Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 84, 2021
ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)
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NÚÑEZ, Amanda (2019), Gilles Deleuze, una estética del espacio para una ontología menor. Madrid, Arena Libros, 232 págs.
“Consideramos que Deleuze apuesta fielmente por una ontología, pero una ontología menor que genera una nueva imagen de lo que significa pensar (…). Deleuze parece ser más ontólogo, si cabe, a medida que la expresión “ontología” desaparece de sus escritos” (p. 44).
Con esta rotundidad y claridad se nos presenta el libro de la profesora de la UNED Amanda Núñez. Es una auténtica declaración de intenciones de lo que nos trae de novedad este texto sobre la ontología deleuziana. En esa cita aparecen las dos ideas fuerza que impulsan su análisis: por una parte la defensa de la existencia de una ontología explícita en Deleuze —y su caracterización como ‘menor’ absolutamente original— y, por otra la inspiración casi “genealógica” que alumbra el estudio de las condiciones de posibilidad de esa ontología en la obra del filósofo francés. Transita por los textos deleuzianos buscando cómo se han ido formando la multiplicidad de sentidos de los propios conceptos que escudriña. Y esto es especialmente decisivo en la obra deleuziana por la diversidad de fuentes de las que se nutre, o por la ‘personalización’ que hace de términos procedentes de la tradición filosófica.
Pero, hay que avisar que este libro no es una introducción a la filosofía de Gilles Deleuze o una monografía sobre él, sino una inmersión en el mundo deleuziano, es un pensar con él, desde él, trabajando con su gesto. Todo ello con un gran rigor en la escritura filosófica que no deja ningún cabo suelto, aunque sí deja siempre la puerta abierta a la propia experimentación. La lectura apasionada y apasionante que hace del autor tampoco le priva del sentido crítico respecto a las posiciones que puedan tener otros filósofos sobre el pensamiento de Deleuze, con los que discute y debate, llegando a sus propias conclusiones.
El concepto “ontología”, que vehicula la reflexión del libro, siempre es presentado como problemático o, mejor, como fronterizo. No sólo en la obra de Deleuze
—por sus distintos devenires y su progresiva desaparición— sino por el mismo destino que ha tenido en la filosofía y su crítica más contemporánea. El espacio en el que se mueve Deleuze es el del diálogo-debate con aquellos que la desvinculan de la Metafísica, como en Heidegger (con el que el autor mantiene un tira y afloja constante en toda su obra), como con aquellos que la reivindican. En este último grupo estaría la famosa discusión con Badiou con el que sostiene un enfrentamiento (más por parte de Badiou, que del propio Deleuze) sobre las posibilidades de una ontología de la diferencia que asuma la unicidad del ser, tal y como defiende Deleuze y que Badiou contradice en función de su ontología formalizada en la teoría matemática de conjuntos.
El proyecto ontológico “menor” deleuziano que se defiende en este texto conduce a una nueva ‘imagen del pensar’ y una nueva ‘materia del ser’ como partes esenciales en las que se derrama su sistema abierto de filosofía. Porque, en efecto, la única ontología que Deleuze se permite es aquella que coincide con la filosofía misma, siempre que esta se desprenda de sus condiciones, tal y como se han entendido en su tradición más canónica, y experimente —alterando— las nociones de espacio, tiempo o límite, ya que en esa alteración, en ese derrame, se juega la posibilidad de una nueva forma de pensar.
La forma en la que se aborda el tratamiento de la “imagen del pensar” en el autor francés no solo es una explicitación de la posición filosófica de Deleuze sino también de la propia autora de este libro. Y esa posición es una postura netamente filosófica, aunque, eso sí, en el sentido deleuziano del término: un pensamiento liberado, que abre vías a la exploración de nuevas significaciones, de nuevas formas de pensar que se alejan de las corrientes que la han convertido en un cliché escolástico, sin explorar su propia problematicidad.
Esto no significa que sea un pensamiento ensimismado en su propio discurrir; más bien lo que se reivindica es una manera de pensar “ingenuamente”, sin grandilocuencia, en tono menor y sobre todo, en relación con otras actividades (de ahí los textos de Deleuze sobre pintura, Bacon, literatura, Proust, el cine o los nuevos deportes, y las consecuencias que se pueden extraer de los nuevos escenarios que abren las ciencias al trastocar las concepciones del espacio/tiempo), pero sin hacer mixturas aberrantes o ilusorias, sino articulándolas de manera ontológica. Como muy bien se insiste en el libro, la ontología deleuziana no es del “ser” (“est”), sino del “y” (“et”), de la relación y la diferencia. En esta lectura de la realidad se niega la perspectiva estática de entes aislados y sometidos a la lógica de una jerarquización óntica respecto a un Ser Universal, y se defiende una visión donde hay relaciones y acciones que actúan de diferente manera en función del lugar en el que se encuentren actuando. De lo que se trata es de ver cómo las cosas, las acciones, los deseos, los pensamientos… se reparten en la extensión del ser de manera horizontal y sin que haya territorio dividido previamente: se ocupa temporalmente, y su límite es todo lo que puede ocupar, lo que la intensidad de su potencia, en relación con las otras, le permita.
En esta nueva imagen del pensar hay una filosofía que reniega de las alturas, del tono elevado —que por altivo solo es máscara y simulacro—, y de su condición de amante del saber que se arroga la potestad de adoctrinar a los demás sobre la verdad de las cosas porque cree haber alcanzado la auténtica naturaleza de las mismas. Tal tradición solo ha generado ilusiones nefastas sobre el valor del saber filosófico: lo ha colocado en una posición de superioridad que, al final, lo termina expulsando del mundo: la ilusión de la filosofía como contemplación (del Bien supremo), como reflexión acerca de todo, o como orientadora de las relaciones intersubjetivas. Deleuze advierte, con Foucault, que estas ilusiones nos hacen creer que la filosofía es un saber independiente y reactivo al poder, y con la capacidad de desvelar los secretos de éste y liberarnos de él. La vía que ensaya Deleuze, y que es la que se nos ofrece en este libro, es la de una filosofía que sabiendo los vínculos saber-poder, construye ‘artefactos’ para poder intervenir en lo que hay, pero en tono menor, sin dar por sentado nada de antemano, sin imponer esos útiles a los demás, solo transitando por la realidad produciendo máquinas que pueden funcionar o no, según las circunstancias. Amanda Núñez compara esta tarea con la de los operarios, “nada fuera de lo que pueda ser cualquier oficio y su tonalidad respectiva: el cualquiera” (p. 62) (el ‘cualquiera’ se refiere al singular, no al Universal abstracto intercambiable).
Para ensayar este pensar como experimentación, Deleuze mira de otra manera la historia de la filosofía. No “derriba” todo pensamiento anterior, ni a la tradición canónica, pero, sí va contra lo que lo que la autora llama las “zonas dogmáticas” (p. 143) de esos pensamientos. Además, se fija en otras corrientes que han sido tomadas menos en cuenta, corrientes subterráneas. Así, si en la tradición más ortodoxa prima el presupuesto pre filosófico de una vinculación entre el saber y el bien, la dirección que toma el pensamiento de Deleuze quiere fijarse más en otra corriente, que sitúa en los Cínicos o en la Stoa, y que aportan otra ‘imagen’ del pensar que lo vinculan más al cuerpo (las ‘filosofías de la risa’, p. 46) y lo sitúan previo al logos, que no es el mito, sino la sensación, la sensibilidad como “atmósfera pre filosófica”, o ‘sensus communis’ imprescindible para desarrollar cualquier forma de pensamiento nuevo y articular una estética del espacio para una ontología materialista.
Sin embargo, el proceso no es solo gnoseológico, sino, como certeramente se expone en el libro, es también ontológico, pues la ontología minorada de Deleuze se ‘derrama’ tanto en una imagen del pensar como una materia del ser. Pero, el ser del que nos habla esta ontología no es ni el de lo inamovible, permanente, homogéneo y cerrado en sí mismo con el que venimos tratando con mayor o menor fortuna desde el platonismo; tampoco es el ser del movimiento, tal y como nos remite la dialéctica hegeliana y toda su cohorte de historicismos. Ambas tradiciones han demostrado su improductividad en lo real para el autor galo.
La materia del ser se acerca más al Cuerpo sin Órganos, potente imagen (que no metáfora) recogida de Artaud, que remite a la ausencia de una articulación estática que estableciera la identidad construida desde un origen jerárquico (Ser/entes). El Cuerpo sin Órganos realza, por encima de todo, la materialidad del ser, la negación de la trascendencia, y la apertura a la desviación de la normatividad. Por eso, insiste Núñez, en repetidas ocasiones del texto, el posicionamiento de la ontología menor como una ontología del “y”, donde no hay dominio de ningún orden: ni el del pensar (y ahí está toda la crítica que el libro hace a las interpretaciones idealistas de Deleuze, como la que va de las p. 95 - 101, aunque no es la única) ni el del ser. Lo que prima es una diferencia, pero hecha a-lógicamente, emancipada de la lógica dicotómica, para poder pensar de otra manera. No sólo para pensar las cosas de otra manera, sino para que pensar sea otra cosa: una actividad lúdica, impura, e inmanente.
¿Por qué esa exigencia de pensar de otra manera? Amanda Núñez nos acompaña a visitar a ese Deleuze que quiere una filosofía más apegada a la tierra, pues es ésta la que da que pensar, para asumir la complejidad de lo real, y expandir los límites de nuestro reflexionar. Nos obliga a alejarnos de la lógica de la re-presentación y las dicotomías excluyentes, a abandonar ese pensar que se maneja mejor con la analogía del ser —pues ello le permite conocer a partir de cánones ya establecidos— que con la univocidad del ser (entendida de forma no sustancialista, “el ser es voz que se dice” dice Deleuze en Lógica del sentido). Este ser unívoco coloca a todos en un mismo plano no jerárquico, afirmando no solo la multiplicidad de lo que hay, su diferencia radical inconmensurable, y su absoluto inmanentismo, sino también el continuo devenir no cronológico, la heterogénesis. De ahí, la misma dignidad para Dios que para la garrapata, porque constituyen una misma comunidad de ser, que no es identidad, pues lo que define la comunidad de ser es precisamente la diferencia de formas de individuación, la flexibilidad, los flujos y las potencialidades.
Esta filosofía tiene un sentido netamente político, y en él incide el libro cuando señala que si no queremos que la filosofía sea pura ideología, tendrá que actuar como “un agenciamiento del pensar que lucha abierta y constantemente contra la solidificación de las costumbres y las metáforas olvidadas convertidas en dogmas y leyes de la ciudad” (p.135). Pero si esto hace de la filosofía una actividad, no la convierte en un mero recetario para activistas. Primero, porque no hay una relación causal y de dirección única entre teoría y praxis; ambos espacios se interfieren y enriquecen, se entorpecen y taponan, se alumbran y se oscurecen.
Y, en segundo lugar, porque la tarea principal de la filosofía es la de crear conceptos. Cuando en Mil Mesetas, Deleuze y Guattari insisten en la vinculación de la filosofía con los conceptos, señalan que los conceptos pueden ser tratados de muchas maneras. Y la que les interesa a ellos es la de que sean herramientas para circular por el mapa de lo real. Por eso, las palabras, sean creaciones propias, de otros pensadores, o tomadas de otros campos (la botánica: rizoma, la genética: heterogénesis, de la literatura, la química), son conceptos que abren a pensar la “no-filosofía de la filosofía”, es decir aquello no filosófico con lo que la máquina de la filosofía puede conectarse para que funcione. De ahí, su relación con otros artefactos literarios y artísticos por su potencialidad de transvaloración. Núñez señala que lo no-filosófico se dirige también a las mismas condiciones internas de la filosofía que no son exclusivamente conceptuales, sino que transitan entre la estética y la política. Desde aquí, el texto desarrolla una prolija y espléndida analítica del tiempo y el espacio, y, sobre todo, del bloque espacio/tiempo
—cercana y lejana a la vez de la kantiana— que atraviesa todo el libro y es recogida en la “estética” que le da título y justifica la tesis defendida en el mismo
La potencia de estos nuevos conceptos es dar cabida a la posibilidad de nuevos espacios donde habitar en este mundo nuestro, para poder cambiar algo. Aquí es donde encaja la dimensión política de esta “imagen del pensar” como pensar desde las minorías y ejercicio de desterritorialización. La minoría es política en tanto que presenta la potencia (o virtualidad) de desviarse de la norma. La minoría no es una cuestión de cantidad, sino de norma y procesos de cambio; minorar es tener potencia de transformación, y en ese sentido todos somos minoría en algún momento, siempre y cuando estemos en disposición de asumir ese movimiento. Y por eso mismo, la ontología solo puede serlo si es menor, o minorada, es decir si deja de ser ontología del Ser y se pega a la inmanencia de lo matérico.
Amanda Núñez confirma esta forma de entender lo político en Deleuze cuando reitera el carácter experimental que infunde al pensamiento y a las prácticas personales como un salirse de la norma, y asume que las posiciones personales están vinculadas a lo colectivo en un espacio en el que el dentro y el afuera son indiscernibles. También advierte de que todo salirse de la norma no es “minoritario”, en el sentido en el que acabamos de referir; muchas salidas de norma no son más que confirmaciones de la misma. El alejamiento creativo de la norma es el que posibilita descubrir nuevos espacios menos jerárquicos, más intensos y menos sometidos al patrón, y que van transformándose en el mismo habitar. Lo minoritario es la potencia creativa de espacios nómadas. Ahí transita, de igual forma, el movimiento de la desterritorialización como proceso de descodificación de las prácticas sociales, cuyo riesgo es igualmente generar nuevas territorialidades sedentarias que arraiguen en los sujetos y los sometan a los mismos poderes, aunque sea en otros espacios.
Lo que hace atractivo el proyecto deleuziano, tan bien expuesto en este libro, es precisamente esa llamada a la creatividad y a la experimentación, pero, también en ello residen algunos de sus principales riesgos, precisamente porque vivimos en un mundo donde el “emprendimiento” y la “creatividad” se cotizan al alza. De ello nos advierte la autora en una de las últimas páginas de este texto: “Minorizar y molecularizar nunca jamás llevan asociada una absolutización. Gracias a ello, por un lado, apelan a una creatividad que no es la de los mercados de ideas que nos desbordan y, por otro lado, nos da herramientas para pensar y resistir a nuestro presente tan complejo y molecularizado por los poderes” (p. 210).