Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 83, 2021

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

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ABEL, Günter (2018). El mundo como signo e interpretación. Traducción de Isabel G. Gamero. Madrid: Tecnos.

 

 

A pesar de que la fecha de publicación original de El mundo como signo e interpretación de Günter Abel data de 1999, tanto sus reediciones como su reciente traducción al español (en 2018, a cargo de Isabel G. Gamero) dan cuenta de la actualidad de sus planteamientos y de los problemas a los que apunta. Con motivo de la mencionada traducción, dedicaremos las siguientes páginas a esta obra en la que Abel, profesor de filosofía teorética en la Universidad Técnica de Berlín desde 1987 y especializado en Nietzsche —pero lector de su obra desde autores y problemas eminentemente contemporáneos—, nos ofrece un estudio adscrito a la filosofía de la interpretación y del signo. En la línea de sus publicaciones anteriores, tanto la epistemología como la ética, la filosofía política, de la mente, del lenguaje, de los símbolos y la percepción, aparecen aquí interconectadas como consecuencia de la radicalización del concepto de interpretación que se lleva a cabo: toda experiencia y práctica humana —incluidas aquellas de orden más académico-filosófico, o en general cognitivo, pero también las más cotidianas, derivadas de nuestro simple tener mundo o estar en él— se hace inteligible en un recurso directo a las prácticas de interpretación, de uso de los signos. Esta ampliación en principio ilimitada de la noción de interpretación es un gesto que tiene su base en la tradición iniciada por Nietzsche, en la que también podemos localizar a los autores del giro hermenéutico —fundamentalmente, al Heidegger de Ser y tiempo y su discípulo Gadamer— además del (así llamado) segundo Wittgenstein, entre otros. No debemos entender entonces la actividad interpretativa en el sentido restringido de la hermenéutica clásica. Interpretación no es aquí aclaración del significado ni exégesis textual, sino la piedra de toque básica desde la cual entender cómo se relacionan entre sí los pilares básicos de Pensamiento, Lenguaje, Acción y Mundo, esto es, desde la cual comprender nuestra praxis vital, el factum de que nos encontramos ya siempre en relación con el mundo, los demás seres humanos y nosotros mismos:

 

Interpretar no significa solamente llevar a cabo procedimientos secundarios de explicación y aclaración de contenidos, no se trata de un ars interpretandi, sino que puede ser caracterizado ante todo como la puesta en práctica de las acciones humanas de percibir, hablar, saber, pensar y actuar (p. 13).

 

Abel, no obstante, no pretende llegar con su obra a una definición definitiva de la interpretabilidad al tratarse de un concepto que debe aprehenderse en atención a sus diferentes usos —contingentes y cambiantes—, nunca en abstracto. En este sentido, aunque en la introducción de la obra se ofrecen algunas características generales, su función sería eminentemente heurística: establecen un mapa de los diferentes niveles de análisis del fenómeno en cuestión, cuyos sentidos se perfilan en profundidad en el resto de capítulos en relación a consideraciones más concretas de corte lingüístico, semántico, epistemológico, ontológico... etc.; pero no lo acotan de modo definitivo y estable. En esta primera caracterización general, las relaciones de interpretación se entienden como procesos interpretativos y constructivos que nos permitirían clasificar los contenidos sensibles percibidos y estructurarlos como fenómenos concretos y determinados. Esta amplitud en la descripción del fenómeno da cuenta de la diversidad de niveles en los que sería operante: la interpretación, entendida de tal forma, estaría presente en la formación de conceptos, de hipótesis y teorías, pero también en la producción de significaciones y hábitos sociales, e incluso, a un nivel más esencial, en la conformación de realidades o mundos, de horizontes de interpretativos. Todo es interpretación, toda praxis y experiencia humana pueden remitirse en última instancia a las prácticas interpretativas:

 

El discurso sobre la práctica interpretativa es el mismo que el de la práctica de la vida, ya que podemos caracterizar todas las prácticas de la vida humana como interpretativas. (…)

Se trata de una práctica vivida, de la que no podemos salir, ni contemplarla o conocerla desde una posición exterior y pretendidamente objetiva. La idea central en este contexto es que cada sensación, percepción, discurso, pensamiento, saber poder y acción humanos están anclados, situados y referidos a esta práctica de la vida interpretativa (p. 21). [La cursiva es del autor.]

 

La aportación de Abel, sin embargo, no se limita a la mera afirmación de que todo se reduce a interpretación, lo que generaría más dilemas filosóficos de los que conseguiría resolver: ¿tiene sentido afirmar que fenómenos tan diferentes como la formulación de conceptos o teorías, la categorización de experiencias sociales o la propia condición de, en términos heideggerianos, estar-en-el-mundo, pueden subsumirse bajo la misma categoría? ¿No se convierte la categoría de interpretación en un significante vacío en el momento en el que la hacemos extensible a toda praxis humana —entendida ésta en un sentido no restringido, en la línea del propio Abel, esto es, como no designando solamente acciones explícitas e intencionales sino “como forma de vida, compuesta de reacciones no verbales, modos de comportamientos, acciones y experiencias y de todo aquello que Wittgenstein llamó «el modo de actuar humano común»” (p. 22)— existente y posible? A todo ello debemos añadirle además la amenaza del relativismo tanto en un sentido epistemológico como ontológico, que parecería inherente a todo enfoque interpretacionalista en cuanto tal.

La tripartición que el autor propone consigue hacer frente a estos dilemas. Aquellas que Abel denomina interpretaciones por apropiación se situarían en el nivel tercero, que el autor marca con un subíndice numérico: interpretaciones3. Ejemplo de ellas serían las (ya mencionadas) formulación de hipótesis y teorías, o la explicación o aclaración de significados. En este nivel se encontraría el sentido de interpretación mantenido por la hermenéutica clásica. En el nivel de las interpretaciones2, por su parte, se situaría todo aquello enraizado en la costumbre y el hábito, esto es, las convenciones, prácticas y competencias heredadas socio-culturalmente. Por último, en el nivel de interpretaciones1 se localizaría aquello a lo que Abel se refiere como las condiciones de posibilidad de la aprehensión de individuación de todo objeto; por ejemplo, el propio concepto de “objeto”, el de “existencia” o “acontecimiento”, esto es, en general los principios de categorización, individuación y organización espacio-temporal que siempre están presupuestos en toda experiencia. Podríamos identificar este tercer estado de la interpretación con lo que para Kant constituirían las condiciones de posibilidad de la experiencia del sujeto trascendental: las categorías y el espacio y tiempo, condiciones de posibilidad del entendimiento y la sensibilidad, respectivamente. A pesar de que el paralelismo puede resultar esclarecedor, no obstante, debemos señalar que la diferencia fundamental entre ambos planteamientos es que mientras que para Kant se trataría de condiciones a priori, a pesar de que el estadio de interpretación1 apuntara a un fenómeno tan esencial que podría ser expresado incluso en términos de “interpretación originaria” (pp. 22-23) —en la que estaríamos ya siempre inmersos y de cuya estabilidad dependería la estabilidad de nuestro mundo, comprendido éste no ya solamente en sentido social o cultural—, (a pesar de ello, decíamos) las interpretaciones1 no son inmutables ni necesarias. Se trataría de un estadio que a pesar de apuntar a algo así como “lo humano en cuanto tal”, en cuanto que sería el factor común a la heterogeneidad de mundos culturales y horizontes de interpretación —o de formas de vida, en términos de Wittgenstein—, no se revela como una esencia a priori, sino como condiciones de posibilidad contingentes, a posteriori, que, en virtud del principio de la alteridad, podrían haber sido otras: “nuestros principios de categorización e individuación podrían haber sido otros; aunque en general no seamos conscientes de esa posibilidad, ya que una vez estos principios han sido establecidos, ya no somos libres para avanzar en otras direcciones de modo ilimitado” (pp. 15-16).

Debemos remarcar, de nuevo, que la función de estos tres niveles de la actividad interpretativa es ante todo heurística. La intención de Abel no es describir al postularlos el proceso de constitución de la realidad en un sentido naturalista, sino hacer un análisis reconstructivo-genealógico que muestre que toda praxis y experiencia humanas pueden ser comprendidas en el marco de procesos interpretativos. Decimos pueden ser comprendidas y no que deben serlo precisamente para marcar el carácter contingente del esquema elegido por Abel, para marcar la diferencia entre un proyecto cuyo punto de partida fuese el factum de la interpretación como un hecho incuestionable cuyos estratos nos limitaríamos a descubrir, como un esquema puesto de antemano desde el que derivar toda práctica humana, y entre el proyecto del autor, que partiría más bien del factum de que nos relacionamos entre nosotros de determinadas maneras, cambiantes en función de nuestras convenciones sociales y nuestra cultura, de que nos comunicamos con determinados lenguajes que, aunque variados y falibles, permiten, sin embargo, una comprensión mutua... etc. Es éste, la multiplicidad de nuestras prácticas vitales, el factum que se explica mediante las herramientas que proporciona una filosofía de la interpretación, no a la inversa. Es por ello que, como adelantábamos, el esclarecimiento del fenómeno de la interpretación por medio de esta tripartición no da de iure y no sólo de facto con una definición definitiva, exhaustiva, del mismo.

Una de las críticas más frecuentes contra la filosofía de la interpretación afirma —pasando por alto este reconocimiento de la propia contingencia del esquema explicativo escogido— que incurre en una circularidad viciosa cuando afirma que “todo es interpretación”. Esto es, si todo es interpretación, también lo sería esta afirmación, a la que no podríamos reconocer entonces un carácter universal. Sin embargo, como apunta Abel, una filosofía interpretativa que sea verdaderamente crítica nunca se comprometería, por principio, con la idea de que existe y podemos encontrar una única interpretación que sea necesariamente correcta, verdadera y definitiva, sino que precisamente pugnaría incansablemente en contra de ella. La filosofía crítica de la interpretación no cancela los puntos de partida metafísicos anteriores con la intención de inaugurar uno nuevo, sino que toma conciencia de la imposibilidad de volver a partir de un orden esencial(ista), a priori, e intenta escapar desde esta premisa al relativismo en sus diversas vertientes. El punto fuerte de este libro, en este sentido, sería precisamente la capacidad de llenar de contenido estas tesis de corte más abstracto que, como decíamos al comienzo de estas páginas, una larga tradición de autores ha intentado defender. Desde la identificación de todo lo real con la voluntad de poder, pasando por el rescate de Ricoeur de los problemas epistemológicos desde el foso de la ontología de la comprensión heideggeriana, hasta la pregunta por cuáles son aquellos rasgos identificables en lo que Wittgenstein denomina parecido de familia… etc., llegan hasta Abel las cuestiones aquí presentadas, tratadas (que no resueltas por una imposibilidad de iure y no por una falta de nivel filosófico o de recursos) desde una apelación a la práctica, a la empiria, y a las múltiples disciplinas que configuran el terreno de la filosofía académica actual, lo que marca la indudable urgencia del debate filosófico sobre la interpretación, situándolo en un muy merecido primer plano.

 

Victoria Pérez Monterroso

Universidad Complutense de Madrid