Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 86 (2022), pp. 149-162
ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)
http://dx.doi.org/10.6018/daimon.425171
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Pierre Bayle y la imposibilidad del debate racional
sobre el mal
Pierre Bayle and the impossibility of a rational debate on evil
Resumen: En ese artículo, sugerimos que el debate sobre la teodicea bayleana tiene por finalidad evidenciar el uso ilegítimo que se hace de la filosofía al aplicarla a la controversia religiosa. La polémica sobre el mal no supone una disputa entre la razón en sentido absoluto y la religión, sino que compromete el uso de la razón en la revelación, de modo exclusivo Por esa razón, como veremos, el filósofo de Rotterdam no limita su crítica a la teología calvinista de su tiempo, sino que la dirige al mismo corazón de la teología cristiana: la obra de Agustin de Hipona.
Palabras clave: Pierre Bayle, teodicea, libertad, teología, mal, razón
Abstract: I claim that Bayle engaged with theodicy in order to show how philosophy was misused in religious matters. For Bayle, the debate on evil does not oppose dichotomically reason and religion, it just requires that the participants deal with revealed truths using reason alone. In this regard, Bayle does not only criticize the Calvinist theologians of his time, but also the very source of Christian theology, Augustine of Hippo.
Key words: Pierre Bayle, theodicy, free will, theology, evil, reason
Recibido: 28/04/2020. Aceptado: 23/06/2020.
* Marta García-Alonso. Profesora titular. Departamento de Filosofía Moral y Política, UNED (mgalonso@fsof.uned.es). Líneas de investigación: Historia de las ideas. Teología política. Reforma francesa. Historia de la laicidad. Fuentes del pensamiento político moderno: Calvino, La Boétie, Bayle. Publicaciones recientes: “La tolerancia política en Pierre Bayle: pluralismo confesional, resistencia política y soberanía” Pensamiento 77 (2021), pp. 265-282; “Calvin’s political theology in context”, Intellectual History Review 31 (2021), pp. 541-61.
Introducción
En la respuesta bayleana al problema de la teodicea1, autores como Elisabeth Labrousse (Labrousse 1964) o Richard Popkin (Popkin 2003) han visto una absoluta comunidad de Bayle con la tradición reformada que le vio nacer; otros, como Michael Hickson (Hickson 2016), puntualizan que el abandono de la razón es una conclusión a posteriori a la que conduce la filosofía tras el análisis del mal, no una toma de partido a priori, como parece desprenderse de la interpretación fideísta. Ciertamente, las lecturas que se han dado sobre Bayle son múltiples y, como señala Thomas Lennon, todas tienen algún grado de plausabilidad, lo que es buen indicador de la complejidad que su interpretación filosófica implica para los especialistas (Lennon 1999, 12-41). Con esto a la vista, lo único que podemos pretender es ofrecer conclusiones tentativas. En ese sentido, sugerimos que el debate sobre la teodicea bayleana tiene por finalidad hacer patente el uso ilegítimo que se hace de la filosofía al aplicarla al debate religioso, y no la puesta en duda de las posibilidades de la filosofía o la racionalidad en sentido absoluto, como puede pensarse. Por esa razón, como veremos, el filósofo de Rotterdam no limita su crítica a la teología calvinista de su tiempo, sino que la dirige al mismo corazón de la teología cristiana: la obra de Agustin de Hipona.
Agustín de Hipona fue la fuente principal de Occidente sobre el maniqueismo hasta fecha tan reciente como 1929, momento en que se descubren unos papiros escritos en copto que contienen las Cartas de Mani, el Libro de los Salmos y Los capítulos (kephalaia) de la sabiduría de mi Señor Mani, entre otros textos (Van Gaans 2013; Coyle 2001). Como es sabido, formó parte durante un tiempo de la secta maniquea, a cuyos miembros siempre consideró correligionarios, es decir, cristianos, algo que Bayle también asume al llamarlos siempre heréticos, nunca paganos (van Oort 2013).2 El emanatismo maniqueo fue uno de los objetivos fundamentales del santo de Hipona, al que responde con la que será una de las tesis defendidas por la teología ortodoxa cristiana desde entonces: solo el bien es obra del creador, quien no engendra el mundo a partir de sí mismo (emanando de su esencia) sino creándolo desde la nada, ex nihilo (Vannier 2001). Esa diferencia ontológica entre creador y criatura le permite a Agustin defender que el mal es originado en la voluntad humana y no en la divinidad. Ahora bien, como la criatura no puede crear (ser causa) en sentido estricto —solo hay un creador, ergo una única causa—, el mal se define en sentido negativo, como una privación, no teniendo existencia por sí mismo.3 Dicha privación del bien (el mal) se explica como corrupción de la voluntad que, a su vez, tiene su raíz en el pecado original que se hereda de Adan y su mal uso del libre arbitrio, que emplea para desobedecer los mandatos divinos. Siguiendo la teología agustiniana, la desaparición del mal se explicará mediante la función salvífica de Cristo. Creación, libre arbitrio, pecado original y Redención son conceptos que están completamente ligados y que se articulan teológicamente para dar explicación de la existencia del mal en el mundo.
La respuesta a cómo articular el dogma de la creación divina con la presencia del mal en el mundo pasa, por tanto, por articular principios ontológicos y antropológicos a través de una complicada dogmática, que no siempre escapa a la contradicción. Pierre Bayle pondrá en jaque dicha construcción teológica —la explicación racional de los datos de la revelación— en los artículos Manichéens, Pauliciens y Marcionites del Dictionnaire Historique et Critique. Textos que serán objeto de aclaraciones y ampliaciones en siguientes ediciones, las últimas recopiladas como Eclaircissements.4 Asimismo, el problema del mal será tratado en la Réponse aux question d’un Provincial, debate que será retomado y desarrollado en su obra Entretiens de Maxime et de Thémiste, publicada de manera póstuma en 1707, en respuesta a las tesis de Jean Le Clerc e Isaac Jaquelot, representantes de la teología racional de su tiempo. Bayle someterá a esta teología a una crítica tan despiadada que la filosofía posterior tendrá enormes dificultades para rebatirle (Rodrigo 1995).
1. La teología natural ante el problema del mal
El Dictionnaire trata el problema del mal en tres artículos fundamentales: Manichéens, Marcionites y Pauliciens (DHC Prudence F n. 48.). Los tres constituyen expresiones diferentes del mismo problema. Bayle mismo señala que Pauliciens no es sino el nombre que reciben los maniqueos en Armenia. No obstante, Bayle hace una aclaración importante en relación a los maniqueos: no son el origen de la teología oriental de los dos principios sino solo una forma que esta puede adoptar (DHC Manichéens D). De ahí que en el artículo de Manichéens, Bayle comience el debate del problema del mal con la discusión entre los filósofos Meliso de Samos y Zoroastro.
Si bien los primeros argumentos que leemos en sus textos son ontológicos, Bayle pronto deriva la discusión hacia la moral. Efectivamente, hay que analizar cuál de los dos sistemas —dualista o monista— ofrece la mejor explicación del mal en el mundo pero, según Bayle, un sistema filosófico prueba su fuerza y su verdad no solo en su articulación lógico-abstracta, sino en su capacidad de dar razón de la experiencia (DHC, Manichéens D). Su argumento se desarrolla como sigue. Si se acepta que el hombre es creado a partir de un principio soberanamente bueno, santo y poderoso, pregunta el dualista Zoroastro cómo se explicaría la presencia del mal físico (la enfermedad, el frío, el dolor) o moral (el crimen) en el mundo. El monista Meliso responde que el hombre fue creado bueno pero que se convirtió en perverso por no seguir la luz de su conciencia, por lo que se hizo merecedor del castigo divino y, con ello, tuvo lugar la aparición del mal. Dios, por lo tanto, no es la causa del mal, sino causa de su castigo. Pero, como Bayle señala, Zoroastro no se quedaría satisfecho con dicha respuesta, sino que respondería que la misma inclinación al mal ha de ser explicada, puesto que tal defecto humano no puede justificarse apelando al principio único del bien. Si el hombre es una criatura cuya existencia depende de un creador, no puede por sí mismo ser la causa de introducción de ninguna otra cosa. Si el libre arbitrio existe por acción de Dios, y si Dios previó que el hombre se serviría de su libre arbitrio para pecar, bien podría haberlo impedido. No hay nada en la lógica del argumento causal que impida pensar que Dios podría haber eliminado toda traza de inclinación al mal del alma de sus criaturas. Su bondad y omnipotencia quedarían ambas perfectamente articuladas y explicadas sin la presencia del mal y el pecado en el mundo, según Bayle. En la Reponse aux questions d’un Provincial insiste en la misma tesis. El debate teológico que intenta articular el libre arbitrio con la idea de Dios como principio único termina siempre con una aporía: afirmando al tiempo que Dios es y no es causa de todas las cosas. En efecto, si se afirma que Dios es causa del mal (RQP II, CXLI, OD III, 789), sus atributos (omnipotencia, bondad, justicia) quedarían en entredicho y, con ello, toda la dogmática que hace de Él un ser justo y omnipotente al mismo tiempo (RQP II, CXLV, OD III, 846); si consideramos que el mal no se origina de ningún modo en la divinidad, dicha afirmación nos llevaría a concluir es que hay una causa ajena al propio Dios que figura a su lado como fundamento ontológico del mundo, con lo que se sería difícil no caer en brazos del dualismo metafísico, incompatible con la doctrina cristiana. Planteado en términos metafísicos, la discusión entre dualismo y monismo no es demasiado relevante pero al vincularse a la revelación, hace implosionar el edificio de la dogmática cristiana. Y es que la discusión no afecta únicamente a la definición de Dios —la teología natural—, sino que impacta en el núcleo de la teología moral, ya que el cristianismo situa el problema del mal en la fundamentación de la moral, al defender que no es posible la virtud sin el pecado.
¿Cómo explicar entonces la existencia de acciones perversas en el marco de una teología monoteísta? El mal necesita una causa explicativa, pues es tan real como el bien, no es una mera privación, algo que Bayle concede a Zoroastro contra Agustín (DHC Manichéens D, n. 53). Algunos teólogos señalan que, así como los epicúreos mantienen que el placer y el dolor no pueden ser entendidos de modo aislado –uno es necesario para la existencia del Otro–, así el bien y el mal son conceptos mutuamente necesarios. Pero esto implicaría afirmar que Dios necesita el mal para producir la virtud, dice Bayle, una hipótesis que no solo niega la experiencia de que exista un placer indefinido o un dolor crónico, dice, sino que pone en peligro los datos de la revelación: la descripción del Paraíso (el bien es eterno), del infierno (donde el mal es eterno), o de la naturaleza misma de los ángeles (DHC Pauliciens E). Ahora bien, igual que carece de sentido defender que el ser humano no pudo ser creado sin pecado, carece de sentido decir que no pudo ser creado sin libre arbitrio y, al tiempo, afirmar que Dios no es responsable de su uso. Cicerón, dice Bayle, defendía que la naturaleza del don dado no pone en evidencia la voluntad o intención del dador —el hecho de que se haga buen o mal uso del don no demuestra intenciones amistosas o maliciosas por parte del dador—, ahora bien, si la razón da muestra de ser origen de todos los males, mal podemos decir que sea un buen atributo.5 Bayle traduce la sentencia del jurista romano a términos teológicos y señala que es fácil entender que si el primer hombre dotado de libre arbitrio (Adán) condujo a la ruina del género humano, a la condena eterna de la mayoría de sus descendientes y a la introducción del diluvio, no puede describirse como buena dicha libertad. A la vista de las consecuencias, podríamos haber prescindido de ella. Que el libre arbitrio se defina mediante una doble naturaleza —bueno por su origen de don divino y malo por sus consecuencias—, no soluciona el problema de su causa. Al fin y al cabo, la tolerancia del mal se comprende mejor como un acto de crueldad que como un acto de bondad (DHC Pauliciens M).
Por lo tanto, según Bayle, el castigo de Adán constituye un buen argumento contra la omnipotencia y bondad divina (RQP II, LXXXI, OD III 661-3). Aceptar que Dios se sirve del mal para hacer el bien sería tanto como aceptar que el fin justifica cualquier medio y hacer de Dios la causa del mal. Al fin y al cabo, es lo mismo producir un efecto por sí mismo que producirlo por mediación de otro:
Sabemos bien por experiencia que el pecado es real. Así que, si todo lo que es posible debe formar parte del conjunto universal de cosas, el mal moral ha sido tan necesario como el mal físico. Es pues falso que las criaturas hayan gozado nunca de tal libertad que les diera plenos poderes para hacer una buena o mala elección. Que terminaran eligiendo mal fue un destino inevitable. Dios habría sido en ese caso autor del pecado, al menos en calidad de causa remota, pues habría creado almas que debían pecar necesariamente. Ahora bien, es una y la misma cosa ocasionar el pecado por sí mismo que ocasionarlo mediante causa interpuesta (RQP II, LXXXIX, OD IIII 675).6
En su artículo Pauliciens, Bayle señala que los cuatro caminos principales para articular la libertad humana y los atributos divinos recogidos por la teología cristiana de su tiempo (calvinistas, jansenistas, tomistas y molinistas), indican perfectamente a qué se oponen unos y otros, sin resolver el problema de fondo: la propuesta de los calvinistas es contraria al Concilio de Trento; la de los jansenistas a las Decretales papales; los tomistas terminan enfrentándose a la razón; y los molinistas señalan una solución contraria a las enseñanzas de San Pablo (DHC Pauliciens N). Para Bayle, tampoco los Padres de la Iglesia salen mejor parados en su respuesta al problema, con excepción de Agustín. En el artículo Marcionites señala que ni san Basilio, ni el resto de los Padres de la Iglesia tenían una enseñanza clara sobre la relación entre libre albedrío y Gracia, pues consideraban que el pecado debía estar indisolublemente ligado al libre albedrío. Pero, según Bayle, el libre arbitrio tampoco es imprescindible para explicar que la inclinación del ser humano a amar Dios sea voluntaria (DHC Pauliciens E). Es incomprensible, dice, que ni los Padres de la Iglesia, ni sus adversarios hayan advertido que la insistencia en vincular el mal al libre arbitrio es la gran falla del sistema cristiano. Cierto que esas discusiones no tuvieron la importancia que luego alcanzarían en los siglos XVI-XVII, en la discusión de la Gracia y la libertad humana [se refiere a las disputas de Auxiliis y al Sínodo de Dordrecht sin citarlos]. Pero para el filósofo de Rotterdam, el orden en el que Dios prevé el pecado y lo decreta carece de relevancia puesto que el resultado es siempre el mismo: infralapsarios o supralapsarios (RQP II, CLII, OD III 814), el verdadero problema es la existencia misma del pecado, no el orden en el que aparece en el mundo (RQP II, XLVII, OD III 804).
En su discusión con Leclerc y Jaquelot en los Entretiens de Maxime et Thémiste, Bayle recorre los mismos argumentos, los amplía y ofrece nuevas críticas pero el resultado permanece inalterable: los teólogos protestantes no consiguen resolver las contradicciones de la teología cristiana.7 Cierto que Bayle señala que Descartes hubiera podido responder mejor que los Padres de la Iglesia a los inconvenientes de los maniqueos, pero la razón es simple: como filósofo, no estaba sometido a las exigencias de la revelación (DHC Marcionites F )8, como sí ocurre con los teólogos, por muy cartesianos que sean. Por esa misma razón, los paganos saldrían mejor parados en este debate ya que, al fin y al cabo, su religión pública aceptaba que los dioses tuvieran pasiones, admitían que tomaran partido atacando o favoreciendo diferentes facciones, lo que les permitía explicar la historia y la presencia del crimen en el mundo sin problemas (DHC Pauliciens G ). Pero cuando introducimos el dogma cristiano del pecado original, todas las hipótesis que los cristianos han elaborado para explicarlo son racionalmente débiles (DHC Pauliciens F, n. 44). Es, dice Bayle, como si Marcion y el resto de los sectarios supieran que ese era el punto débil de los ortodoxos (DHC Marcionites F). De hecho, fueron los herejes maniqueos los que mejor acomodaron la hipótesis del mal con la de Dios (DHC Pauliciens E). Por tanto, al margen de la filosofía que se use para dar cuenta de la creación —platónica, aristotélica o cartesiana—, la teología natural retuerce la razón al infinito, con el fin de disculpar a Dios y cerrar las puertas al ateísmo9:
¿Para qué tantas conjeturas? ¿Cuál fue la orden, cual la norma en tantas y tantas discusiones? Fue la necesidad de disculpar a Dios. Se comprendió claramente que toda la religión estaba en juego y que si se atrevían a enseñar que él [Dios] es el autor del pecado, se conduciría necesariamente a los hombres al ateísmo (DHC Pauliciens I).
La salida a la articulación del creacionismo con el problema del mal que Bayle señala en estos artículos del Dictionnaire es la apelación a la fe, al silencio de la filosofía, a la incomprensibilidad de los datos de la revelación ((DHC Pauliciens F). 10 La razón no admite compromisos. Si se pone en marcha, los resultados son corrosivos para la divinidad; si se rechaza su uso en cuestiones religiosas, se renuncia al discurso teológico.11 Bayle afirma, por tanto, que sólo se pueden evitar las aporías del método filosófico si se renuncia desde el principio a la teología natural, es decir, se evita definir a dios de modo filosófico. Una afirmación que había mantenido años antes de publicar el Dictionnaire o los Entretiens.12
2. El problema de la exégesis
Si la teología natural no es la salida al dilema, ¿podría serlo la apelación al Evangelio? Calvino mantenía que era una pérdida de tiempo querer conocer a Dios a través del análisis de sus atributos o de su causalidad pero sí aceptaba su conocimiento a través de la Biblia.13 Contra la tradición escolástica defendía que Dios era al tiempo un Dios vivo y absconditus, al que resultaba imposible conocer a través de la razón pero al que se podía acceder a través de su Palabra (Calvino, IRC, I, 13, 21), puesto que lo que importaba no era el conocimiento abstracto o filosófico de la divinidad, sino su voluntad (Calvino, IRC III, 2, 6). Y es que, para el reformador francés, al conocimiento de Dios no se accede a través de la razón, sino de la fe (Calvino, IRC II, 2, 18). Por eso, tras el pecado, la Escritura es la única forma que tenemos de acceder a esa voluntad divina, cuya comprensión no es posible sin la fe, sin la acción del Espíritu en el ser humano (Calvino, IRC II, 2, 20). Calvino es firme en su convicción de que, tras la caída, la razón ni tan siquiera puede pretender aceptar por sí sola lo que el Evangelio le muestra como evidente en sí mismo (Calvino, Com. Hebr. 8, 10: CO 55, 102-104).14
Como vemos, la hermenéutica bíblica es la solución propuesta por Calvino para alcanzar el conocimiento de Dios.15 ¿Fue aceptada por Bayle? En un principio podría pensarse que así es, pues en el Dictionnaire señala en numerosas ocasiones que cuando hablamos de la Revelación hay que silenciar la filosofía y ponernos en manos del Evangelio (DHC Pauliciens F ). Sin embargo, según Bayle, la exégesis añade dos problemas esenciales a este debate puesto que para aceptarla como guía ha de decidirse quien es su intérprete y cuáles las reglas que nos permiten descifrar sus textos. La respuesta a estas preguntas varía enormemente, de ahí que se obtengan diferentes dogmáticas según se apliquen unas u otras (CP II, I, OD II 396), lo que ha provocado un auténtico caos y conflicto en el seno del cristianismo durante siglos (CP II, VII, OD II 421). Sin ir más lejos, la Eucaristía es motivo de conflicto no solo entre católicos y protestantes sino entre los propios protestantes. Se disputa sobre si la frase “este es mi cuerpo” de Jesucristo ha de ser leía en sentido literal o figurado (CP II, X, OD II 438); lo mismo ocurre con el dogma trinitario (CP II, VII, OD II 421). Un conflicto, aclara Bayle, que no afecta a los fieles pues ni conocen ni se interesan por estos debates teológicos (DHC Socin H).
Por esa razón, dice Bayle, la Escritura no puede ser referente de la verdad revelada ni por su oscuridad, ni por el tipo de certezas que procura (EMT II, 21, OD IV, 72). La persuasión, la confianza en la fuente es mucho más relevante en lo que creemos ser verdad que la articulación lógica del argumento teológico. Por eso, las verdades religiosas deben ser descritas como relativas o putativas (NLGC XXII, OD II 334). Por eso, la fe no ofrece más asidero racional que la convicción del creyente en que su conciencia le muestra la verdad (CP II, X, OD II 442-43). Los fieles aceptan ciertas creencias por resultarles convincentes, no en función de que su objetividad pueda ser probada. En ese sentido, dice Bayle, la certeza subjetiva que sustenta la creencia religiosa es tan poco objetiva como el gusto (CP II, X, OD II, 441). Según esto, resulta muy difícil distinguir entre ortodoxia y heterodoxia y, por esa misma razón, la teología hermenéutica pierde su sentido.
3. La imposibilidad de articular racionalmente la fe
Hasta ahora, hemos expuesto la crítica que Bayle hace a la teología cristiana y hemos descartado que haya podido adoptar la solución protestante de la autoridad de la Escritura para explicar el mal. ¿Tiene Bayle alguna propuesta constructiva que hacer o su tarea es meramente la de deconstruir la propuesta cristiana? Intentemos una reconstrucción aproximativa de su respuesta: respuesta que pase por su doctrina de la conciencia errónea invencible.16
El problema de la conciencia errónea se podría simplificar al extremo como sigue: puesto que actuar en función de la duda es pecado, en caso de que exista alguna incertidumbre sobre los mandatos divinos ¿el fiel ha de seguir la ley o ejercer el libre arbitrio? Para Agustín, no había duda: el pecado es un hecho, dicho o deseo contra la ley.17 Bayle le dará la vuelta defendiendo que la ley no es accesible tan fácilmente como pensaba Agustín, como evidencian las disputas sobre la hermenéutica bíblica, de modo que solo siguiendo lo que la conciencia reconoce como verdad puede uno comportarse moralmente; de otro modo, sería imposible un sólo acto virtuoso (CP II, X, OD II 437). A lo que Dios obliga es a respetar la verdad que conocemos. No podemos actuar en función de algo desconocido, ni tampoco podemos dejar de actuar conforme a lo que creemos. En ese sentido, no hay forma distinguir entre error y verdad cuando la conciencia te hace creer en algo como cierto (NLCG I, Lettre IX, OD II 2I9). Por esa razón resulta tan esencial la persuasión (CG II, XX, OD II 86). Por ello, la tendencia natural del libre albedrío no es hacia el mal, como señala Agustín, sino a elegir la verdad. Nadie elige de buena fe el error o la mentira (NLCG I, Lettre IX, OD II 222). El problema es el estatuto de dicha verdad, si es absoluta, relativa o subjetiva. Y ya hemos visto que la verdad religiosa es subjetiva, nada diferente a una mera cuestión de gusto. Y es que solo podemos conocer aquello que resulta cierto para nosotros, una vez filtrado por las pasiones, la costumbre y la educación.18 Es decir, podemos creer como cierto algo que es un error porque nuestra constitución epistémica no nos permite ir más allá de este conocimiento mediado por pasiones y sesgos. Y, además de universales, estos límites psicológico-epistemológicos son irrebasables, no es posible eliminarlos. La consecuencia de esta afirmación es enorme pues desde esas bases, no hay necesidad alguna de recurrir al pecado original para explicar el mal moral:
En absoluto son dos impresiones o movimientos diferentes en nuestra naturaleza aquello que nos lleva a la verdad y aquello que nos dirige al error. [Este último] no es más que el primer desvío del camino, conducido hacia otra dirección por el encuentro de otro cuerpo reflexivo, como la educación y la pedagogía de algún maestro. No vayamos a recurrir aquí a la mancha del pecado original o a no sé qué corrupción de la voluntad. ¿Acaso es eso lo que nos hace nacer en la casa de un herético o un impío más que en la de un hijo de Dios? (Supplement XVI OD II 527)
De ese modo, el error ocupa el lugar que había ocupado el pecado original pero, a diferencia de este, no hay redención que lo elimine.19 Por esa razón, Bayle señala que la obligación de seguir nuestra conciencia en relación a la creencia religiosa debe ser formal y no depender del contenido material (CP I, V, OD II 379). De lo contrario, Dios habría hecho la ley imposible de cumplir (CP II, X, OD II 437). En la Addition aux pensées diverses sur les comètes, insistirá en las mismas tesis.20 No se trata, por tanto, de que todo el que siga su conciencia esté libre de pecado, pero no podemos condenar a quienes se guían por un error invencible21, como señalan con acierto los jesuitas que defienden que la ignorancia invencible no es pecado, sea de hecho o de derecho (APD V, OD III 180). Es aquí donde el filósofo de Rotterdam lleva las tesis de la conciencia errónea más lejos que sus correligionarios, al afirmar que se han de seguir los dictámenes de la conciencia, sean estos los que sean, siempre que uno sea sincero y esté convencido de su verdad. Por esa razón, no estamos de acuerdo con Labrousse cuando señala que se trata de una extensión de las tesis clásicas calvinistas (Labrousse 1964, p. 600), por cuanto Bayle traslada el debate desde el contenido de la ley a la intención con la que ésta se practica. Y, en este contexto, el recurso calviniano a la inspiración del Espíritu Santo desaparece por completo:
De lo que concluyo que la ignorancia de buena fe disculpa en los casos más criminales, como el robo o adulterio, y que en todo exonera, de manera que un herético de buena fe, un infiel de buena fe no será castigado por Dios más que por las malas acciones que haya cometido, creyendo que eran buenas. En cuanto a aquellas que haya hecho en conciencia, es decir, según una conciencia que él mismo no haya cegado de modo malicioso, no podría convencerme de que sean un crimen (CP II, X, OD II 442).
Por tanto, la doctrina de la conciencia errónea y el error invencible constituyen la respuesta filosófica de Bayle al problema del mal, al menos en parte. Recordemos que Agustín define el pecado como un mal empleo del libre albedrío22, pues el uso de la libertad no implica el poder elegir entre una cosa y su contraria, sino que solo hay libertad cuando se obra acorde al bien.23 A su vez, Calvino había descrito el pecado original como una falta de desobediencia a la Palabra de Dios y sus mandatos que, tras la caída, conocemos únicamente a través de la Escritura (IRC II, I, 4). La propuesta de Bayle será desvincular el pecado y el error y definiendo éste en términos epistémicos, no morales, como hace Agustín: la ley es incomprensible porque nuestras facultades no nos permiten acceder a ella (prejuicios, contexto, educación…). A continuación, vinculará el acto de obediencia a la conciencia subjetiva del fiel, rechazando tanto ligarla a la ley objetiva (inalcanzable por la conciencia tras el pecado), como a la hermenéutica Bíblica, como había propuesto Calvino. A partir de ahora, lo que importa es la sinceridad —la buena fe con la que se cree—. Carece, por tanto, de sentido hablar de la ley divina en términos objetivos. Y puesto que resulta imposible discutir sobre la sinceridad de la creencia, debemos aceptarla por principio: “¿Quien puede hablar sobre lo que pasa en el corazón de cada uno de nosotros?” (RQP II OD III, 1015).
4. Herejía, mediación eclesial y tolerancia
Como hemos visto, la discusión sobre la existencia del mal afecta a uno de los dogmas fundamentales del cristianismo, el dogma del pecado original. Pero no es el único y los teólogos con los que Bayle discute, lo sabían bien. La existencia del mal se vincula también al dogma por excelencia del cristianismo, la Redención, máximo ejemplo de la misericordia divina. En ese sentido, el filósofo de Rotterdam opina que para que se manifieste la justicia de Dios no es necesario defender la perversión del hombre, ya que todo el mundo sabe que es mejor no permitir que un asesino mate a nadie, que castigarle después de que haya cometido los crímenes. Del mismo modo, sería absurdo decir que Dios hace leyes contra el crimen y él mismo las infringe para tener el pretexto de castigar a quienes las incumplen (DHC Pauliciens I). Por esa razón, podríamos decir que no es necesario el pecado para explicar la misericordia divina:
Pero, se diréis, los caminos de Dios no son los nuestros. Ateneos a ello, pues; se trata de un texto de la Escritura, no intentéis razonar más allá. No vengáis a decirnos que, sin la caída del primer hombre, la justicia y la misericordia de Dios habrían permanecido ignoradas (DHC, Pauliciens E).
No obstante, para San Agustín, decir que el hombre es libre y carece de capacidad de pecar, implicaría aceptar que el ser humano podría merecer la salvación sin necesidad de apelar a la Gracia, como habían defendido los pelagianos. Esa afirmación implica eliminar la necesidad de Cristo como Salvador y Redentor. Únicamente aceptando que todos somos pecadores —pues todos heredamos el pecado original introducido por Adán en el mundo—, puede comprenderse el sentido del sacrificio de Cristo.24 La Redención necesita la naturaleza corrompida, natura vitiata, como correlato indispensable. En el mismo sentido, Para Tomás de Aquino, ningún hombre puede merecer la vida eterna mientras no sea se elimine el pecado, lo cual es exclusivamente obra de la gracia. 25 Las consecuencias eclesiológicas de esta vinculación entre pecado y Redención son evidentes para un Bayle que las ha discutido en varias de sus obras y ha hecho de ese problema el eje de su doctrina de la libertad de conciencia.
Bayle recoge en la tercera parte de su Commentaire el debate de Agustín contra los donatistas —la necesidad de la Iglesia en la mediación de la administración de la salvación a través del bautismo—. En efecto, es bien sabido que la universalidad de la redención en San Agustín está ligada inevitablemente a la incorporación de los hombres en el seno del Cuerpo místico de Cristo, y dicha incorporación se lleva a cabo a través de la Iglesia por mediación del sacramento del bautismo.26 De ese modo, la inserción en la Iglesia será un paso necesario para la incorporación en la vida divina y por tanto en la salvación. Siguiendo a los Concilios de Capua (392) y de Cartago (397) y frente a las tesis donatistas, el obispo de Hipona insistirá en que solo la Iglesia católica es capaz de trasmitir esa gracia y eliminar el pecado original, convirtiendo, de ese modo, la pertenencia a la Iglesia en un paso insoslayable en la incorporación a la vida divina, al reino espiritual. El pecado universal es la razón de que la acción redentora deba ser también universal. Y en este proceso, se reivindica la necesidad de la Iglesia como mediadora: extra eclesiam nulla salus.27 Ciertamente, Agustín en ningún momento mantuvo que se pudiera imponer la fe, pero no es menos cierto que terminó aceptando la mediación del brazo secular en la evangelización. Para él, el proselitismo era un deber cristiano, puesto que de la pertenencia a la Iglesia dependía la salvación.28 Los gobernantes tienen la obligación de contener el mal, consecuencia del pecado, y para que la justicia civil sea auténticamente justa (cristiana) debe ser acorde a la ley divina, ya que el único pueblo verdadero es la Ciudad de Dios.29
También Calvino defendía la importancia del pecado original, entendiéndolo como una falta de desobediencia, como hemos visto (IRC II, I, 4). La desobediencia habría sumido al mundo en el caos, corrompiendo en el camino a nuestra especie. Y la única salida a tal situación, nuevamente, sólo podría obrarla Cristo con su sacrificio: si nuestra corrupción es total, sólo Él puede lograr una regeneración completa. A diferencia de Agustín, sin embargo, Calvino entendía que la redención no era universal, pues el decreto de la doble predestinación separaba entre elegidos y condenados ante praevisa merita (sin importar la conducta o el mérito del fiel). No obstante, lo que sí compartían era la necesidad de la mediación eclesial, pues solo en una iglesia verdadera se predica correctamente la Palabra divina. De hecho, Calvino comenzó en 1536 defendiendo que la potestad eclesial tenía únicamente funciones correctivas y preventivas pero poco después —en la edición de 1545— vemos cómo la potestad eclesial se amplía y pasa a constar de tres facultades: una primera doctrinal, cuyo fin es la elaboración de artículos de fe, así como la explicación de los principios contenidos en la Escritura; una segunda legislativa, que remitía a la facultad de darse leyes propias; y, por último, una tercera, judicial o penal. En base a esta última se crearía un Consistorio, con poder para juzgar el incumplimiento o la ofensa a las leyes cristianas; una institución eclesial capacitada para definir la verdad y perseguir la herejía. Tal vez esto nos de una pista de por qué algunos teólogos protestantes como Pierre Jurieu pensaban que la herejía era peor que el ateísmo, como denuncia Bayle. Y es que, una vez conocida la verdad —siempre transmitida por la que se considera la verdadera Iglesia—, desobedecerla es peor que oponerse a ella sin conocerla. La defensa práctica de estas ideas fue padecida por el propio Bayle cuando fue juzgado por el Consistorio valón, precisamente, a raíz de la publicación de sus artículos sobre el mal que estamos examinando.30
5. A modo de conclusión
Como hemos visto, la discusión sobre el mal afecta a la teología cristiana en su conjunto, pues la articulación filosófica entre los dogmas es estrechísima, de ahí que sea muy difícil tocar una pieza y pretender que no afecte al resto. Asimismo, aunque las diferencias eclesiológicas entre católicos y protestantes son evidentes, Bayle supo ver que lo que comparten es más fundamental que lo que las distingue. Por esa razón, su doctrina de la libertad de conciencia se construye en oposición a la teología y eclesiología cristiana en su conjunto, sin importar si es católica o protestante. En ese sentido, hemos visto que el filósofo de Rotterdam pone enormes trabas a la racionalización de la fe, a la teología cristiana, no a la filosofía en sentido amplio. Y ello porque los datos de la revelación, para Bayle, no se vuelven inteligibles racionalizándolos, no hay filosofía que pueda articular sin contradicción el monoteísmo y la existencia del mal en el mundo: ni la platónica asumida por Agustín, ni la aristotélica a la que apela Tomás de Aquino, ni la cartesiana de los protestantes racionalistas del XVII. Y tampoco es accesible la revelación en términos hermenéuticos, como pretendían Lutero o Calvino. Según esto, la crítica bayleana tiene una consecuencia inmediata y de enorme calado: si el cometido de la teología está destinado al fracaso, la función del teólogo se vuelve irrelevante. Desde aquí puede entenderse el enorme rechazo que supusieron sus tesis entre sus correligionarios.
Consideramos, por todo esto, que la puerta que el filósofo pretende cerrar definitivamente no es la de la creencia religiosa, como se ha mantenido al defender su tendencia fideísta, sino la de la teología, en tanto pretende ofrecer una explicación racional de la revelación. El objetivo de Bayle será el de disolver el sentido objetivo de la creencia religiosa, no suprimirla. Por esa razón, la discusión sobre el mal no implica la disputa entre la razón en sentido absoluto y la religión, sino que compromete el uso de la razón en la revelación de modo exclusivo. Es en este sentido que la discusión del mal, para Bayle, conlleva la aceptación de que la filosofía no es ancilla teologiae sino, más bien, su enterradora.
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Notas
1 Usamos el concepto teodicea anacrónicamente puesto que, como es sabido, fue acuñado por Leibniz en Ensayo de Teodicea. Acerca de la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal (1710).
2 El descubrimiento en 1970 en Egipto del Cologne Mani Codex, señala a Mani como un judeo-cristiano, no como a un dualista zoroastriano.
3 Agustin, De Genesi contra manichaeos I, 9, 15.
4 Los textos de Bayle se citan según la edición original electrónica de las obras completas publicadas por Garnier, que sigue la edición de las Oeuvres diverses de Mr Pierre Bayle, professeur en philosophie et en histoire à Rotterdam, La Haye, 1727–1731, 4 vols. Se citan usando las iniciales de la obra seguida del volumen en el que se encuentran en las Oeuvres diverses (OD) y la página. NLCG: Nouvelles lettres de l’auteur de la Critique générale de l’Histoire du Calvinisme (1685); CP: Commentaire philosophique sur ces paroles de Jésus-Christ: contrain-les d’entrer (1686); Supplément: Supplément au Commentaire Philosophique (1688); APD: Adition aux Pensées diverses sur les Cometes (1694); Réponse: Réponse aux question d’un Provincial (1703–1707); EMT: Entretiens de Maxime et Themisme (1707). El Dictionnaire Historique et Critique (DHC) se cita según la quinta edición publicada en 1740 por P. BRUNEL en Amsterdam, Leyde, the Hague, Utrecht; 4 vols. Una edición reciente de los Éclaircissements a cargo de Hubert Bost y Antony McKenna, Les Éclaircissements de Pierre Bayle, Honoré Champion, Paris, 2010. En español, contamos con algunas ediciones de los textos de Bayle: P. Lomba (ed), Pierre Bayle. Escritos sobre Spinoza y el spinozismo (2010), Barcelona, Trotta; Canal, J. A (ed), (2012), Pierre Bayle. Diccionario histórico y crítico (A-AFRO), vol ١º, Oviedo: KRK Ediciones; asimismo, Bahr. F. (ed.), (2010), Diccionario Histórico y Crítico. Buenos Aires: El cuenco de Plata; Colomer J. L. (ed.) (2006), Pierre Bayle, Comentario filosófico sobre las palabras de Jesucristo “oblígales a entrar”, Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
5 Bayle remite a Ciceron, De Natura Deorum, III, 28
6 Un argumento similar había usado Domingo Bañez en 1595 en su Apología contra las tesis de Molina: Bañez, D., (2002) Apología de los de los hermanos dominicos contra la Concordia de Luis de Molina, Oviedo: Biblioteca Filosofía en Español, p.169). La solución de Bañez ante el desafío había sido la de someter la razón a la fe, como el propio Bayle sostiene (RQP II, CLXI, OD IIII 835).
7 Ciertamente, los argumentos se refinan y multiplican, como puede verse en la introducción que Hickson hace a su edición inglesa de los EMT: Hickon, M. (2016), “Introduction” en M. Hickson (ed), Pierre Bayle. Dialogues of Maximus and Themistius, Leiden-Boston: Brill, pp. 1-102. Asimismo, Bahr, F. (2000), “Pierre Bayle contra los teólogos”, Cuadernos salmantinos de filosofía 27, pp. 75-94; Paganini G. (2008), “Bayle et les Théologies philosophiques de son temps” en W. van Bunge, H. Bots (eds), Pierre Bayle (1647-1706), Le Philosophe de Rotterdam: Philosophy, Religion and Reception, Leiden: Brill, pp. 103-120; Brogi, S. (2004) “Bayle, Le Clerc, et les ‘rationaux’” en A. McKenna y G. Paganini, G. (eds.), Pierre Bayle dans la République des Lettres: Philosophie, religion, critique, Paris: Honoré champion, pp. 211–230.
8 En el mismo sentido, el teólogo no tiene la misma libertad de expresión que el filósofo: DHC Charron O y Pomponace.
9 En el mismo sentido: McKenna A. (2002), “La norme et la transgression: Pierre Bayle et le socinianisme” en P. Dubois (ed), Normes et transgression au XVIIIe siècle, Paris, Presses Paris Sorbonne, pp.117-136.
10 Asimismo, DHC Marcionites F; DHC Pauliciens E y Pauliciens M y Manichéens D, entre otros.
11 En este mismo sentido, Mori, G. (2005), “Bayle et le socinianesimo” en M. Priarolo y E. Scribano (eds), Fausto Sozzini e la Filosofía en Europa, Sienna: Giaccheri, pp. 179-210.
12 Es una afirmación que venía de lejos, pues ya está presente en el Commentaire Philosophique: CP I, 1 OD II, 368
13 IRC I, 5, 10. IRC: Calvin, J. (1957-1963), Institution de la religion chrétienne edición crítica de J.D. Benoît, 5 vols, Paris: Vrin. CO: Calvin, J. (1863-1900: 2005).
14 Esta doctrina hace imposible una ética secular: García-Alonso, M. (2011), “Biblical Law as the source of morality in Calvin”, History of Political Thought 32, pp. 1-19.
15 Sobre la hermenéutica bíblica protestante en tiempos de Bayle: Laplanche, F. (1986), L’Écriture, le sacre et l’Histoire. Érudits et politiques protestants devant la Bible en France au XVIIe siècle, Amsterdam-Maarsen: APA-Holland University Press.
16 García-Alonso, M. (2015), “Creencia religiosa y conciencia errónea según Pierre Bayle”, Anuario Filosófico 48/2, pp. 35-56. Asimismo, Sobre el problema: Kilcullen, J. (1998), “Bayle on the rights of conscience”, Essays on Arnauld, Bayle, and Toleration, Oxford: Clarendon Press, pp. 54-105; McKenna, A. (2012) “Pierre Bayle: free thought and freedom of conscience”, Reformation and Renaissance Review 14/1, pp. 85-100; Laursen, J. C. (2001), “The necessity of conscience and the conscientious persecutor: The paradox of liberty and necessity in Bayle’s theory of toleration” en L. Simonutti (ed), Dal necessario al possibile: Determinismo e libertà nel pensiero anglo-holandese del XVII secolo, Milano: Angeli, pp. 211–228.
17 Agustín, Contra Faustum XXII, 27.
18 Labrousse, E. (1964), Pierre Bayle: Héterodoxie et Rigorisme, La Haya, Martinus Nijhof, pp. 60 y ss.
19 Una cosa son las consecuencias del error, que deben controlarse, y otra cosa el error mismo, que es inevitable. Sin embargo, en el caso del pecado solo se señala la imposibilidad de que el hombre haga el bien, pero supone que puede ser eliminado mediante la Gracia: Labrousse, E. (2003) “Bayle, ou l’augustinisme sans la grâce” en I. Delpla y Ph. Robert (eds), La raison corrosive: études sur la pensée critique de Pierre Bayle, Paris: Honoré Champion, pp. 19-25. p. 20.
20 El capítulo V lleva por título Réponse aux objections qui concernent les droits de la conscience erronée (APD §V, 179-180)
21 Efectivamente, la ignorancia vencible debe ser condenada: Todo aquel que no actúe según su religión, creyéndola verdadera, cometerá el crimen de haber despreciado la verdad. CP II, IV, OD II 406; APV VI, OD III 181.
22 Agustín, Contra Faustum XXII, 22.
23 Augustin, Ep. 105, 10.
24 Agustín, De natura et gratia 6,6. Asimismo, Tomás de Aquino, ST I-II, q.114 a.2.
25 Tomás de Aquino, ST I-II, 1997, q.114 a.2
26 San Agustín es quien vincula bautismo y redención de modo sistemático: Huftier, M. (1966), «Libre arbitre, liberté et péché chez saint Augustin», Recherches de Théologie ancienne et médiévale, 33, pp. 187-28. En el mismo sentido, Evers, A. (2012), “Augustine on the Church (Against the Donatists), en Mark Vessey (ed), A Companion to Augustine, Oxford: Blackwell, pp.375-85.
27 Formulado por San Cipriano de Cartago en el siglo III.
28 La crítica a esta afirmación conforma el núcleo de la doctrina de la tolerancia bayleana: García-Alonso, M. (2019), “Tolerance and religious pluralism in Bayle”, History of European Ideas 45/6, pp. 803-16.
29 Agustín, De civ. Dei V, 24, De civ. Dei XIX, 23, 5. Sobre este tema: Markus, R. (1989), Saeculum: History and Society in the Theology of Saint Augustine, Cambridge: Cambridge University Press. Asimismo, Dodaro R. (2004), Christ and the Just Society in the thought of Agustine, Cambridge: Cambridge University Press.
30 A los que se añadieron los artículos David y Pyrrhon. Sobre este asunto puede leerse, Bost H. y A. McKenna A., (2006), L’Affaire Bayle. La bataille entre Pierre Bayle et Pierre Jurieu devant le consistorire de l’Église wallonne de Rotterdam, Saint-Étienne: Publications de l’Institut Claude Longeon.