Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 86 (2022), pp. 179-190
ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)
http://dx.doi.org/10.6018/daimon.427931
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Resumen: Weil construyó inteligibilidad mediante una escritura que desenraiza el pensamiento de conceptos habituales. Sus reflexiones sobre la fuerza indican que solo leemos sensaciones que el mundo nos ofrece mediante nuestro cuerpo, el que resultará determinante para propiciar transposiciones semánticas que modifiquen lo que el ser humano lee en la realidad. De aquí el alcance político de cuerpos y discursos en la conversación interseccional de las instituciones y en el interior de los colectivos cuyos dispositivos vuelven más reales las significaciones fijadas a los nombres que las cosas mismas a las que aluden, esta modalidad de fuerza impide el acceso a la verdad impersonal.
Palabras clave: atención, impersonal, impolítico, liminar, radical.
Abstract: Weil built up intelligibility through a writing that uproots the thinking of regular concepts. Her thoughts about the strength denote that people only read the feelings that the world offers via our body. These will become key to propitiate semantic transpositions that modify what the human being is actually able to read. Hence the political scope of bodies and speeches in the intersectional conversation of the institutions and inside the collectives whose mechanisms make the significances attached to the names more real than the very things these allude to. This kind of strength prevents access to the impersonal truth.
Key words: attention, impersonal, impolitical, liminal, radical.
Recibido: 14/05/2020. Aceptado: 14/07/2020.
* Doctora en Filosofía Contemporánea y Estudios Clásicos, Espacio Europeo de Educación Superior, Universidad de Barcelona. Licenciada en Filosofía, Universidad Autónoma de Barcelona. Profesora cofundadora de la Escuela de Escritura y Humanidades del Ateneo Barcelonés. Autora del libro Ese relato que somos, 2002. afuentesmarcel@gmail.com
El filósofo y dramaturgo Gabriel Marcel, a quien tengo el honor de estar emparentada por vía materna, consideró a Simone Weil como un “testigo de lo absoluto”, admitiendo la dificultad infranqueable de dar contenido a esta palabra. En un breve escrito (1966, 7-12) Marcel visibiliza el doble precio que Weil ha debido pagar por la autenticidad de su pensamiento y experiencia espirituales: por un lado, puede apreciarse en las décadas que llevamos de recepción de su obra, que ciertas personas o colectivos podrían querer monopolizar su legado. Por el otro, se ha visto expuesta a quedar marginada de una cierta coherencia intelectual, incluso llegando a no reconocérsele la condición de filósofa ¡como hace el propio Marcel!, si bien la considera un espíritu “notablemente lúcido” y califica su vida y obra con el término de “asombrosas”. Asimismo, Marcel preserva a Weil de un posible sincretismo al que pudiera quedar sujeta según las lecturas de la obra de alguien que, como ella, se halla “habitada por el fuego”. Marcel advierte acerca de que todo lo que pudiéramos “decir de Weil corre el riesgo de traicionarla”, por ello cabe dejar que su palabra nos interpele pues esta hermana de Antígona “lleva un mensaje adaptado a cada uno de nosotros”. Añadiría que no solo eso, sino que constituye una fuente de autoridad para buena parte del pensamiento contemporáneo.
Ahondar en la obra de Simone Weil nos pone delante de una pensadora que quiso construir inteligibilidad enraizando en la radicalidad de la experiencia humana, buscando conocer las raíces de la misma. Es por ello que, habiéndose prestado a experiencias extremas, puede ser potentemente liminar para pensarlas, esto es, que el pensamiento que las piensa no podría ser él también radical. Para ello habilita un enunciar transformador, que desenraiza paso a paso el pensamiento de las habituales formas de ejercerlo y si bien sus exploraciones se realizan con toda rotundidad, no suele encerrar el discurso en torno a conceptos radicales. Sus escritos no perderán nada de su brillantez por el hecho de que, sin llegar a representaciones definitivas, seguirán escribiéndose de modo desbordante, revisando conceptos y, al mismo tiempo, descolocándolos o desplazándolos en una exploración sostenida.
Al hablar de pensadora liminar me propongo enfatizar el sentido de pasaje entre conceptos y disciplinas, y también entre espacios: queremos aquí fijarnos en ese adjetivo desde su raíz, esto es, más que limes, límite: limen, umbral. Así, el polo opuesto de la experiencia radical, la que sondea en las raíces de lo humano, no es no tener experiencia alguna, sino disponerse a pensar esa radicalidad desde el umbral. En éste reside la libertad que Weil ejerció para pensar y dialogar en el espacio umbrío que se da entre cada concepto claro. Pero a la vez, ciertos conceptos claros quedarán modificados o evidenciados como confusos, sacudidos respecto a cómo eran antes de ser sondeados y quizá desvelados como equívocos. Sus travesías no permitirían volver a permanecer en los parámetros consabidos o convencionales: nos deja ante la necesidad de resignificar y de modificar aquello que se había instalado como una única manera de leer la realidad. Esto es, cultivar la atención para explorar desplazamientos, construir y transponer significaciones, propiciando aperturas posibles que amplíen el radio de relaciones copresentes en el espíritu. Hacer pie en la experiencia radical permitirá al trabajo del pensamiento no fortalecer formas ideológicas o confirmar conceptos fijos asociados a las formas de poder, a las formas de la fuerza —con sus correspondientes determinantes teoréticas acerca de ante qué estamos—, sino prestar la máxima atención a lo real desde una plataforma semántica mínima alojada en cada palabra, este es el modo weiliano que hace pensable el presente, pues aún sin saber qué es justo o falso Weil llama a atender a lo que hay, y esa atención se dirige, en primera instancia, a constatar que desventura y fuerza coinciden en su carácter irreductible en la vida de las sociedades. Pero si bien coinciden en este único punto, se diferencian muy tajantemente en que el primero, el malheur —el más desconocido, solo decible en su antesala y que únicamente puede ser pensado desde un afuera del discurso—, la desventura comporta un acceso a la verdad. La fuerza, en cambio, en la que Weil focaliza todas sus desconfianzas, carece de relación con la verdad, y no es completamente erradicable por parte de la política. Así pues, aunque la belleza como dimensión máximamente elevada pueda superar por unos instantes los estragos de la fuerza, es la fuerza la que resulta ser el residuo ineliminable de la política y se halla completamente desconectada de la relación entre desventura y verdad, estableciendo que estos dos términos participan de una misma especie de atención.
Desde que se nace no existen escenarios neutros, afirma la filósofa parisina, y la fuerza es entendida, por una parte, como violencia explícita allí donde se manifiesta, siendo la guerra su forma más extrema y, por la otra, como la fuerza aplicada, y menos evidente, a la lectura de las significaciones: la fuerza que imprime torsiones en el lenguaje para que prevalezca una determinada lectura de la realidad. En este sentido, la historia escrita de la humanidad, como ejemplo evidente —también lo es el mass media con su información, claro está— no consta de la historia de los hechos, antes bien, lo que en ella leemos son ideologías narrando unos hechos del todo imposibles de reconstruir, pues lo actualmente significativo es que podemos construir o deconstruir, pero no reconstruir entre otras cosas porque comportaría identificarse con el orden imperante al uso.
Lo dicho comporta que, en el pensamiento de Weil, reducir el malheur, la desventura humana, pase a ser uno de los objetivos prioritarios de la política y, a la vez, que el lenguaje como dispositivo político de primer orden, quede sujeto a una revisión permanente. La noción weilinana de desventura introducirá asimismo consecuencias difíciles de omitir también en el ámbito espiritual. Así pues, la fuerza quedará íntimamente asociada al poder y la desventura a la verdad, donde el malheur pasará casi enseguida a ser puerta a lo trascendente, “trascendente” que debemos entender sensu stricto como opuesto a inmanente. Como acceso, entonces, al topos, al lugar anónimo que caracteriza lo sagrado e impersonal.
Weil establece que, hasta donde es posible, el pensamiento debe abarcar, la mayor cantidad de relaciones, pero no solo: debe integrar y no acallar la contradicción, que ciertamente aparecerá pues es inherente al discurrir de la auténtica filosofía. Por ello la contradicción no debe paralizarnos, pues hay que mantener viva la attente, la hypomoné, la espera sin rebajar la alta lucidez, desapegados de fijaciones o intereses particulares y siendo capaces de sostener la copresencia en el espíritu de múltiples planos en relación.
Al tratar cada cuestión con el mayor alcance posible y dentro de los límites con que se discierne en el pensar conceptual, Weil consigue que éste se transforme en una nueva pista de despegue en la que emprender el vuelo de ese pensar con el alma entera, que significa para ella “tener experiencia de la nada”, como lo expresa literalmente en su artículo de 1943 “La persona y lo sagrado” (2000, 34). El hecho de que este incisivo ensayo contenga el examen de nociones políticas y, a la vez, de la noción de sagrado y de sobrenatural, ha comportado hasta nuestros días la dificultad de su plena validez en el discurso filosófico y académico. Asimismo, observamos que la recepción de su extensa obra se ha transformado en general en una distinción entre una primera Weil política y una segunda espiritual, difíciles de sobrellevar simultáneamente, pero a la vez imposibles de separar del todo pues prácticamente toda obra de Simone Weil contiene ambas dimensiones —la política y la espiritual—, las que no solo trabaja filosófica e intensamente, sino que busca establecer vínculos entre ambas.
El artículo “La persona y lo sagrado” es mucho más que un buen ejemplo del modo de trabajar de Weil y a la vez evidencia cómo, en la recepción del mismo, dos de las grandes áreas de la civilización se bifurcan, de manera excluyente, ante nuestra mirada. Una prueba de ello es que el título del ensayo alude a una orilla, la espiritual, mientras que el desarrollo del escrito gira en torno a esa otra orilla que es la política. Es una de las grandes muestras de la lucidez weiliana al trabajar en territorios vecinos, sondeando, cuando no encarnando, la máxima radicalidad de la experiencia y, al mismo tiempo, al pensar esa experiencia radical desde la máxima liminariedad que le sea posible al discurso filosófico. Al escribir nos muestra una gran capacidad de desituar los conceptos, y no solo, pues mientras dilucida pone en contacto, en una misma página, ámbitos no siempre colindantes en el discurso, al menos a primera vista. Disocia o desarticula conceptos para luego asociarlos de otra manera con la realidad. De ahí la sensación, que muchas veces puede acompañar al lector, de una cierta errancia semántica. Sin embargo, la desnudez o la decreación semántica, no como persona (en su sentido literal de máscara social y jurídica), sino como pureza impersonal que se pudiera experimentar, es justamente esa capacidad de higienizar el lenguaje mediante el pensamiento, y a la vez depurar el pensamiento mismo.
La pureza salvadora, la atención creadora no son conceptos radicales, sino que, efectuado un cierto recorrido conceptual tienen que ver con un elevado sostenerse en una espera liminar. Desde allí se debería regresar a la mesa redonda de los conceptos, al registro categorial del pensamiento, con una capacidad no fácil pero indispensable de transponer los significados, y por tanto propiciar la transformación de lo que los seres humanos leen en la realidad. Asimismo, ampliar las posibilidades de decir acerca de la dimensión espiritual, cuyo horizonte es aún más abstracto que el conceptual. La vuelta a la plataforma del discurso conceptual dialogado, resultará así inevitablemente crítica, transformadora y constructiva, no dirigida al exterminio del que piensa y se siente diferente o dirigida a defender a toda costa la autoafirmación o posiciones dentro de jerarquías. El potencial alcance de Weil es tal que cada disciplina podría experimentar la interpelación ante su discurso. Podría asimismo experimentar una cierta certeza de que cabe seguir construyendo pensamiento e inteligibilidad sin apropiarse en exclusiva de su legado, sin pretender forzar su discurso reduciendo su amplitud, para acondicionarlo a unos intereses determinados. Este modo peculiar suyo debe instarnos a quienes la estudiamos a no radicalizarla: Weil es liminar en varios sentidos, no solo entre las orillas política y espiritual —al introducir esa gran bisagra de lo impersonal—, sino en el interior del ejercicio mismo del pensar. Si hacemos resonar en sus palabras una de las frases, para ella más sugerentes, de esa fuente griega originaria y fundacional, la de Filolao que dice: “L’harmonie est l’unité d’un mélange de plusieurs, et la pensée unique de pensants séparés”, (2009, 326-327),1 ‘La armonía es la unidad de una mixtura de muchos, y el pensamiento unificado de pensantes separados’, frase que le interesó especialmente y tradujo con distintos matices durante su joven madurez filosófica, podemos entender que se refiere al trabajo de los que comparten la aspiración a una armonía común e impersonal plenamente coincidente con el bien, pero deben pensar separados, y por lo mismo se trata de una armonía ajena a cualquier forma idolátrica, personal o colectiva. Tengamos en cuenta que para Weil una colectividad no puede pensar, como tampoco puede realizar una operación matemática elemental. Es más, nos pone el ejemplo de un niño que realiza una suma aritmética, la que deberá operar a solas y si no se equivoca su persona no cuenta para nada, pero si comete error su persona es lo primero que se evidenciará. De este modo entendemos que la dimensión impersonal es la que alberga un orden universal de las cosas al cual el niño adhiere con todo su ser al realizar correctamente un ejercicio matemático de manera anónima.
Así pues, si observamos el proceder de Weil vemos que no se plasma en una dialéctica que avanza sintetizando a fuerza de eliminar las diferencias y sus tensiones, sino más bien avanza en un dia-logos, un trabajo que aspira a una armonía dialógica a la que se aproxima la dialéctica suspendida de Walter Benjamin (2009), esto sería sostener en copresencia, las diferencias. Los especialistas en inteligencia artificial nos dicen que el futuro está por escribir, aunque lo guíen los algoritmos, por lo que igualmente cabe considerar que, en un mundo cada vez más digitalizado, se debe seguir construyendo la memoria.
Escribe en unos de sus Cahiers: “La philosophie —recherche de la sagesse— est un vertu. C’est un travail sur soi. Une transformation de l’être”, (1994a,174), ‘La filosofía, búsqueda de la sabiduría, es una virtud. Es un trabajo sobre sí. Una transformación del ser.’ Este último rasgo es lo que diferencia grandemente esa búsqueda virtuosa de sabiduría respecto de la geometría o la matemática. Y para ser verdaderamente virtuosa la travesía exploradora debe enraizarnos “en la ausencia de lugar” (2007a, 86), eso es lo más parecido a ser capaces de pensar con el alma y también con el cuerpo enteros. Asimismo, el pensamiento de Weil ilumina la instancia, difícil ya de pasar por alto, de centrar nuestra atención en el ámbito de las significaciones y en el necesario y arduo trabajo de transformar el mundo a partir de modificar lo que los seres humanos leemos en éste. Su búsqueda alumbra algo no tan evidente pero innegable: lo que leemos no es otra cosa que las sensaciones que el mundo —mediante nuestro cuerpo— nos ofrece. La corporeidad así pasará a ser determinante en el experimentar y concebir las significaciones y propiciar así las posibles transposiciones semánticas de nuestros enunciados. No es solo por la mano física al escribir que la corporeidad resulta determinante en el texto, sino porque toda dosis de significación o ínfima verdad que se deposite en las palabras es obtenida a partir de las sensaciones que acontecen en el cuerpo. De aquí el alcance político de los cuerpos, del lenguaje, de los discursos disidentes en la conversación transversal de las instituciones como asimismo en el interior de los diálogos entre interlocutores sociales. Hay que asumir que, sobre todo en colectividad, los dispositivos de poder en el lenguaje consiguen hacer que sean más reales las significaciones instaladas de los nombres, que las cosas mismas a las que aluden. Así, ocurre que por vía de una especie de paradoja —debida a que las significaciones simulan atraparnos desde fuera, y a la vez no es sino del lenguaje que brota lo decible acerca de nuestra identidad, de los otros y del mundo—, el decir debe descifrar transponiendo constantemente significaciones, con una “lucidez siempre más nueva”, (2002, 63) para ser eterna. Transformar el mundo es, en primera instancia, una tarea sobre las significaciones pues “on passe d’une signification à une autre par un travail […] où le corps a toujours part” (1994b, 411), ‘pasamos de un significado a otro por un trabajo […] donde el cuerpo siempre tiene una parte’, un trabajo que no podría ser llevado adelante por un yo personal que no haya accedido a la impersonal desnudez semántica, a la impersonal experiencia del vacío.
Es la calidad de atención y pensamiento la que hace progresar el alma hacia el bien, bien que solo puede ser sobrenatural, pues nos dice en muchos momentos que el bien no es natural y que, en su forma pura, discurre ajeno a las dimensiones estrictamente fenoménicas y mezcladas. En este arco de sentido indica, asimismo, que el polo opuesto del mal observable no es el bien natural sino, en cualquier caso, sobrenatural.
La propuesta de lo impersonal, una de las más originales de Weil, le permitirá tomar distancia de concepciones que coloquen la noción de persona en el centro de una sacralidad confusa entre lo trascendente y lo inmanente; así como evidenciar los supuestos equilibrios erigidos sobre la constante y engañosa ocultación de la fuerza en la civilización. A partir de su intervención podemos afirmar que lo personal es político, lo impersonal es sagrado y es imperativo regular la fuerza en la vida de las sociedades anclando, lo más posible, lo político en lo impersonal, es decir, dotando de un fundamento atópico, ajeno a la experiencia estandarizada y a la experiencia personal o colectivamente interesadas, que pivotan sobre la sola fuerza mecánica de las circunstancias humanas, como asimismo ajeno a la búsqueda de modulación y oferta de las emociones como mercancía. En esta línea de espera, lo más adecuado es “desear la verdad en el vacío sin intentar adivinar de entrada el contenido […] En eso, precisamente, consiste todo el mecanismo de la atención” (2000b). Y cultivar la atención es lo que, precisamente, para Weil define ‘cultura’.
La suya fue una experiencia máximamente radical. Su pensamiento es esencialmente filosófico y máximamente liminar. Con atrevimientos como integrar lo puro, lo sobrenatural, la trascendencia, en muchas de sus páginas consciente como era de que cabía imantar en el pensamiento todo lo decible acerca de esa irreductible polaridad, cuyas conquistas en lo decible no agotarán el misterio de la Sabiduría eterna, no convertirán en luz total la oscuridad que nos comprende.
Por otra parte, constatamos que Weil propone que, en sí misma, la facultad de la imaginación es real, es decir, la imaginación no es imaginaria, “elle est tout à fait réelle”, 1994c, 411), ‘ella es del todo real’, enfatiza. Y como tal tiene una importancia que no es posible desestimar, dado que dicha facultad constituye el “tejido de la vida social y el motor de la historia” (2010, 208). Así, la imaginación, como facultad real, es colocada en diversos momentos como fuente de primer orden en el ámbito político. Cabe indicar que, si habitualmente se ha concebido la dimensión imaginaria como engañosa o ilusoria vemos que Weil recoge ese sentido y advierte, en diversos momentos, acerca de la necesidad de precaverse de sospechosas fórmulas vacías que, entiende, son frutos imaginarios y que, por lo mismo, no superan la prueba de la rugosa realidad. En este sentido, en sus últimos años, dota a esta facultad de una legítima capacidad creativa, legitimidad que en los inicios no era tan evidente, pues en uno de los primeros ‘topos’, redactado en octubre de 1925 titulado “Imaginación y percepción” (1988, 297-298), la discípula de Alain analiza el mecanismo de las ilusiones perceptivas para concluir que recubrimos lo real con significaciones que vienen de nosotros y, por lo mismo, la experiencia humana oscila entre construcción subjetiva e intuición pura. Es decir, lo que llamamos realidad es fruto del encuentro de la imaginación, como dimensión pre reflexiva, y el mundo (2003, 68). Esta oscilación crea habitualmente una suerte de mediana inestable en la cual la imaginación compensa aquello que nos llega del mundo exterior “y realiza así un compromiso que nosotros llamamos percepción” (1998a, 298). Por lo que si la imaginación, más bien confusa, estuvo inicialmente más próxima a la percepción, en los últimos años la considerará como una facultad humana capaz de crear soluciones, colocándola ahora más cercana a la atención creadora y a la verdadera política.
La dimensión política de Weil es de tal profundidad y atrevimiento que propone, en 1943, la supresión de los partidos políticos y de toda modalidad que se apodere del procesamiento de las experiencias y pretenda dirigirlas ajenizándolas de la progresión hacia el bien. No se puede dejar de tener en cuenta que en el frontispicio de su pensamiento se advierte la constante necesidad de lo que considera una verdadera política, en la cual el pueblo participa y tiene aspiraciones comunes respecto del bien, pero no la posibilidad de formar ideas claras como colectividad de partido que, como su nombre ya indica es parte, pero con pretensión de ser totalidad y por tanto sujeta a sus propias limitaciones, corrientes jerárquicas o de poder en su interior. Una claridad que tampoco es esperable de personas o grupos con poder económico que aspiraran a gobernar una nación, pues como expresa en “La persona y lo sagrado” sería del todo imposible que un político privilegiado, al hablar de justicia, esgrimiera que lucha para que todos disfruten de privilegios equivalentes a los suyos. Lo político por excelencia debe brotar de una dimensión impersonal, que no defienda intereses particulares o desatienda lo prioritario que es el bien común y la máxima capacidad de reducir a mínimos el malheur por opresión sea laboral que estatal en los ciudadanos. Esta última tarea es de capital importancia en Weil pues comporta ineludibles iniciativas políticas que deben adoptarse para regular de manera constante y eficaz la fuerza de la opresión y de la injusticia que someten. Sería redundante enfatizar todo lo que ocurre en tiempo real ante nuestra directa asistencia virtual y que, después de décadas, en estos meses se ha vuelto definitivamente ineludible afrontar como la crisis climática, no sabemos hasta qué punto reversible, debida en gran parte a los excesos y abusos de la fuerza de países o industrias poderosas —recordemos que la propia pensadora afirma en su artículo de 1938 sobre la guerra de Troya, citando a Anatole France: “se cree morir por la patria […]; se muere por los industriales” (2007b, 355)—. Simultáneamente asistimos a desigualdades y pobreza desde hace mucho insostenibles, los brotes de fobias humanas muy graves, la violencia de género que extermina ciudadanas en cualquier día de la semana, hechos imposibles de naturalizar en nuestras consciencias y conversaciones, aunque se evidencie nuestra impotencia. Son los múltiples planos que, en el 2022, con carácter de urgente, debe saber componer y articular la verdadera política, ¿sabremos? Es lo que creo que Simone Weil se y nos preguntaría.
En este arco de sentido en el que desventura y fuerza constituyen realidades irreductibles en la vida de las ciudades, cabría trabajar a partir de elucidar si desde un posible concebir la condición impolítica del espíritu2, podría ser factible la progresión política hacia el bien y la justicia, como asimismo el vínculo impersonal con la política. ¿Es posible, en definitiva, hacer política en tercera persona? Puesto que no basta para Weil haber establecido esa tautología entre sagrado e impersonal, sino que cabría habilitar una política que pueda enraizarse, suficientemente, en lo impersonal. El itinerario hacia esta dimensión comporta participar de lo impersonal y ejercer una especie de regreso a la experiencia personal, fenoménica y consensuable, esta vez con un saber distinto e iluminador. El enigma que ante nuestra sensibilidad encierra la justicia es que, siendo más fuerte que la fuerza, deba consistir en una cierta calidad de atención y espera, lúcidamente sostenidas, durante la búsqueda de armonía y equilibrio, a través del determinar cuáles son las necesidades del ser humano y poder así establecer las obligaciones a él debidas. Con su atrevida propuesta de lo impersonal, Weil abandona casi totalmente el terreno del derecho como instrumento superior y principal de regulación en la vida interhumana, aun cuando acepta que sigue siendo imprescindible en el nivel de intercambio propio de los fenómenos humanos.
Lo impersonal y lo anónimo, términos casi sinónimos, están relacionados con la decreación humana, pues le resulta imprescindible que lo impersonal quede disociado del trasiego de los lenguajes habituales de las personas y aproximado, en la medida máximamente posible, a la pureza sin mezcla, sin la sombra de la mezquindad propia de los intereses. La verdadera justicia, alejada del derecho, emergería en gestos anónimos e impersonales; gestos entre un ser humano y otro ser humano que, desde sus particularidades, pasan a ser un necesitado cualquiera y un benefactor cualquiera, y a representar a toda la humanidad en cada ocasión, haciendo así brotar actitudes y palabras de carácter verdadero, impersonal y anónimo, éstos dos últimos son los modos que emergen en ese necesitado y en ese benefactor. El “orden impersonal y divino del universo tiene como imagen entre nosotros la justicia, la verdad, la belleza. Nada inferior a esas cosas es digno de servir de inspiración a los hombres que aceptan morir” (2000c, 40), que aceptan decrearse, disminuir la expansión de su persona y habilitar un pensar con el alma entera. Una vez más, Weil asocia verdad y malheur, pues este estado extremo, junto con la belleza, como ya hemos dicho, es “la condición de tránsito a la verdad” (2000d, 40).
El bien, lo puro, la justicia verdadera, lo impersonal, lo sobrenatural, son dimensiones aludidas en el campo de lo sagrado, son máximamente abstractas e inconceptualizables en sí mismas, pues se dan al modo de destellos de lo sobrenatural en pequeñas dosis, y es por eso que se hallan en los confines del discurso de la filosofía rigurosamente categorial que no los podría asumir, sino solo aludir marginalmente por evitar el riesgo de incurrir en derivas hacia formas de trascendencia.
Se trata de muestras luminosas de lo sobrenatural que pueden darse en cantidades ínfimas, pero suficientes, sostiene, para interrumpir la cadena causal mecánica y desnuda de los fenómenos. Por ello un estudioso de Weil, como es Blanchot, sugiere que “una buena parte de su pensamiento, debe interpretarse como un pensamiento de la gracia”, (2008, 143) pues en ella lo trascendente es lo que se relaciona con esos destellos exentos de peso, evanescentes y luminosos. La filósofa afirma que lo sobrenatural de la gracia actúa en el alma aligerando en ella el peso del mundo, liberándola de la gravedad que lo caracteriza pero haciéndola permanecer en él, es decir, preservándola de la mayor de todas las tentaciones posibles que es la de no pensar.
Pero tampoco podríamos decir o suscribir esto sin más, pues constituye solo la mitad de lo que una pensadora como Weil ha trabajado muy seriamente revisando nociones políticas y no solo: poniendo ambas mitades en relación y esa completitud es la que constituye su enorme caudal de pensamiento. Y a la inversa también: reducirla sin más a la sola dimensión política es abusar o traicionar este pensamiento, omitiendo el nexo o vínculo que Weil ha podido establecer con la dimensión espiritual e impersonal o sagrada. Lo sobrenatural es lo oscuro y, a la vez, fuente de luminosidad, reconocible allí donde nada natural podría reemplazarlo. E indica que el mayor equívoco humano será renunciar a ejercer la facultad de recibir luz. Asimismo, lo sobrenatural, dimensión que la filosofía nombra residualmente, es lo que para nuestra pensadora estaría en el centro. Tendríamos que entender que cuando se refiere a un alma que ha experimentado un contacto no reductible al lenguaje de lo estrictamente inmanente, querría decir que ha conocido fugazmente la “realidad real”, (1997, 438), la que hace abolir en nosotros la realidad erzast o sucedánea propia de la región mediana como la llama Weil: la región fenoménica y elementalmente cognoscible, aquella que vive en nuestros lenguajes. Por el contrario, esa realidad real, nuestras facultades no la podrían fabricar sino solo contemplar. Será la inteligencia la que nos lleve a comprender que lo que ella misma no puede conocer resulta ser “más real que lo que ella aprehende” (2009, 53) y gracias a esa comprensión, el alma entera consentiría o se predispondría solícita “a subordinarse al amor sobrenatural” (2006, 174). Las comprensiones elevadas son ajenas a los dispositivos lingüísticos, se hallan separadas, como por un abismo, tanto de la esfera de los lenguajes como de la fuerza, y vinculan indisociablemente amor sobrenatural y justicia verdadera.
Hace falta que las instancias de tipo espiritual acompañen nuestras praxis políticas, de lo contrario, la praxis deviene la sola administración del estado de cosas existente (lo cual no siempre se cumple de manera justa), se convierte pues, en rentabilizar su desnuda inmanencia y como tal praxis queda desconectada de las auténticas aspiraciones compartidas. La cultura laica moderna, en su legítimo separar la religión de la vida civil, ha debido pagar el precio de una intemperie glacial dado que, quizás sin preverlo, en el mismo gesto quedaba omitida del horizonte de la cultura, la dimensión espiritual, la que Weil considera ineludible para la composición en planos múltiples que es la política. Al erradicar dicha dimensión, quedan acallados o cancelados aspectos que atañen al desarrollo que por necesidad racional deberían ser traídos al discurso. El hecho de no haber identificado el bien sobrenatural con religión institucionalizada alguna no quiere decir, claro está, que su pensamiento carezca de una dimensión espiritual trabajada transversal y liminarmente respecto a las diversas religiones, sus lenguas, sus fuentes y a las relaciones que articula en territorios fronterizos, entre espíritu y política. En su obra L’Enracinement, (1996, 79ss) encontramos propuestas en relación a la formación y educación de los seres humanos que ya no pueden ser acalladas ni torsionadas en ninguna dirección prefijada. Nos habla acerca de que la única prevención contra el totalitarismo es una verdadera formación espiritual en niños y jóvenes. La educación debe procurar que dicha atención sea cultivada fuera del tumulto de las mentiras, propagandas y opiniones, “estableciendo un silencio en el que la verdad pueda germinar y madurar: esto es lo que los seres humanos se merecen” (2000e, 38).
La radicalidad de su experiencia y la liminariedad de su pensamiento quedan manifiestamente expresadas en su vida y en su escritura. Y más que un estilo fragmentario, lo que ocurre en cada página de Weil es la copresencia de dominios o áreas distintos. Es difícil desglosar asuntos tan profundos en apartados que muestren todo lo que su pensamiento tocaba —a la vez— pues mientras procesaba y dilucidaba, había dicho unas cuantas cosas que lo cambian todo y nos acercan quizás al presentimiento del bien puro y de la verdadera justicia. Bien que solo podríamos recibir deseándolo y en una espera adecuada y compartida de ese bien común, de ese amor que se expresa como atención máxima hacia el mundo. Lo único que nos habilita para saber “leer” en cada situación ante qué estamos y así descifrar cuál es nuestra acción justa a cada instante, es el cultivo de una extrema atención. Weil lo expresa interrogativamente en sus escritos de Londres: “tal y como somos, ¿seguro que estamos en nuestro lugar en el terreno de la justicia?” (2000f, 50).
La mayor prescripción weiliana, su imperativo categórico, no es otra cosa que la posibilidad constante de no hacer uso de la fuerza ciega que efectivamente esté a nuestro alcance: esta renuncia es la que se hallaría más cercana a la pureza de la mirada que contempla lo divino exento de poder. Este Dios solo podría preservar del mal a la parte eterna de un alma que hubiera entrado en un contacto real y directo con la pureza impersonal.
Si bien Weil afirma que la Sabiduría eterna no abandona completamente cada alma al azar de las circunstancias, o al querer de los hombres sin más, “para cualquiera que no haya recibido la gracia del contacto real” (2000g, 37) se hace necesario que sean los propios hombres, mediante una verdadera política, los que velen para que no se les haga daño a los seres humanos, pues “Del mismo modo que son capaces de transmitirse el bien unos a otros, también tienen el poder de transmitirse el mal” (2000h, 37). Lo sobrenatural, lo divino, no puede ejercer esta tarea protectora del mal infligido entre los hombres, ni preservar del malheur causado en gran parte por el mismo ser humano y sus determinismos sociales. Ya afirmaba en su primera gran obra de 1934, que la fuerza se traduce en que “La historia humana sea la historia de la esclavitud que hace […] tanto de los opresores como de los oprimidos, el simple juguete de los instrumentos de dominación que ellos mismos han fabricado; rebaja así a la humanidad viva a ser un objeto de materia inerte” (2015, 52). Entonces es la fuerza humana la que somete, la que frena u obliga y el poder divino habría creado el cosmos pero se ha decreado, ha abdicado de su poder una vez que hubiera dotado a cada cosa de una esencia que le hace ser lo que es. Pero lo divino no preserva de la desventura. Y el atributo de la fuerza es ajeno al Dios oculto, que reside en lo secreto, el Dios sin poder como Weil parece concebirlo. A nuestro alcance sí está el ejercer la facultad de amar la belleza, ese gran metaxy, intermedio e intermediario —planteado por Platón—, es más, Weil llega a afirmar que la desatención a la belleza es un crimen de ingratitud que debería ser castigado, como asimismo el negarse a ejercer la facultad de recibir luz que todo ser humano posee, constituye ésta una de las mayores faltas que podamos cometer. Pareciera que más que poner nuestros esfuerzos en un cielo fijo de valores, quizá cabría atender a las aspiraciones compartidas de los que no solo piensan separados, sino que lo hacen desde el umbral. Es más: de los que no rechazan ejercer el amor sobrenatural, que aceptan decrecer en plena lucidez. “La philosophie est éternelle comme l’art” (1994d, 175), ‘la filosofía es eterna como el arte’. A su ejercicio le toca hacer brotar sentidos, transponer nuestras semánticas para transformar lo que leemos en el mundo y así modificarlo para que sea más justo y más hospitalario, que es la palabra que emplea en su penetrante artículo, compuesto entre 1938 y 1939, “La Ilíada o el poema de la fuerza” (2007c, 304). No olvidemos que, en otro lugar, resume muy brevemente la leyenda del Graal, diciendo: no accederás al Santo Grial si antes no preguntas por su dolor, al rey paralítico que lo custodia.
Lo sagrado o lo impersonal, más que impronunciable vendría a ser, en palabras de Blanchot, “puro nombre que no nombra, sino que, más bien, queda siempre por nombrar” (1994, 79). Quizás en ese posible camino de vuelta de las atopías impersonales, a la conciencia personal, será que “el amor sobrenatural, lejos de anonadar la razón o la inteligencia, pasaría a ser su generador” (2009b, 53). Es decir, en un regreso de lo impersonal a la vida personal otra vez, pero en un nivel más elevado, el alma ha podido ejercer su aptitud para experimentar el misterio de lo sagrado —esa belleza “con color de eternidad” (2000i, 122) que seguirá estando por nombrar pero que el ser humano merece experimentar—. Y en el ejercicio del amor sobrenatural podrían seguir manifestándose destellos, aperturas iluminantes, en medio del paisaje umbroso en el que estamos inmersos, y donde cabe sostener el deseo de que sigan permeándose, sin agotar el misterio impersonal del que proceden.
Bibliografia
Nota previa sobre la forma de citar a Simone Weil: cuando se citan textos traducidos al castellano se hace desde ellos, con la referencia específica a la edición crítica de las Oeuvres Complètes de Gallimard, las cuales desde 1988 hasta el presente, se están publicando. En los casos en que no existe edición traducida, se cita directamente desde OC, con traducción propia. En los casos en que no consta referencia a OC es porque aún no se ha editado el texto citado y se da solo y directamente la referencia castellana.
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Notas
1 Se trata de la tercera y última de las traducciones de Weil a esta cita.
2 El vocablo “impolítico” remite a Thomas Mann, revisitado por Roberto Esposito en su Prefacio e Introducción “De lo impolítico” (2006, pp. 7-27 y pp. 29-43), donde se expone una inflexión en la semántica del término que, aproximándose a lo impersonal de Weil, constituye la afirmación de lo impolítico como dimensión distinta a lo “no político” o a lo “antipolítico”. De esta forma lo impolítico no sería la negación de lo político, del mismo modo que lo impersonal no constituye la negación de la persona. Por otra parte, “impolítico” también remite a Massimo Cacciari (1994, pp. 63-79), texto en el que tematiza una posible impoliticidad del espíritu.