Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 86 (2022), pp. 69-83

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

http://dx.doi.org/10.6018/daimon.419441

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La libertad como mecanismo para la continuidad ontológica en Hans Jonas: un análisis de posibilidades

 

Freedom as the mechanism for an ontological continuity in Hans Jonas’ philosophy: analysis of possibilities

 

BERTRAN SALVADOR MATA*

 

Resumen: La fenomenología de la vida de Hans Jonas aúna su posición ontológica y ética. En ella, usa el concepto de libertad dialéctica como base fenomenológica para superar el dualismo cartesiano, estableciendo una continuidad ontológica entre los seres-vivos, resignificando la experiencia corpórea de la vida. El presente trabajo sugiere que esta interpretación termina por recaer en una historia metafísica de la libertad que encumbra ontológicamente al ser-humano. Para evitarlo, se propone un nuevo desarrollo de la libertad para alcanzar una alternativa ontológica que se funde en la consustancialidad de la experiencia corpórea y la consiguiente imposibilidad de una gradación ontológica.

Palabras clave: fenomenología de la vida, Jonas, libertad, liberta dialéctica, continuación ontológica.

Abstract: Hans Jonas’ phenomenology of life combines his ontological and ethical positions. The dialectal of freedom acts as the phenomenological basis to overtake the Cartesian dualism, while stablishing an ontological continuity among beings through the resignification of the body. This work suggests that this interpretation is a metaphysical history of freedom that eventually highlights the ontological role of the human-beings. To avoid that, a new development is suggested by using the jonasian interpretation of freedom to achieve an ontological alternative that is based on the consubstantiality of the corporeal experience and the consequent impossibility of an ontological gradation.

Keywords: phenomenology of life, Jonas, freedom, dialectical of freedom, ontological continuity.

 


Recibido: 21/03/2020. Aceptado: 16/05/2020.

* Universitat Pompeu Fabra, Departamento de Comunicación. Investigador del Grupo de Investigación en Comunicación Científica (GRECC). bertran.salvador@gmail.com Líneas de investigación activas: filosofía de la ciencia, demarcación de ciencia y pseudociencia y sociología de la ciencia; las crisis en la contemporaneidad y su gestión comunicativa; educación y sociedad de control.

 

 

El problema del dualismo recorre persistentemente la obra del pensador Hans Jonas, desde sus primeros estudios acerca de la gnosis tardoantigua hasta su filosofía biológica. Si en el primer caso el dualismo se ejemplificaba en un modo-de-ser del pensar gnóstico que se configuraba en la oposición pneuma-mundo, en su segunda etapa lo hacía en la contraposición de organismo y libertad, que a su juicio habían sido completamente separados por el pensar cartesiano: la consciencia subjetiva trascendente (res cogitans) quedó escindida de la materialidad del mundo (res extensa).

A partir del concepto de libertad, Jonas pretende trazar en su filosofía biológica una sutura ontológica, fundada en una ontología de tintes heideggerianos pero que se diferencia de este al revindicar el cuerpo y el organismo. Podría afirmarse que:

 

“Jonas’s philosophy does not start with a pure consciousness observing from the outside events in a mechanical world, but with a phenomenological study of our own being alive as the part of living nature with which we are best acquainted. Anthropomorphic categories such as freedom or purpose are therefore not to be purged from our view of the world but, on the contrary, they represent essential means for our understanding of life in general” (Trnka, 2015, 42).

 

Su intención es diferenciarse de los postulados duales o dicotómicos (humanidad-animalidad, mundo-espíritu, cuerpo-alma)1 y resituar el problema filosófico moral y epistemológico en el prisma de la ontología de la vida, con su cariz fenomenológico.

Los esfuerzos jonasianos conducen a una resignificación del ser, de la que hará derivar el deber-ser como responsabilidad humana para con el ser. La libertad juega un papel clave en tanto que establece la apertura al mundo entendida como la distancia con la necesidad biológica (Jonas, 1998; Jonas, 2017). Al mismo tiempo, la libertad constituye un modo de ser del ser, pero no únicamente del ser humano, sino de la propia experiencia viva, del fenómeno de la vida, produciéndose una “identificación ontológica de libertad y vida” (Ferrater Mora, 1994, 1948). Para ello, Jonas dota al término “libertad” de una significación en sentido histórico y dialéctico.

 

Libertad dialéctica y apertura al mundo en Hans Jonas

 

La libertad, para Jonas, es un modo de ser diferenciable de todo aquello que es orgánico, en un sentido ontológico-descriptivo. Refleja la tensión inherente a la existencia entre el ser y el no-ser, donde la respuesta al carácter negativo de la inexistencia enfatiza la necesidad de una respuesta afirmativa, auto-afirmativa, del existente.

Esta polaridad ontológica estructura a su vez la contradicción que se establece entre la dualidad necesidad-libertad. La necesidad de ser y de afirmarse frente al no ser constituye el paradigma que permite a la libertad reivindicar esa existencia. Para Jonas, el ser se constituye en clave de angustia, aunque no en sentido heideggeriano, sino que es leída como “el enorme precio que la vida tuvo que pagar desde un principio” (Jonas, 1998, 19), como la continua crisis de la experiencia viva. Al enfatizar el sentido original y primigenio de esta angustia, por tanto, Jonas empieza a distanciarse de su maestro.

La condición de la vida expresa un sentido de precariedad indisociable a la misma, vinculado a esta angustia ontológica, a la tensión permanente que permite instaurar un sentido de libertad también precario, inherente a la vida pero siempre necesitado de autoafirmación. La libertad se conceptualiza así como la propiedad misma de cualquier forma (expresada ya en el tipo más sencillo de ser-vivo) en su relación con la materia.

La forma (con reminiscencias aristotélica) se presenta prioritaria frente a la materia, con la que se relaciona a partir del metabolismo. Este permite la continua renovación de los componentes orgánicos que configuran su forma. A pesar del cambio constante de la materia, la forma sigue siendo reconocible, esto es, ostenta una cierta independencia frente a la materia. “La libertad básica del organismo consiste en una cierta independencia de la forma con respecto a su propia materia” (Jonas, 2000, 26). Sin embargo, no se puede tratar nunca de una independencia completa, porque la forma necesita la materia para su existencia. En esta tensión es donde se establece el origen de la libertad para Jonas, marcada por el sentido precario de la misma: la libertad frente a la materia que, sin embargo, es necesaria para el ser-vivo, esto es, para la forma. No se trataría de una libertad absoluta o independiente, sino de una propiedad consustancial y dependiente, una ligazón entre forma y materia que, aun así, permite reivindicar una cierta autonomía formal. En palabras de Michelis (2013, 27 y 28):

 

“According to Jonas, the very metabolism of every organism proves that the living being, although made up of matter, enjoys “a sort of freedom with respect to its own substance”: its constant need to exchange matter with the outside world puts it in a continuous state of transformation, naturally emancipating it from its own basic needs, making it Other”.

 

Con esta argumentación, Jonas remarca la imposibilidad de una disociación entre forma y materia, a partir de la cual se abre una imagen de libertad paradójica. El ser-vivo más sencillo es capaz, mediante su metabolismo, de una cierta libertad precaria o primigenia, porque ostenta una cierta independencia de su sustrato material. Sin embargo, dicha libertad se convierte en necesaria y dependiente, esto es, en obligada: para seguir siendo un ser-vivo, debe ejercer su libertad y depender de la materia. De este modo, Jonas propone un concepto de libertad con ciertos tintes paradójicos, que consiste en la unión de libertad y necesidad, lo que equivale a unir el concepto de poder con el de deber, como se puede leer a continuación:

 

“Su “libertad” es su “necesidad”, el “poder” se convierte en “tener que” cuando se trata de ser, y este “ser” es lo que realmente le importa a toda vida. Por tanto, el metabolismo, la posibilidad distintiva del organismo, su primacía soberana en el mundo de la materia, es al mismo tiempo algo que le está forzosamente impuesto. Pudiendo lo que puede, mientras exista no puede no hacer lo que puede. Posee la facultad, pero para ser tiene que ejercerla de hecho, y no puede dejar de ejercerla sin dejar de existir: una libertad de hacer, pero no de omitir” (Jonas, 2017, 130).

 

En su sentido más rudimentario, dicha libertad permite el aislamiento vital, el origen de cualquier subjetividad libre. Aun así, esta funciona en un precario “equilibrio con una necesidad correlativa, que la adhiere inseparablemente con su propia sombra” (Jonas, 2000, 28), instaurando una dualidad necesidad-libertad de carácter paradójica o dialéctica: la necesidad niega en cierto sentido la libertad, que se manifiesta como una obligación y una independencia parcial frente a la materia.

Precisamente es dentro de esta dupla donde podemos entrever ya un subterfugio de la propia convicción moral jonasiana: el “se puede”, o el “es”, se convierte en un “se debe”2. La libertad precaria se entiende como la capacidad de independizarse de la materia, y al mismo tiempo el deber de aplicar dicha capacidad para seguir siendo, esto es, para poder mantener dicha capacidad de libertad. Si no se ejerce, se pierde la misma libertad y por tanto la misma experiencia de la vida. En su contradicción, la necesidad convierte la libertad en un engranaje desdibujado que impulsa el deber aplicarse a la propia capacidad de libertad. Se trata de la explicación dialéctica de la distancia que el ser puede abrir con el mundo y que, irremediablemente unido a esa posibilidad de apertura, comporta el deber ejercerla. De manera análoga, esta condición idiosincrática de la libertad será extendida a la propia responsabilidad, parámetro capital en la filosofía jonasiana. El ser ostenta el deber de ser: en tanto que la calidad de ser exista debe ser ejercida, esto es, es la condición del mismo-ser que debe expresarse en su deber3.

La obligación de ejercer dicha libertad precaria en todo ser vivo se complementa con la visión historicista de la libertad: lo vivo va abriendo distancia a medida que evoluciona. Para Jonas, a pesar de que la experiencia corpórea de la vida comporte una libertad primigenia, esta va adquiriendo nuevas connotaciones en tanto que se “evoluciona” en la escala vital. Ya en esta premisa se percibe el sentido histórico-metafísico de la lectura jonasiana de la libertad. Cualquier ser-vivo ostenta un sentido inmanente de interioridad y es capaz de dirigirse hacia fuera en este distanciamiento, pero la distancia que prefigura no es la misma para una célula que para un animal.

La diferencia estriba, primero, en un sentido espacial, pero también en un sentido temporal, esto es, la capacidad de dirigirse hacia el allí y hacia el futuro. Abrir distancia en la dimensión espacial y temporal es establecer el horizonte más allá de la propia inmediatez existencial. La libertad es la capacidad de ese distanciamiento, su condición de posibilidad, y a la vez es un sentido primigenio de trascendencia. Se construye un sentido histórico de la libertad a partir del análisis sincrónico de las calidades de los seres-vivos, estableciendo un intento (tal vez hegeliano) de resolver las contradicciones mediante una concepción sintética de la vida, y al mismo tiempo estableciendo la consecución histórica de la capacidad de libertad en el propio ser-humano, insinuando una temporalidad posthistórica (Jonas, 2000; 2017).

Para diferenciarse de los postulados hegelianos, Jonas introduce el concepto del azar en este proceso dialéctico, y al mismo tiempo pone en entredicho que exista una consecución prefigurada del proceso dialéctico, esto es, que exista un “fin de la historia”4. Jonas no pretende amagarse del sentido ontológico de esta historia de la libertad, que es una re-lectura del planteamiento dialéctico hegeliano. “La condición de posibilidad de la historia que reside en el hombre —esto es, su libertad— no es a su vez histórica sino ontológica. Se convierte así en el factum central de la evidencia de la que debe beber toda doctrina acerca del ser” (Jonas, 2000, 252). El giro ontológico es patente en la historia dialéctica de la libertad, tal vez en un intento de cambiar el enfoque a una problemática histórica5.

El sentido histórico-dialéctico se manifiesta en la lectura jonasiana al constatar que se va incrementando la capacidad de distancia, esto es, la capacidad de libertad, en las especies “superiores”. Funciona para Jonas como una anticipación de la posibilidad futura de la libertad (espiritualidad) humana. Si el metabolismo implica un distanciamiento temporal y espacial precario o indigente, existe posteriormente un salto en el ser-animal, que ostenta la capacidad de la motilidad y la percepción, y por tanto amplía su distancia y su capacidad de libertad. “El espacio, que de suyo era la dimensión de la dependencia, se va transformando en una dimensión de libertad” y al mismo tiempo, “el tiempo se va abriendo simultáneamente al desarrollo de la emoción” (Jonas, 2000, 152). Siendo así, se abre en el animal una distancia completamente nueva, un hiato que “es capaz de mantener abierto entre interés inmediato y satisfacción mediada, en la pérdida de inmediatez que corresponde a la ganancia en campo de posibilidades” (Op. cit., p. 154).

El distanciamiento estimula el sentido de interioridad que ya se encontraba en la misma experiencia de la vida, generando una escisión mayor entre sujeto-objeto. La subjetividad, que permanecía en un estado silente e indivisible del ser-vivo que experimenta la otredad del mundo en tanto que se siente aislado, adquiere condiciones de posibilidad fácticas más elevadas con este aumento de la distancia. La separación del objeto del sujeto en el campo espacial y temporal permite la consolidación de la relación subjetiva, y la constitución del objeto como intencionalidad manifiesta.

La independencia creciente no hace sino volver más angustiosa la dependencia del ser-vivo con la materia, y al mismo tiempo dota de un valor propio a esas mismas facultades, no como medios sino como fines en sí mismos. El sentimiento, la emoción que surge como respuesta a la apertura al mundo, no es únicamente la respuesta biológica necesaria para hacer frente a esa dependencia metabólica sino una facultad que merece su conservación. Siendo así, para Jonas es inevitable que el ser-humano, en donde se da la máxima expresión facultativa, se establezca como el súmmum de la conservación. De nuevo, su ejercicio teórico empieza a confluir con su imperativo moral, que afirma la necesidad de seguir siendo del ser-humano, incluso más, su deber para que sea así, en tanto que es el máximo ostentador de las facultades que, en su historia de la libertad dialéctica, Jonas establece como valores inalienables del ser.

Este sentir dialéctico conduce a la paradoja manida de que la libertad impone su necesidad, o tal vez que la necesidad impone el sentido de su propia libertad. Aplica “una separación de la acción respecto de su fin” (Jonas, 2000, 157) que introduce una voluntad primigenia que empieza a desligarse del sentido biológico, o al menos prefigura dicho distanciamiento, y termina con la consolidación de la voluntad humana como máximo exponente de libertad. La distancia con el mundo-real, esto es, el giro simbólico, es la dimensión que solo se da en el sentir humano. Siendo así: “este incremento de mediatez abre un campo de posibilidades mayor, si bien al precio de un mayor riesgo, tanto interno como externo” (Jonas, 2000, 160). Jonas plantea una ruptura con la herencia heideggeriana situando en el centro ontológico el sentido gradual de la libertad y, para él, superando el abismo ontológico característico de Heidegger. Se trata de una consecuencia de esta historia dialéctica que, a su vez, pre-figura el sentido de su heurística del temor, en tanto que la capacidad de libertad hace que la “posible aniquilación pase a ser motivo de temor” (Jonas, 2000, 160) para el ser que la percibe. El temor a la aniquilación no sería el modo de ser propio del ser-humano, esto es, el ser-para-la-muerte, sino que sería el resultado de una evolución dialéctica y no una irrupción extraña o abrupta en el sentir de la vida. Aunque se manifieste en el ser-humano, Jonas afirma que está prefigurada en el ser-vivo.

El carácter distanciado de la vida se articula como principio mediato del ser, esto es, como capacidad de la libertad de romper la inmediatez, y como un sentido histórico-dialéctico de la capacidad de la libertad que conduce a su consolidación (espiritual) en el ser-humano. Jonas reivindica la especificidad propia del ser-humano compartida por el pensamiento humanista clásico, pero pretende solventar el dualismo cartesiano mediante la gradación de la experiencia viva y la re-configuración corpórea (y metabólica u orgánica) de su ontología.

La pregunta que debe hacérsele, en justicia, al planteamiento de Jonas debería ser: ¿es la condición excepcional humana en el engranaje de continuidad ontológica de la vida compatible con la re-vindicación del cuerpo y del ser en un re-planteamiento del sistema metafísico-humanístico occidental o es, simplemente, la re-lectura ontológico-metafísica de la teoría de la evolución?

 

El continuum ontológico y la jerarquía

 

La libertad es una propiedad existencial de la vida para Jonas. Sin embargo, no se encuentra expresada en la misma condición en los distintos seres-vivos, sino que existen diferencias en su acercamiento al valor óptimo de libertad, representado por el espíritu humano. Esta aproximación sirve para establecer un continuum ontológico del que no puede disociarse un sentido jerárquico. La historicidad metafísica de la libertad concluye con la consolidación ontológica del ser-humano. ¿Se trata de una sutura ontológica humano-animal, de una re-significación del cuerpo, o por el contrario se mantiene el primado metafísico clásico?

El sentido jerárquico de la condición humana es una constante en la historia de la cultura occidental. Está presente ya en Aristóteles, que asume la especificidad humana pero señala su pertenencia al reino animal.

 

“Está claro que la ciudad es una de las cosas naturales y que el hombre es, por naturaleza, un animal cívico (zóon politikón). (…) La razón de que el hombre sea un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier otro animal gregario, es clara. Solo el hombre, entre los animales, posee la palabra. La voz (phoné) es una indicación del dolor y del placer; por eso la tienen los otros animales. En cambio, la palabra (logos) existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio de los humanos frente a los demás animales: poseer, de modo exclusivo, el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, y las demás apreciaciones. La participación comunitaria en estas funda la casa familiar y la ciudad” (Aristóteles, 1986, 44).

 

Si bien Aristóteles considera al ser-humano como un animal, las cualidades de este, desde la capacidad de logos hasta la capacidad de una estructuración social que permita la eudaimonía, son elementos que generan una disrupción con la condición animal, aunque basada en un proceso continuado. La analogía entre procesos biológicos y sociales indica una especie de progreso en la physis que culmina en la polis como entidad donde puede desarrollarse el fin propio humano. Este se situaría así en un puente entre las bestias y los dioses, los seres que no viven en sociedad. La especificidad humana no es, por lo tanto, un proceso de reconocimiento de la animalidad sino una condición de posibilidad para la jerarquización humana en un entramado metafísico que culmina en la divinidad.

El lenguaje, o entendimiento (logos) en su sentido más amplio, se situará desde Aristóteles como distinción del ser-humano frente a la naturaleza y el resto de seres-vivos. Reformulaciones posteriores lo considerarán: el origen de la significación; la capacidad de apertura al mundo simbólico y por consiguiente a la divinidad; la posibilidad de formación de mundo; el sentido de la autoconsciencia del sujeto, y otras interpretaciones6. No solo eso, sino que la condición moral aristotélica, entendida como una consecuencia de la capacidad del logos, se reformulará por la escolástica cristiana para poner el acento en la capacidad moral, esto es, en el hecho de poder discernir el bien del mal, para diferenciar al ser-humano y situarlo como aquel ser-vivo, único, que es capaz de actuar con capacidad moral. La carga normativa de esta apreciación convierte la libertad humana en la capacidad de obrar correctamente.

La consciencia, o la substancia o sujeto pensante, reformula la diferenciación ontológica que se establece a partir de la capacidad de auto-consciencia, de reconocimiento del ser trascendente frente a la incapacidad consciente del animal, junto con el primado ontológico de la razón. En el sistema cartesiano, la conciencia es una entidad cerrada en la cual se dan representaciones que son contempladas. La duda metodológica cartesiana conduce a la afirmación existencial de la substancia pensante, y también a la deslegitimación de la experiencia corpórea y animal, contradiciendo el primado aristotélico7 del animal racional para incentivar el rol de la substancia pensante. El cuerpo queda menospreciado, reducido a una ficción del espíritu.

 

“Pero, ¿qué es un hombre? ¿Diré que es un animal racional? No, porque después tendría que indagar qué es un animal, y qué es racional, y así a partir de una sola cuestión iría a parar a muchas y muy difíciles. (…) ¿Pensar? Eso es: el pensamiento; esto es lo único que no puede separarse de mí. Yo soy, yo existo; es cierto. (…) Soy solo una cosa pensante, esto es, una mente, o alma, o entendimiento, o razón, palabras cuyo significado ignoraba yo antes. Soy, pues, una cosa verdadera, y verdaderamente existen; pero, ¿qué clase de cosa? Dicho está: una cosa pensante. (…) Y he aquí que finalmente he vuelto espontáneamente a donde quería; en efecto, puesto que ya sé que los cuerpos no son percibidos propiamente por los sentidos o por la facultad de imaginar, sino solo por el entendimiento, y que no se perciben al tocarlos o al verlos, sino solo porque se entienden, conozco claramente que no puedo percibir nada más fácil y evidentemente que mi propia mente” (Descartes, 2003, 22-30).

 

La mente sin el cuerpo, y el cuerpo extendido a la misma dimensión extensa que los animales y los cuerpos vivos, evidencia la diferencia ontológica en su sentido más espiritual y metafísico. “No soy ese conjunto de miembros que se llama cuerpo humano; tampoco soy un aire sutil infundido en esos miembros, ni viento, ni fuego, ni vapor, ni aliento, ni cualquier otra cosa que imagine: pues he supuesto que esas cosas no son nada, y yo soy algo” (Op. cit., p. 24). Esta dicotomía de la realidad aprehendida como existente solo por el sujeto cogito se reproduce también en Kant, donde la autoconsciencia actúa de abismo entre humano y animal, en tanto que no existe prueba que permita asumir que este último pueda llamarse “yo a sí mismo”.

Uno de los fenómenos más influyentes para permitir empezar a conceptualizar un verdadero puente entre organismos es, posiblemente, la teoría de la evolución. “La idea de la evolución destruyó la posición especial del ser humano” (Jonas, 1998, 20), contradiciendo la doctrina (re)instaurada por Descartes que espiritualiza y remarca la trascendencia como cualidad disruptiva y únicamente humana. Y sigue Jonas (1998, 20): “la continuidad de la descendencia, que unió al ser humano con el mundo animal, hizo imposible seguir considerando el espíritu humano como la irrupción repentina de un principio ontológicamente extraño”. El ser-humano ya no se puede entender como aquel que ha sido siempre ese ente diferencial que la tradición humanista-metafísica considera como indisociable a su propia condición. Ahora pasa a estar sometido a cambios, que podrían afectar a otras especies y, a la vez, marcan un rol causal y puramente pragmático de las cualidades encumbradas8. El cambio deviene el eje existencial y rompe los postulados previos asumiendo que es de la sencillez máxima de donde se genera la máxima complejidad.9 La pertenencia animal del ser-humano queda aceptada en tanto que se consolida el postulado evolucionista y las especificidades humanas pueden o bien enfrentarse al principio jerarquizador o defenderlo desde una nueva reivindicación humanista de la trascendencia humana.

Hegel introduce una nueva lectura histórica en el ser-humano, estableciendo que la consecución última del trabajo dialéctico de negación debe terminar con el fin del mismo sujeto negador, en una especie de consolidación de la existencia no-humana: el “hombre devenido animal al final de la historia”10. El proyecto hegeliano no trata tanto del acabamiento del ser-humano sino de su realización y sigue estructurado en su preponderancia espiritual. En su propio rebasamiento se da lugar la indiferenciación de finitud e infinitud, la superación del ser-humano entendida como el propio fin del ser-humano, esto es, su más intrínseca realización.

El abismo humano-animal, lejos de remitir, se ve incentivado en el pensamiento heideggeriano hasta el punto de imposibilitar cualquier acercamiento. Heidegger entiende el animal como aquel organismo que es pobre en mundo y que se relaciona con el medio ambiente en clave de perturbamiento o aturdimiento, esto es, mediante respuestas preestablecidas ante un contexto que lo aturde y se le presenta vacío de significado (Agamben, 2006). Para Heidegger, el animal es incapaz de referir la realidad a una individualidad autoconsciente, ni tampoco puede aprehender los conceptos en tanto que conceptos. Ello hace que el animal esté completamente desvinculado del ser-humano, que es formador de significación del mundo. La capacidad lingüística, el lenguaje como la casa del ser, y la apertura al mundo y la revelación del ser, son características ontológicamente tan superiores a la mera capacidad de respuesta aturdida e instintiva que justifican para Heidegger un abismo entre el ser-humano y el animal.

 

“Heidegger reprocha a la definición clásica del hombre como animal rationale que sitúa al hombre en la animalitas especificada meramente por una diferencia que cae dentro del género animal como una cualidad determinada. Esto, afirma Heidegger, es tener un concepto demasiado pobre del hombre” (Jonas, 2000, 295).

 

Tanto es así, que podría pensarse que en Heidegger se extrae toda animalidad de la condición humana, espiritualizada hasta un nivel ontológico situado a años luz del resto de la comunidad viva, en una especie de radicalización de la teleología metafísica humanística (Firenze, 2012; Agamben, 2006).

La radicalidad heideggeriana sin duda inició un fuerte ejercicio de reformulación para hacer frente a unas necesidades filosóficas que no podían basarse en retomar una dualidad espiritual de este calibre, que además podría derivar de una reformulación escatológica de resignificación de la muerte en clave cristiana (Agamben, 2006). Ante el temor de Heidegger de que la naturalización o la animalidad del ser-humano imposibilitase su especificidad ontológica, cabe proponer la respuesta de que es precisamente en esa naturalización o animalidad que se encuentra la verdadera especificidad en tanto que permite una comprensión más amplia del ser y abre la puerta a consideraciones que, si bien es cierto merman la primacía ontológica humana, no forzosamente la del ser entendida como un conjunto de modos-de-seres-vivos.

Una mayoría de las posturas que han tratado el problema de la animalidad en el ser-humano se caracterizan por la distinción ontológica entre el ser humano y el resto del mundo. La propuesta de Jonas, por su parte, pretende reflexionar sobre esta problemática situando el centro en la experiencia de la vida, y generar las condiciones de posibilidad para repensar la humanidad y el ser.

Re-pensar la humanidad es tarea epocal, reincidente, es la consecución de la historia-del-concepto-humano. Hacerlo en la actualidad puede suponer asumir que “ya no hay más tareas históricas asumibles o incluso solamente asignables” (Agamben, 2006, 140). Reconocer un fin de la humanidad es, a diferencia de la lamentación de Agamben, una situación de re-construcción, y por tanto de esperanza. Agamben (2006, 140-142) considera ese fin, esto es, la consecución de la animalidad humana, como una especie de ruptura. Puede parecer que:

 

“El hombre ha alcanzado ya su télos histórico y no queda otra opción, para una humanidad devenida nuevamente animal, que la despolitización de las sociedades humanas a través del despliegue incondicionado de la oikonomía, o bien la asunción de la misma vida biológica como tarea política suprema”, e incluso Agamben va más lejos al afirmar que “la única tarea que todavía parece conservar alguna seriedad es el tomar a cargo y realizar “la gestión integral” de la vida biológica, es decir, de la propia animalidad del hombre”. Si es así, si es cierto que la humanidad se ha desdibujado en la animalidad, cabe preguntarse: “si el bienestar de una vida que ya no se sabe reconocer como humana o animal puede ser sentido como satisfactorio”.

 

No deberíamos precipitarnos en dar una respuesta negativa a esa pregunta. Lo cierto es que quizás a partir de esta forzosa superación de lo propiamente humano es posible re-pensar un saber ontológico que re-ubique al ser-humano. La des-localización ontológica es la posibilidad de una nueva re-situación vacua pero funcional, una posibilidad de un nuevo discurso filosófico.

El pensamiento jonasiano puede servirnos para empezar esta tarea. Situar la libertad como parte esencial de la vida y no como experiencia metafísica humana es un inicio. Sin embargo, para llevarlo a las últimas consecuencias cabría resolver el problema de la especificidad humana, presente en Jonas, que a pesar de sus esfuerzos sigue manteniendo una diferencia esencial entre ser-humano y animalidad.

 

La especificidad (jerárquica) humana en la libertad dialéctica

 

La historia dialéctica de la libertad encierra en su interior la propia condición ontológica diferencial del ser humano: concibe un fin de la historia, una realización de la capacidad de la libertad en el ser-humano. Este se convierte en: “la dirección en que se encamina paulatinamente el movimiento inconsciente de la inmanencia” (Jonas, 1998, 201). El ser-humano se presenta así como el fin de una historia de espiritualidad prefigurada, tal vez no como fin pensado o definido, pero sin duda como fin superior. La especificidad humana se presenta, por lo tanto, como la consecución de una capacidad superior, esto es, como una disrupción ontológica. La tarea del continuum ontológico, a nuestro pensar, naufraga al reafirmar la clásica consolidación metafísica del ser-humano.

Dicha especificidad está vinculada, para Jonas, con el sentido simbólico, que es otra manera de decir logos, que se establece como el último gran avance de la capacidad de libertad. Si la libertad dialéctica abre distancia espacial y temporal en el animal, en el humano abre el campo del pensar abstracto, conceptual, y la condición de posibilidad de una verdadera espiritualidad. La ontología de la imagen consolida la especificidad humana, en connivencia con la fenomenología de la vista.

 

“La nota distintiva de la vista en lo que, anticipando resultados posteriores, nos gustaría denominar el logro de la imagen, donde imagen implica tres propiedades: 1) simultaneidad en la presentación de lo múltiple; 2) neutralización de la causalidad de la afección sensible; 3) distancia en sentido espacial y espiritual. El estudio de estas propiedades supondrá una contribución (…) a la evaluación de los cometidos que estos desempeñan en las funciones espirituales superiores” (Jonas, 2000, 192).

 

El sentido de la vista otorga el preámbulo necesario para conducir hasta la capacidad distintiva de la imagen, la re-presentación conceptual y aspectual de una idea en otro nivel ontológico distinto al de la realidad. La vista prefigura el sentido de lo eterno, de lo que no cambia, la idealización de la presencia en la capacidad de distinguir el devenir del ser. Ante la posibilidad de simultaneidad, y por tanto ante la posibilidad de pre-figurar el sentido temporal, la vista se presenta como una apertura a la libertad a estratos superiores, en un sentido simbólico que se torna evidente en la imagen.

La imagen, consolidada por la primacía de la vista, es la máxima posibilidad para la consecución de la libertad humana. Re-presentarla y re-conocerla se establece como principio fundacional y característico de la condición humana, más incluso que la técnica, porque escenifica una apertura de distancia entre la necesidad biológica y la capacidad abstracta, desligada de utilidad (aunque podría objetarse que la imagen ostenta una utilidad biológica inherente). La emancipación de la literalidad de la reproducción, que genera la apertura a formas nuevas creativas, des-vinculadas de la realidad sensorial, ejemplifica la mayor capacidad de libertad en el ser-humano, el ser simbólico. La ruptura definitiva de forma y materia, la separación del eidos de la existencia, la universalización conceptual y la consolidación del pensar abstracto, son modos de ser de la ontología de la imagen que se consolidan en el ser-humano.

La coronación del humano como homo pictor es la confirmación de una ruptura con la libertad animal para instaurar el nuevo y definitivo grado de la actividad humana, siempre bajo la sombra de la razón. O la razonable potencialidad de la misma, puesto que “el criterio (de lo humano) no exige razón, sino que se conforma con razón potencial” (Jonas, 2000, 236). La direccionalidad, la consecución histórica, la jerarquía y el salto ontológico generan la especificidad ontológica humana para Jonas. Y, paradójicamente, imposibilitan un verdadero continuum ontológico que sea no jerárquico. En cierto sentido, esta historia metafísica de la libertad termina por culminar en la resignificación espiritual del ser-humano, como se hiciera ya desde Aristóteles.

Esta especificidad del ser-humano, si bien significa un avance en la sutura del dualismo, y permite una aproximación al ser más extendida, sigue recayendo en una cierta construcción aristotélica de la realidad, que evidencia la predominancia ontológica del ser-humano. En este trabajo se pretende hipotetizar que, a partir del trabajo en la ontología biológica de Hans Jonas, se puede re-situar la especificidad humana en un sentido no jerárquico, sino meramente descriptivo.

 

De una posible re-significación (o continuación) de la idea de libertad jonasiana

 

La idea que se plantea esbozar a título conclusivo de este ensayo es que, a partir de los engranajes de la filosofía biológica de Jonas, pueden esbozarse las condiciones de posibilidad de una verdadera resignificación de la experiencia viva. Dicha hipótesis pivota en torno a la premisa de que no existe una jerarquía ontológica, sino una serie de modos existenciales en una amalgama de diferencias.

La libertad es el modo-de-ser de las entidades corpóreas —incluyendo la más nimia célula— que se oponen afirmativamente al no-ser. Esta característica afirmativa prefigura el sentido temporal de la existencia, que no se encontraría encerrado en el primado de la vista, o en el simbolismo de la imagen, sino en la propia libertad. El sentido temporal, la simultaneidad y el abrirse al abismo y a lo eterno sería, en este nuevo e hipotético desarrollo, una característica propia de cualquier organismo libre. La dualidad “devenir” y “ser” está vinculada a la propia noción afirmativa de una vida que es movimiento frente a un no-ser que es quietud. Lo eterno es, precisamente, lo reiteradamente negado por la vida y por tanto se puede argumentar que no es la vista la que promueva dicha percepción, sino que es la propia existencia corpórea, en devenir y en constante fracaso, la que da sentido a la misma idea de movimiento y eternidad, que no es sino el ser enfrentado a la nada, que es la más verdadera expresión de la totalidad del no-ser.

Asimismo, la neutralización causal, que se plantea en Jonas como la capacidad de la máxima escisión sujeto-objeto, y posibilita la abstracción, no puede ser sino la parte visible de un modo-de-ser del propio ser-vivo, y no la consecución de un primado óptico.

 

“La simultaneidad de la presentación nos proporciona la noción de presencia duradera, el contraste entre el cambio y lo inmutable, entre el tiempo y la eternidad. La neutralización dinámica nos proporciona la forma como distinta de la materia, la esencia como distinta de la existencia y la diferencia entre teoría y praxis. La distancia, finalmente, nos proporciona la noción de infinitud” (Jonas, 2000, 210).

 

Pretende defenderse aquí que estos tres postulados son, en realidad, extensibles a la experiencia corpórea y no a la consecución de la libertad dirigida por el primado de la vista en su sentido espiritual. La propia fenomenología del cuerpo, de la experiencia viva, debería poder sortear este idealismo de la vista y esta consolidación del simbolismo como máxima creación de la libertad. La propia experiencia corpórea es el fundamento de estas condiciones ontológicas. El cuerpo genera la posibilidad de la libertad, y esta no incrementa sino que se constituye en distintos modos en función de la subjetividad que la ejerza. Estos modos son únicos, pero no jerárquicos. El fundamento ontológico que los posibilita, la negación afirmativa del no-ser, es el modo-de-ser de la vida y por ende, el ser-humano solo lo expresa desde su propia subjetividad.

Para Jonas, la subjetividad podría entenderse como un distanciamiento del mundo, un abrirse a él pero saberse un reducto, y por tanto constituirse como una forma propia aislada. El problema de la subjetividad no se presenta, pues, desde la imposibilidad autoconsciente del ser-animal, como en Kant, sino desde la continuación de una subjetividad inconsciente o dispar en el animal que, caracterizada en tanto que distancia de su inmediatez biológica, terminará por expandirse en el ser-humano hasta su propia autoconsciencia11.“La materia es subjetividad en un estado latente” (Jonas, 1998, 225), esto es, incluso la misma materia, en tanto que amaga la tendencia o el potencial de devenir en subjetividad, ostenta cierta latencia interior, que se manifiesta en el aislamiento de la vivo frente lo no-vivo, del ser frente al no-ser. La propia reciprocidad perceptivo-corpórea, propia de la más minúscula experiencia vital, permite la capacidad de la subjetividad y la otredad, de la libertad en un sentido no primigenio sino diferente. La subjetividad sería, así, la expresión de esta libertad: el ente que niega afirmativamente es el ente que se constituye como sujeto, y la subjetividad no es propia del ser-humano sino de la experiencia corpórea de la vida. Si esto es así, el modo-existencial es compartido por toda la vida, y las diferencias entre subjetividades no son sino matices del modo, y no escaleras de una historia metafísica de la libertad.

La capacidad de la otredad es la capacidad misma de la existencia corpórea. La capacidad de reconocerse en la corporeidad, esto es, de identificarse con otro ser-vivo de la misma especie como semejantes, como co-partícipes o co-participantes de la noción ontológica de especie, contrae una implícita aceptación de que existe la capacidad de reconocimiento formal, no únicamente material. El ser-animal es capaz de identificarse como co-perteneciente a un mismo grupo ontológico que otro animal, y al mismo tiempo es capaz de percibir la diferencia con otros animales y con la realidad inerte, no viva. El ser-animal, y el ser-vivo, interpreta al otro desde una noción a-lingüística, pero le reconoce en el concepto abstracto de especie. De hecho, es la propia libertad expresada en la subjetividad la que permite la abstracción al concepto, esto es, el simbolismo en su sentido más puro. Los matices posteriores, ejemplificados en la imagen, no son sino variaciones no jerarquizables en una experiencia ontológica compartida por la vida.

La abstracción al concepto no es únicamente un fruto de la libertad humana, sino una expresión del modo-de-ser de la misma interioridad, esto es, de la misma ipseidad corporal, la misma corporeidad funciona mediante la otredad, y la otredad esconde la diferenciación y la co-pertenencia ontológica. Aunque esta no sea consciente, implica el reconocimiento de una forma ontológica determinada, incluso antes del sentido de la vista, y no forzosamente ligado a esta, la separación del concepto a partir de la otredad. El concepto de especie y pertenencia, si bien no en su sentido lingüístico, es vivido por los seres-vivos, y se fundamenta en la capacidad de interioridad. De hecho, la propia afirmación necesaria de la vida que exige Jonas es, en cierto sentido, el reconocimiento de un no-ser distinto al ser, y por ende de un sentido ontológico dispar, invertebrado y difuso, pero existente. Y no únicamente esto, sino incluso la noción de infinitud, que para Jonas reivindica la capacidad conceptual del ser-humano, podría argumentarse que está presente en la más nimia experiencia de la vida, en el sentir de la subjetividad propia, de la ipseidad. El reconocimiento de una subjetividad propia es la consolidación de un sentir de finitud, de un saberse parte de algo, no forzosamente en la conceptualización ontológica del ser-para-la-muerte, pero sí introduce implícita la manifestación de infinitud en la confirmación del sentir ontológico, de la contraposición del ser afirmativamente frente al no-ser, la finitud frente a la infinitud. Afirmarse, y por tanto reconocerse, es reconocer aquello que se niega a su vez, el no-ser, que es en realidad el infinito en tanto que el no-ser no puede ser finito. La experiencia de otredad debería comportar la experiencia de infinitud en un sentido a-lingüístico (que no pre-lingüístico). No se trataría tanto de la consecución direccionada del sentir visual, sino de la más tierna y primigenia afirmación de la vida la que escondería la negación de la muerte, que es en su sentido extendido la infinitud más abismal y radical de la cual el ser-vivo puede ser consciente.

Como sostiene Merleau-Ponty, no se trata que el ser-animal sea una protoestructura de la humanidad, sino una fuente de extrañeza inagotable per se (Lucero, 2012). “La humanidad es otra manera de ser cuerpo”12. Tanto el humano como el animal se dan en el mismo ser, en el mismo suelo ontológico encarnado en la corporalidad manifiesta, y no en una gradación jerárquica. La capacidad lingüística es la manifestación propia de un modo-de-ser cuerpo determinado, pero no excluye la relevancia y significación ontológica propias de las experiencias a-lingüísticas que inmanentemente esconden el sentido de abstracción, de infinitud y de pertenencia ontológica. Llevar el cuerpo a sus últimas consecuencias equivaldría a llevar a Hans Jonas un paso más allá. Al mismo tiempo, esto permitiría abrir la puerta a una re-interpretación de la vida alejada de la primacía ontológica, del imperialismo ontológico del sujeto trascendente-cognoscente humano. El giro Merleau-pontiniano implica el re-conocimiento de todo cuerpo como eje ontológico, y como experiencia con-sustancial, y la animalidad como la cara intra-ontológica de la humanidad.

Identificar, como hiciera Jonas con el homo pictor, la especificidad humana no debería impedir reconocerla en un contexto de equivalencia ontológica al del resto de seres vivos. De hecho, si estirásemos al máximo la intencionalidad de continuidad jonasiana, nos encontraríamos con la necesidad de reconocer una equidad ontológica consustancial a la propia existencia, y a partir de ahí, y de igual modo que puede detectarse especificidades humanas, reconocer que aunque no sepamos percibirlas, pueden existir especificidades de cada ser-vivo, no forzosamente direccionales, es decir, cabe obviar el modelo histórico-metafísico-especulativo que usa Jonas para huir de esa direccionalidad amagada, de ese fin de la historia que funciona como un remanente metafísico y que actúa, disimuladamente, bajo el concepto de jerarquía.

La libertad dialéctica jonasiana se puede utilizar para establecer un continuum ontológico que huya de la jerarquía ontológica. Para ello, hemos reconocido que su condición de posibilidad recae en la experiencia de la vida, esto es, en su vertiente corpórea; y que sus diferencias percibidas en la condición humana, si bien son idiosincráticas de este, no por ello deben ser interpretadas como una direccionalidad histórica, sino más bien como una diferencia consustancial al resto de seres vivos.

Si no se hace esta relectura ahistórica de la libertad, tenemos que el ser-humano deviene salvador del ser, el pastor, el responsable, el ente al que se le revela el sentido histórico del ser. La responsabilidad jonasiana, el fin último de su historia dialéctica de la libertad, de su planteamiento continuo y de su ética a futuros, es a la vez la imposibilidad de una ontología de la vida en sus máximas consecuencias, que debiera conducir a la negación de la metafísica y no a su consolidación.

 

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Notas

 

1 Se sitúa nominalmente el origen o iniciador del dualismo moderno en la figura de Descartes, que establece un enfrentamiento entre la conciencia absolutamente libre que constituye el mundo mediante el ejercicio de la cogitatio y por otro lado el cuerpo exterior, entendido como un elemento de función autónoma y desligado de cualquier entidad espiritual o trascendental. Merleau-Ponty, que también trata esta problemática, sitúa el ser-humano en el epicentro de dicha dicotomía usando el término diplopía ontológica (Firenze, 2016).

2 “En posesión de la capacidad, debe usarla para ser, y no puede cesar de hacerlo sin dejar de ser: una libertad del hacer, no del dejar de hacer”. Op. cit., p. 29.

3 Podría discutirse si de esta tentativa puede resultar un verdadero intento de superación de la problemática identificada por Hume entre el ser y el deber-ser y releída por Moore.

4 Si estas dos características son suficientes para superar una metafísica substancial y positiva, es debatible. “The process of life is the process of a growing freedom that seems to deny its former stage in order to assert a new one. This point of view confirms that the jonasian system is a speculative one that approaches the Hegelian system; at very last in its dialectically speculative style”. (Pommier, 2017, 456).

5 Queda por resolver si este giro es verdaderamente un distanciamiento de postulados filosóficos como los de Kant o Schelling, que llegan a la confirmación de que el fin último es la consolidación de la libertad humana. “El fin propuesto por Kant y al que Schelling llega con su filosofía de la Naturaleza es el mismo: la libertad humana. La consideración schellinguiana sobre la libertad, que hereda toda la especulación idealista sobre la misma, no piensa que la libertad supone tan solo una esfera privilegiada de la condición humana en pie de igualdad con la esfera estética y la gnoseológica, sino que la esencia misma del hombre es libertad: el hombre es libertad”. (Pérez-Borbujo, 2007, 101).

6 Pensadores como Derrida considerarán el mundo como textualidad, donde la libertad y la interpretación no pueden vincularse a una verdad trascendental. El desliz del texto y las re-interpretaciones desde los márgenes filosóficos se estructuran en torno a la différance, un “producto de diferencias” y un “significado diferido en el tiempo”, una especie de “memoria antropomórfica en el lenguaje”. (prólogo de: Derrida, J. (1989). Márgenes de la filosofía (trad. González Marín, C.). Madrid: Ediciones Cátedra). Incluso en los intentos de reformulación ontológicos postmetafísicos, el lenguaje deviene fundamental. En Merleau-Ponty, resulta clave revelar cómo sucede la incrustración del lenguaje en la corporeidad, ya que este ejemplifica el paso del cuerpo a cuerpo hablante, estrechamente vinculado a la capacidad de auto-referencialidad (Firenze, 2016).

7 Podría parecer que Aristóteles, para Descartes, peca de teleológico. “Y este es el mayor defecto de Aristóteles, que siempre argumenta desde el punto de vista de la finalidad”, Descartes, R (2003). Meditaciones metafísicas y otros textos. (trad. López, E, Graña, M.). Barcelona: Editorial Gredos, p. 145.

8 “El aislamiento del ser humano cayó como última fortaleza del dualismo” y “el evolucionismo socavó el edificio de Descartes”, introduciendo la idea de que los animales son “portadores graduales de esa interioridad de la que el ser-humano es consciente”, imponiéndose así “el principio de la gradación continua”. Op. cit., p. 20.

9 Como el propio Jonas comenta, el hecho que la causa inicial sea inferior en potencia y posibilidad al efecto es un cambio relevante en el pensar, en tanto que en lugar de mantenerse estable, la complejidad se origina desde la más somera sencillez. A este respecto, el pensamiento aristotélico no podía sino ser contrario a esta idea. P. ej.: “la ciudad es anterior a la casa y a cada uno de nosotros. Ya que el conjunto es necesariamente anterior a la parte”, Aristóteles (1986). Política (trad. García Gual, C., Pérez Jiménez, A.). Madrid: Alianza Editorial, p. 44.

10 Agamben,2006, 16; en relación a la lectura que hace Kojève de Hegel.

11 En distintos fragmentos: “Hay una dimensión de lo subjetivo (en las formas de vida más simples), una interioridad, que ningún examen material permite suponer por sí mismo” Jonas, H. (1998). Pensar sobre dios y otros ensayos (trad. Ackermann, A.). Barcelona: Editorial Herder, p. 219. “La voz de la subjetividad ha emergido en los seres humanos y los animales y sigue adherida a ellos”. Op. cit., p. 222; “esta trascendencia incluye una interioridad o subjetividad que impregna todos los encuentros que se producen en su horizonte”. Op. cit., p. 30.

12 Merleau-Ponty, a partir de Lucero, J. (2012). Merleau-Ponty la extrañeza: entre una fenomenología de lo otro y una etiología. Actas I Coloquio de Fenomenología y Psicoanálisis, pp. 64-74.