a transformaciones que haya que realizar sobre el sujeto, y en su lugar se establecen condiciones internas al acto de conocimiento —formales, objetivas, metodológicas— y otras extrínsecas que solo conciernen al sujeto en su existencia concreta pero no en cuanto a la estructura de su subjetividad, como son las condiciones culturales o morales —recibir formación o no tener intereses espurios—. Y entre estas últimas hay una especialmente interesante para nuestro propósito: «conditions comme : “Il ne faut pas être fou pour connaitre la vérité” (importance de ce moment chez Descartes)» (Foucault, 2001, 19). Pero, si de acuerdo con Histoire de la folie Descartes había exiliado a la locura al plantear que su posibilidad era ajena al pensamiento, ¿qué amenaza debe conjurar el sujeto para conocer la verdad?

La locura en la experiencia clásica puede afectar al individuo pero no al pensamiento, es decir a la razón (Foucault, 1972, 58). En este sentido, nos es muy valiosa la diferencia que señala Fréderic Gros entre locura y sinrazón, a pesar de las ambigüedades que encontramos en el texto foucaultiano. La primera refiere a la «división originaria» de la que Foucault busca realizar una «historia trágica» de la cultura, en la que observar cómo esta se construye por el rechazo de lo que no es. De esta forma la locura significa el límite de toda experiencia posible. Después, en un nivel superior, se construyen las experiencias que de esta división, de este límite que representa la locura, tienen lugar en cada época. Y precisamente es la «sinrazón» la que define la experiencia clásica, aunque Foucault no sea exhaustivo en su uso (Gros, 2000, 31-33). A este respecto es particularmente relevante la precisión que ofrece el autor en su respuesta a la crítica formulada por Derrida: Descartes se niega a someterse a la prueba de la locura y para ello define a los locos como insani, amens y demens. El primer término es una expresión médica que describe las imaginaciones de las que son víctimas los insensatos y que les llevan a tomarse por lo que no son. Los otros dos conceptos pertenecen al campo jurídico, designan la incapacidad de estos individuos para ejercer ciertos derechos y Descartes los utiliza para justificar la imposibilidad de seguir su ejemplo (Foucault, 1994, 253-254). La prueba de la locura no puede ser efectuada porque en ese instante la meditación quedaría suspendida por la invalidez del sujeto que se propone realizarla. En cambio, el sueño sí le permite dudar de su actualidad —del lugar en el que está o del calor que la estufa le hace sentir— sin que por ello deje de ser un sujeto válido, ya que forma parte de los recuerdos y virtualidades más frecuentes. Finalmente, la hipótesis genio maligno, a pesar de que extiende la sospecha mucho más allá de los errores sensibles de los que son objeto los locos, quien la formula no es por ello preso de su efecto: la locura se impone, el gran engañador me permite no creer que esta actualidad es la mía. Foucault afirma que es la constitución previa del sujeto razonable mediante la expulsión de la locura la que permite que de hecho no se le preste ninguna credulidad al genio maligno (1994, 261-266). Es decir, a juicio de Foucault, la descalificación de la locura como posibilidad para un sujeto razonable es previa a la meditación. De esta forma, el ejercicio de Descartes ya ha sellado la oquedad de la locura cuando se plantea dudar de todo lo que alguna vez ha sido tomado por verdadero y de esta forma también ha definido con anterioridad lo que significa pensar.

Por tanto, los dos coups cartésiens que Foucault denuncia en la exclusión de la locura y en el olvido de la tradición de la epimeleia heautou están estrechamente relacionados. Descartes utiliza la meditación, un ejercicio del pensamiento propio de la tradición de la inquietud de sí en el que el sujeto se modifica a sí mismo mediante el discurso que va pronunciando, con el pretexto de someter a duda todo lo que ha sido tomado alguna vez por verdadero y fundamentar así el conocimiento científico, pero sin confesar que su gran victoria ha sido previa, ya que la razón entra en el proceso purificada del peligro que quería afrontar. Al rechazar la legitimidad de la prueba de la locura, que ponía en duda lo más evidente, establece implícitamente el límite de la verdad y de lo razonable: lo evidente es verdadero (Foucault, 2012, 96). Como consecuencia de ello, este ejercicio de sí acotado y controlado llega a la conclusión de que el sujeto puede alcanzar la verdad mediante la correcta aplicación de los criterios del recto conocimiento. Las técnicas utilizadas durante siglos para transformar el ser del sujeto se convierten en métodos para la fundamentación del conocimiento científico (Foucault, 2013, 119-121). El gesto violento que expulsa a la locura permite que la meditación termine consagrando al sujeto cognoscente como sujeto verdadero y someta la tradición del epimeleia heautou al conocimiento2.

Una vez expuesto el lugar que Foucault reserva a Descartes en la genealogía del cuidado de sí y cómo su interpretación en Histoire de la folie completa esta lectura, en las siguientes secciones se discute dicha posición.

 

2. La necesidad de la verdad para la correcta dirección de la vida

 

En primer lugar es necesario recordar cuál es el fin de la empresa cartesiana, el contexto desde el que se plantea su trabajo. En el Discours de la méthode Descartes comenta que el desencadenante de su investigación fue su insatisfacción con la educación recibida, que no le ayudaba más que a reconocer su propia ignorancia, y la impotencia de la filosofía en la que no había nada que no fuera motivo de disputa (VI 4-6)3. Pero no es una motivación teórica la que impulsa al autor a buscar una salida a la situación de estancamiento en la encontraba el saber, sino que ante todo es práctica: Descartes quiere «aprender a distinguir lo verdadero de lo falso para ver claro en sus acciones y andar con seguridad en esta vida» (VI 10). Así, la metáfora arquitectónica de reconstrucción del saber desde sus cimientos a la vez que pone de manifiesto que es imposible la ética sin solucionar previamente la cuestión metafísica, no puede hacernos perder de vista que el levantamiento dicho edificio tiene como fin la dirección de la vida (VI 14). En la misma línea, en el comienzo de las Méditations el autor manifiesta que en esta obra se dedica a la reconstrucción de los cimientos sobre lo que se ha de establecer algo «firme y constante en las ciencias» (IX, 1 13). Y, ¿cuáles son estas ciencias? En los Principes de la philosophie el autor describe la filosofía como un árbol en el que las raíces son la metafísica, el tronco la física, y las ramas las tres ciencias: la medicina, la mecánica y la moral. Por esta última entiende:

 

«La más alta y perfecta Moral que, presuponiendo un completo conocimiento de las otras ciencias, es el último grado de la Sabiduría, ya que no se recogen los frutos del tronco ni de las raíces, sino solo de las extremidades de las ramas. Así la principal utilidad de la Filosofía depende de aquellas partes de la misma que solo pueden desarrollarse en último lugar» (IX, 2 14).

 

Por tanto, el primer punto que hay que tener presente es el marco en el que sitúa el autor su investigación. El proyecto cartesiano busca la excelencia moral, es decir, la reconstrucción un gobierno de la vida. Como ha mostrado Lázaro, de esta forma Descartes intenta solucionar el problema que había planteado Montaigne: la separación radical entre verdad y vida (2012, 159-177).

Consecuentemente, Descartes dedica la primera fase de su exploración a la metafísica. Sirviéndose de la lógica, la geometría y el álgebra formula las cuatro reglas del método que aplica a la filosofía (VI 18). Y así, para poder deshacerse de todas las opiniones que hasta entonces había tomado por verdaderas, decide no tomar por ciertas aquellas en las que pueda encontrar el más mínimo motivo de duda: la falibilidad de los sentidos nos impide creer en los contenidos que estos nos representan, al no poder distinguir entre sueño y vigilia la experiencia de lo real es desestimada y la hipótesis de que Dios haya querido que nos engañemos incluso en las verdades matemáticas deja al meditador en una situación de absoluta intemperie. Será el descubrimiento del cogito lo que permita encontrar la salida y la colocación de la primera piedra del edificio del saber. A esta primera intuición le van aparejados los criterios de verdad, la claridad y la distinción, que permitirán distinguir a partir de entonces conocimientos verdaderos y falsos. Nuestro entendimiento no es infinito, a diferencia del de Dios, su alcance está limitado, pero lo que percibe con claridad con distinción es necesariamente verdadero, afirma Descartes (IX, 1 49-50).

Ahora bien, ¿cómo debemos entender esta legitimación de las percepciones que van acompañadas por el sello de la claridad y la distinción? Para solucionar esta cuestión es necesario, en primer lugar, recordar qué es el juicio para Descartes. Los dos modos del pensamiento son la percepción del entendimiento y la acción de la voluntad. Y para que emitamos un juicio no es suficiente con que el entendimiento perciba, sino que es imprescindible el concurso de la voluntad. De hecho, el error se produce cuando la voluntad sobrepasa los límites marcados por el entendimiento (IX, 2 39-40). Y en la Meditación cuarta Descartes nos dice cómo es posible contenerla: «por medio de una meditación atenta y reiterada». El hombre no debe quejarse de las limitaciones de su entendimiento o de que la insaciabilidad de la voluntad lo conduzca al error, ya que al menos tiene el poder de contenerla dentro de los límites del conocimiento. Y de esta forma, la meditación «graba» en la memoria el hábito o la costumbre de no errar, es decir, de no aceptar como verdadero más que lo claro y lo distinto (IX, 1 49). Desde este punto de vista, la función de la meditación sería habituar a la voluntad a actuar según la primera regla del método: «no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con evidencia que lo es; es decir, evitar la precipitación y la prevención, y no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu, que no hubiese ninguna ocasión de ponerlo en duda» (VI 18).

Sin embargo, esta respuesta no satisface la pregunta que nos hacíamos antes: ¿por qué Descartes argumenta que toda percepción clara y distinta ha de ser juzgada como verdadera? Que no pueda ser admitido como verdadero nada que no sea claro y distinto, no implica que la admisión como verdadero de lo claro y lo distinto esté justificada. Es decir, cuando el entendimiento percibe con claridad y distinción, ¿el asentimiento de la voluntad se sigue necesariamente? Parece que aquí está la clave de la lectura que propone Foucault cuando afirma que la filosofía cartesiana no es más que la legitimación de la evidencia del sujeto cognoscente sin necesidad de transformación previa. Ahora bien, frente a esta interpretación cabe preguntarse si la voluntad ha de ser habituada a asentir ante lo claro y lo distinto, si la verdad necesita ser ejercitada. Esta reflexión nos conduce de lleno al problema de la libertad.

 

3. La libertad ante la verdad y para el ejercicio de la verdad

 

Descartes sostiene que la voluntad es libre, pero en esta libertad distingue dos estadios. El más bajo lo constituye la libertad de indiferencia, y se produce cuando las percepciones son confusas y el sujeto no se siente más inclinado hacia una opción que hacia otra. En cambio, el grado mayor de libertad se practica cuando la percepción clara y distinta nos hace más propensos a tomar una elección, a lo que Vidal Peña, en su edición de las Meditaciones, denomina «libertad como reconocimiento de la necesidad» (Descartes 1977, 435, n. 36). En este último sentido, Descartes apostilla: «la gracia divina y el conocimiento natural, lejos de disminuir mi libertad, la aumentan» (IX, 1 46). De esta forma, el asentimiento de la voluntad ante la percepción clara y distinta marca el mayor grado de libertad posible. Ahora bien, aunque implique un menor grado de libertad, ¿la voluntad puede no asentir ante la percepción clara y distinta? A este respecto, en la carta enviada por Descartes a Mersenne el 27 de mayo de 1641 encontramos una precisión muy esclarecedora:

 

[L]a indiferencia significa propiamente ese estado en el que se encuentra la voluntad cuando el conocimiento de lo que es verdadero o de lo que es bueno no la lleva a seguir un partido más que otro; y en ese sentido la he tomado cuando he dicho que el grado más bajo de la libertad consistía en poderse determinar hacia cosas por las cuales tenemos una absoluta indiferencia. Pero acaso por esta palabra indiferencia hay otros que entienden esta facultad positiva que tenemos de determinarnos a uno u otro de dos contrarios, es decir, a perseguir o huir, a afirmar o negar una misma cosa. Sobre lo cual tengo que decir que jamás he negado que esta facultad positiva se encontrara en la voluntad; tanto es así que estimo que se encuentra en ella no solo siempre que se determina a esta clase de acciones, a las que el peso de ninguna razón lleva a hacia un lado más que hacia otro, sino también que se encuentra mezclada en todas sus demás acciones, de manera que no se determina jamás si no la pone en práctica; incluso que aun cuando una razón muy evidente nos lleva a una cosa, aunque moralmente hablando sea difícil que podamos hacer lo contrario, hablando, sin embargo, absolutamente lo podemos, pues siempre somos libres de no seguir un bien que nos es claramente conocido o de admitir una verdad evidente solo con tal de que pensemos que es un bien testimoniar de ese modo la libertad de nuestro libre albedrío. […] Pues la amplitud de la libertad consiste en la gran facilidad que tenemos de determinarnos o en el gran uso de esta potencia positiva que tenemos de seguir lo peor mientras conocemos lo mejor» (III 378).

 

Para el problema que nos ocupa, es especialmente relevante la afirmación de que ante la percepción de verdad, es decir, de un contenido que se presenta con claridad y distinción ante los ojos del espíritu, tenemos una obligación moral de asentimiento, no absoluta. Es decir, la voluntad puede no plegarse, pero si lo hiciera sería objeto de alabanza. También en los Principios de la filosofía, Descartes lo deja meridianamente claro:

 

«[A]sí como no se otorgan alabanzas a las máquinas que realizan movimientos diversos y los ejecutan con tanta precisión como cabría desear, por cuanto estas máquinas no desarrollan acción alguna que no deban realizar de acuerdo con sus mecanismos, sino que tales alabanzas se tributan al diseñador de las mismas por cuanto ha tenido el poder y la voluntad de componerlas con tal artificio, de igual modo debe atribuírsenos mayor mérito cuando, en virtud de una determinación de nuestra voluntad, escogemos lo que es verdadero cuando lo distinguimos de lo que es falso; esto no se haría si estuviésemos determinados a actuar de un modo y estuviésemos obligados a ello en virtud de un principio ajeno a nosotros mismos» (IX, 2 84-85).

 

Para ser dignos de alabanza epistémica cuando afirmamos que un contenido claro y distinto es verdadero, debemos poder no afirmarlo. Ahora bien, ¿qué provoca que no consideremos verdadero lo que el entendimiento nos presenta como claro y distinto? ¿La voluntad es perversa? Antes de discernir estas cuestiones es necesario saber cómo opera la voluntad.

En Les passions de l’âme, Descartes explica cómo son las relaciones entre esta y el cuerpo. Lo que es una acción con respecto a la primera es pasión con respecto al segundo, y viceversa. Así, mientras que las funciones del cuerpo son el calor y el movimiento, las del alma son sus acciones y sus pasiones (XI 329). Las acciones del alma son sus propias voliciones, mientras que las pasiones son sus percepciones o conocimientos, que no dependen de ella (XI 342). En el caso de estas últimas, Descartes distingue entre las que tienen como causa el alma, es decir, las percepciones de sus voliciones o conocimientos, de las que tienen como causa el cuerpo. Entre las que tienen como causa el alma, el autor cuenta no solo con las percepciones de que conocemos o queremos algo, sino también aquellas en las que imaginamos algo que no existe. Sin embargo, en ambos casos es preferible la denominación de acción de la voluntad, ya que provienen de ella (XI 344). Ahora bien, entre las causadas por el cuerpo, se encuentran tanto las que provienen de los nervios, como otras producidas por los espíritus agitados cuando siguen ciertas «huellas» de impresiones previas, sin el concurso de nuestra voluntad. Estas, a pesar de tener un origen turbio, pueden ser tan verdaderas para nosotros como las primeras (XI 344-345, 348-349). Y a su vez, entre las que provienen de los nervios, Descartes distingue las que se refieren a objetos exteriores, las que se refieren a nuestro cuerpo (como la sed o el hambre), y las que se refieren a nuestra propia alma (como la alegría o cólera). Solo para este último caso el autor considera apropiado la denominación «pasiones del alma». Así, propone la siguiente definición: son «percepciones, sentimientos o emociones del alma que se refieren particularmente a ella, y que son causadas, mantenidas y fortalecidas por algún movimiento de los espíritus» (XI 349). En consecuencia, afirma Descartes, cuando vemos un animal viniendo hacia nosotros, a través de los nervios ópticos y la acción de los espíritus se forma la imagen de dicho animal en la glándula, que a su vez «actúa contra el alma» y le hace ver su figura. Pero, si además esta figura guarda relación con cosas que antes han sido perjudiciales para el cuerpo, provoca en el alma la pasión del temor o de la valentía, según «cómo uno se haya preparado antes». Además, los espíritus que han reflejado la imagen en la glándula se trasladan en cierta medida a los nervios que producen la huida a través de los movimientos de la espalda y las piernas (XI 355-357).

De lo anterior se sigue que la principal consecuencia de la pasión es la determinación de la voluntad, la predisposición del alma a querer ciertas cosas. Dado que la voluntad es libre y absolutamente poseída por el alma, el cuerpo solo puede modificarla indirectamente a través de las pasiones. Ahora bien, el camino inverso también es posible: la voluntad puede modificar las pasiones indirectamente, es decir, a través de juicios o razones (XI 359-360)4. Porque, como indica el artículo 44 de las Passions, «cada volición está naturalmente unida a algún movimiento de la glándula, pero por aplicación o por hábito se la puede unir a otros» (XI 361-362). Así, afirma el autor:

 

«[P]ara excitar en uno mismo el arrojo y quitar el miedo, no basta con tener voluntad para ello, sino que es necesario esforzarse en considerar las razones, los objetos o los ejemplos que persuaden de que el peligro no es grande; que siempre hay mayor seguridad en la defensa que en la huida; que tendremos la gloria y la alegría de haber vencido, mientras que solo podremos esperar el pesar y la vergüenza de haber huido, y cosas semejantes» (XI 363).

 

En consecuencia, en el campo de batalla que es la glándula pineal se enfrentan el cuerpo y el alma: las pasiones intentan dirigir nuestra voluntad y la voluntad busca imponerse a las pasiones a través de razonamientos.

Y ahora, una vez aclarada la relación de la voluntad con respecto al cuerpo, estamos en disposición de dilucidar la relación de la voluntad con el entendimiento. Para ello, volvamos a las Méditations.

En numerosos lugares del texto Descartes afirma que el ejercicio filosófico que va a iniciarse ha requerido unas condiciones de posibilidad externas al contenido que va a exponer. Ante una empresa de tal envergadura, en primer lugar ha considerado necesario esperar a tener una edad en la que ya no pueda prever alcanzar otra más adecuada. Pero también ha proveído a su espíritu con la soledad necesaria para poder emprender la destrucción de sus antiguas opiniones, encontrándose así «libre de todo cuidado» (IX, 1 13).

En segundo lugar, Descartes presenta las meditaciones como ejercicios diarios. El paso del tiempo adquiere un papel fundamental y, en consecuencia, aparece en reiteradas ocasiones. Así, la segunda meditación comienza con «mi meditación de ayer… » (XI, 1 18). En la meditación cuarta confiesa que durante estos días ya se ha acostumbrado a apartar su pensamiento de las cosas sensibles (XI, 1 42). La meditación quinta se justifica como una investigación sobre si se puede conocer algo de las cosas materiales, ya que el saber sobre qué hay que hacer para alcanzar la verdad permite «librarse de las dudas que han asaltado los días anteriores» (XI, 1 50). Finalmente en la conclusión que ofrece la sexta meditación se afirma que ha de rechazar todas las dudas que se presentaron «los días pasados» (XI, 1 71). Por tanto, a la meditación le es intrínseca un elemento temporal que, por otra parte, también se encuentra en la enunciación del método para el recto conocimiento, en tanto que es necesaria su práctica para afianzarlo en el espíritu (VI 22).

En tercer lugar, la meditación es presentada en como un ejercicio que permite fijar el espíritu (XI, 1 55). Así, en la meditación primera, después de presentar la hipótesis del Dios engañador y concluir que no puede conceder crédito alguno a las cosas que consideraba verdaderas, manifiesta que tiene problemas para mantenerlas lejos de su espíritu. La indocilidad del espíritu es manifiesta, se resiste a seguir los pasos que la meditación toma. Esto le lleva a Descartes a afirmar que el hábito y la costumbre incita a las cosas que antes tenía por verdaderas a que reclamen «derecho de ocupación». En consecuencia, hasta que estos presupuestos no sean dueños de su juicio, cree que es preferible fingir que se está engañando para sortear los obstáculos que el espíritu pone a la meditación. Esto lleva a sustituir la posibilidad de que Dios sea engañador por la de un geniecillo maligno (IX, 1 17-19). En la meditación segunda, tras enunciar los atributos —dudar, imaginar, sentir, etc.— que le pertenecen en tanto que cosa que piensa, el autor vuelve a señalar que el espíritu no deja de engañarlo. Este comportamiento ha de ser transformado por una guía que solo puede consistir en dejarlo a rienda suelta en primer lugar, y posteriormente, en una contención. Y esta razón es la que justifica la introducción del ejemplo de la cera (IX, 1 23). El espíritu cree que el conocimiento de su naturaleza proviene por los sentidos o de la imaginación, pero solo puede ser concebida por medio del entendimiento. Así, Descartes pone una prueba al espíritu para que, a través el ejercicio, se informe. También en la meditación tercera, Descartes comenta cómo el espíritu se escabulle de las conclusiones adoptadas. A pesar de haber demostrado que Dios ha de existir dado que tenemos la idea de una sustancia infinita, cuando la atención se debilita y el espíritu se oscurece, lo olvida (IX, 1 38). La meditación busca imprimir en la «memoria» la costumbre de no errar.

En definitiva, todos estos elementos reiterativos que describen el proceso de aprehensión de la verdad son herramientas que buscan luchar contra los prejuicios que hemos aprendido en la infancia y que, aun siendo conscientes, resulta difícil desprenderse de ellos. Además, también intentan paliar la naturaleza precaria del espíritu, que se fatiga cuando mantiene la atención durante largo tiempo en cosas inteligibles y rápidamente considera otras razones (IX, 2 58-60).

Pero, además de este trabajo de contención de la voluntad, que se niega a seguir los pasos marcados por el entendimiento, a las Méditations métaphysiques se les presenta a una tarea de mayor envergadura. A diferencia de lo que ocurre en el Discours de la méthode, en esta obra la hipótesis del Dios engañador extiende la duda hasta las verdades matemáticas alcanzando así la propia estructura racional (Barroso, 2017, 42). Esto ocurre cuando Descartes afirma que Dios bien podría haber querido que nos engañáramos cuando sumamos dos más tres (IX, 1 16). Aquí es la propia evidencia la que es puesta en duda: las percepciones claras y distintas más paradigmáticas, como son para el autor las que encontramos en las matemáticas, son puestas bajo sospecha. En este momento dejan de ser fiables los contenidos que se presentan ante los ojos del espíritu con la marca de la verdad. A través del descubrimiento del cogito saldrá de esta situación terrible, justificando la certeza indubitable de la existencia de una cosa que piensa. Barroso ha mostrado que esta verdad que no puede ponerse en duda es la de «un pensamiento en cuanto pensante; un pensamiento ejecutivo, y con ello, resistente incluso a la posibilidad de que existiera un dios engañador». Ahora bien, sobre el resto de percepciones claras y distintas «no puedo decir más que son pensamientos pensados, incluso […] la idea misma de Dios. De todo ello […] no puedo decir que tenga la misma certeza que la que tengo respecto del cogito, sino un tipo de certeza que la hipótesis del genio maligno había puesto en duda» (Barroso 44). Por tanto, la función que cumple la demostración de la existencia de Dios al garantizar el criterio de claridad y distinción es la de un argumento trascendental que certifica, en tanto que condición de posibilidad, el orden racional. Así, la perspectiva barroca permite comprender bajo una nueva luz la insistencia con la que Descartes se afana en demostrar la existencia de Dios. En definitiva, desde este punto de vista, el gran problema de las Méditations métaphysiques no es solo contener la voluntad dentro de los límites marcados por el entendimiento, o combatir la inestabilidad del espíritu, sino someter a prueba la potencia cognoscitiva del meditador e investirlo de la confianza suficiente para que confíe en su percepción de verdad, porque, como afirma Boehmn, la duda solo es posible si podemos no asentir ante lo claro y lo distinto (2014, 722). Y la única salida es la moralización del conocimiento que los argumentos de la existencia de Dios producen: dado que el Creador existe, debemos confiar en nuestro orden racional, explica por qué la voluntad está moralmente obligada a plegarse ante lo claro y lo distinto aunque, absolutamente, pueda no hacerlo. De forma análoga a cómo el alma combate las pasiones del cuerpo a través de razones y juicios firmes, el meditador ha de darse razones a sí mismo para convencerse de que puede confiar en lo claro y lo distinto, para habituar a su voluntad a asentir ante lo claro y lo distinto.

 

4. La búsqueda de la verdad como forma de vida

 

Por tanto, las Méditations no pueden ser interpretadas como una simple legitimación de las capacidades cognoscitivas del ser humano para conocer la verdad independientemente de toda transformación previa en su ser de sujeto. La contención de la voluntad dentro de los límites del entendimiento y la confianza en lo que se le presenta como claro y distinto se consiguen no como fruto de una exposición razonada —de ahí las reservas iniciales de Descartes a escribir en el orden geométrico— sino como fruto de la habituación y la práctica que se muestra en el texto. De esta forma se produce una transformación de un sujeto que, o bien confiaba en los prejuicios adquiridos en la infancia sin atender a su propios límites o, ante la indocilidad de su espíritu, se abstenía absolutamente de juzgar, en un sujeto que se convence a sí mismo de las capacidades (limitadas) de su racionalidad para comprometerse así con la vía del conocimiento.

En un trabajo ya clásico, Jean-Luc Marion afirma en este sentido que en Descartes hay un desdoblamiento de la verdad por el cual la verdad de las cosas depende de la verdad del método, en la medida en que el método ofrece un apoyo antes de que la verdad sea conocida. A su juicio esto confirma la dependencia del método hacia el je que lo forma o se lo prescribe, de modo que la verdad metódica se somete a una instauración voluntaria: aquí la cosa debe su camino al método y él mismo debe su descubrimiento al ego. El conocimiento de la verdad no coincide con el pleno uso de la razón, sino que el fin del método es más bien un progreso en el uso de esta facultad. Por tanto, es un carácter esencial de la nueva filosofía que la práctica moral forme un todo con la práctica del método, en lugar de oponerse a ella (Marion, 1973, 41-42). Para escapar del relativismo y la contradicción, de la prueba por la prueba, y poder guiar su vida de acuerdo con la verdad, la filosofía cartesiana necesita, en primer lugar, convencerse de que el camino del conocimiento es transitable, de que el viajero no terminará siendo errante.

Es cierto que en Descartes hay una diferencia radical entre el ámbito teórico y el práctico: en el primero la certeza es absoluta y en el segundo no puede serlo, dado nuestro ser compuesto. Su objetivo práctico es vivir con la mayor certeza posible a medida que las verdades sean reveladas (Llinas, 2012, 175). Pero previamente Descartes tiene que persuadirse de que la empresa del conocimiento no es un viaje hacia ninguna parte, que la investigación de la verdad tiene sentido porque la verdad que busca es posible. Pero este viaje, al menos en las Méditations, solo es posible si funciona el recurso teológico. En consecuencia, la reconstrucción del edificio del conocimiento desde sus cimientos parte de una determinación de la voluntad que se compromete con la legitimidad del proyecto a través de una operación netamente barroca. Y para aprehender su propio compromiso, tiene que ejercitarlo. Así, es esta determinación de la voluntad permite restablecer la «crisis esquizofrénica», siguiendo la denominación de Nájera, abierta entre lo teórico y lo práctico (2003, 27). Tanto en el conocimiento teórico como en la generosidad, la primera piedra es la de una voluntad que toma la determinación de comprometerse con la realización de su libertad. Por tanto, no es que el cuidado o el ejercicio se subordinen al conocimiento o se conviertan en meras prácticas de conocimiento, sino que el ejercicio constituye a un sujeto comprometido con la búsqueda de la verdad como forma de vida. No se sustituyen los preceptos morales que daban forman a la vida por las reglas del método del recto conocimiento, antes bien, es el conocimiento mismo el que es moralizado. Y por tanto, su búsqueda y su cultivo se convierten en un estilo de existencia.

A diferencia de lo que cree Foucault, el fin de la filosofía cartesiana es el gobierno de la vida, no el mero conocimiento, aunque este sea imprescindible para aquella. Pero en la filosofía cartesiana al sujeto no le basta con el ejercicio de las capacidades cognoscitivas para acceder a la verdad, sino que previamente ha de transformarse a sí mismo en un sujeto que cree que la verdad existe y está a su alcance. Y en un mundo de contradicciones, escepticismo y relativismo, como es el barroco, la salida solo es posible mediante una determinación de la voluntad.

 

Bibliografía

 

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Nájera, E. (2003). Del ego cogito al vrai homme. La doble mirada de Descartes sobre el ser humano. Valencia: Universidad Politécnica de Valencia

 

Notas

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1 Las traducciones son propias.

2 Para un análisis más detallado de la relación entre los dos momentos cartesianos y el lugar que con respecto a ellos ocuparía la figura de Montaigne en la filosofía de Foucault cfr. Jiménez Villar (2020).

3 Todas las referencias y citas a las obras de Descartes se hacen siguiendo la edición Adam-Tannery, señalada en la bibliografía. El número romano indica el volumen.

4 En este sentido, Lázaro indica que el conocimiento de sí va de la mano del dominio de sí (2012, 249-257).