Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 85 (2022), pp. 113-128

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

http://dx.doi.org/10.6018/daimon.398791

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Ciudadanía democrática y ethos científico: una perspectiva pragmatista

 

Democratic citizenship and scientific ethos: a pragmatist
perspective

 

CARLOS MOUGAN*

 

Resumen: La erosión de la confianza en las capacidades epistémicas de la ciudadanía tiene en su raíz la radical separación entre hechos y valores que el pragmatismo ha considerado como clave de nuestra cultura. Hoy es posible superar el dualismo sobre la base de un conjunto de virtudes y disposiciones individuales que son tanto éticas como epistémicas. Este entrelazamiento entre lo ético y lo epistémico pone de manifiesto la imbricación entre una concepción deliberativa de la democracia con su exigencia de una ética cívica y los requerimientos de una ética de la investigación científica en el marco de una sociedad democrática.

Palabras clave: ciudadanía democrática, ethos científico, virtudes cívicas deliberación

Abstract: The erosion of confidence in the epistemic capacities of citizenship has at its root the radical separation between facts and values that pragmatism has considered as the key to our culture. Today it is possible to overcome dualism on the basis of a set of virtues and individual dispositions that are both ethical and epistemic. This entanglement between the ethical and the epistemic highlights the overlap between a deliberative conception of democracy with its demand for a civic ethic and the requirements of an ethics of scientific research within the framework of a democratic society.

Keywords: Democratic citizenship, scientific ethos, civic virtues, deliberation.

 


Recibido: 11/10/2019. Aceptado: 03/02/2020..

* J. Carlos Mougan Rivero es Doctor en Filosofía y profesor titular de Filosofía moral y política en la Universidad de Cádiz. Correo electrónico: carlos.mougan@uca.es. Especialista en la obra de J. Dewey, sus investigaciones giran en torno a “calidad de la democracia y virtudes cívicas”, “ética y democracia”, “perfeccionismo liberal” y “ética profesional y de la investigación científica”. Recientemente ha publicado “Ética profesional y ciudadanía democrática: una aproximación pragmatista” ISEGORÍA. n.º 58, enero-junio, 2018, 135-156, “El valor de los principios: la ética del Trabajo Social desde la perspectiva del contextualismo pragmatista”. Cuadernos de Trabajo Social, 32(2), 2019, 289-300

 

 

1. Competencia epistémica ciudadana y la dicotomía hechos/valores

 

El escepticismo sobre la competencia ciudadana para dirimir cuestiones de contenido epistémico está en la raíz misma de los debates acerca de la posibilidad y el significado de la democracia desde los tiempos de Platón.

En la actualidad, diferentes acontecimientos políticos y sociales arrojan dudas sobre la dimensión epistémica de la democracia y ponen en cuestión la relación entre los conceptos de verdad y de ciudadanía democrática. Habrían contribuido a ello: el crecimiento de las corrientes populistas, que hacen prevalecer lo superficial, el eslogan, y la apelación a lo emocional (Vallespín y Bascuñana, 2017); las nuevas tecnologías y redes de comunicación y sociales, que supone la conformación de un publico afectivo, de una ciudadanía sentimental (Arias, 2016); y el proceso de globalización económica y de internacionalización de las instituciones que incrementa la complejidad de las cuestiones a decidir.

Por otro lado, un conjunto de teorías vendría a dar por buena la incapacidad epistémica de la ciudadanía. Así, esta no es un problema para las teorías liberales de carácter formal y procedimental que rechazan la dimensión epistémica de la democracia y ven en esta incapacidad la confirmación de sus supuestos teóricos: que la democracia tiene que ver exclusivamente con instituciones jurídico políticas y con procesos de selección y control del poder, y no con la conformación de un tipo de ciudadanía. Se trata de la también denominada “democracia de mercado” por la analogía que establece entre comportamiento electoral de los votantes y el de los consumidores en una economía de mercado a cuyo modelo de racionalidad se subordinan los demás propósitos en un caso y en el otro (Schumpeter, 1971; Downs, 1973)1. A este grupo habría que añadir aquellas teorías de inspiración humeana que desconfían de que la razón pueda mover solo por sí misma a los seres humanos y, en consecuencia, no confían en una opinión pública ilustrada como guía del proceso hacia una sociedad más democrática (Haidt, 2019). Ocurre lo mismo con quienes adoptan una perspectiva deflacionista sobre el concepto de verdad llegando a interpretar que esta tiene connotaciones autoritarias que imponen un rechazo del pluralismo social convirtiéndose en enemiga de la idea de democracia misma (Urbinati, 2014).

Esta erosión de la confianza en las capacidades epistémicas de la ciudadanía tiene en su base una interpretación filosófica de profundas raíces en nuestra cultura. La idea que subyace es que las cuestiones acerca de la verdad tienen que ver con hechos y las relativas a la democracia tienen que ver con juicios de valor ético – políticos que son expresión de intereses, necesidades o deseos, en definitiva, de preferencias subjetivas. Se establece, de este modo, la separación entre ciencia y moral, entre hechos y valores, entre la búsqueda rigurosa del mejor conocimiento y el funcionamiento de la democracia. Las consecuencias de este dualismo son perniciosas para ambos lados de la cuestión; tanto para la investigación científica como para la búsqueda de lo correcto.

El pragmatismo en un sentido amplio, y Dewey con una intensidad especial, habrían advertido de la extraordinaria relevancia social de la dicotomía hecho/valor2. Así, Dewey entendió que esta dicotomía está vinculada con la gama tradicional de dualismos que caracteriza a las sociedades occidentales: física y moral, naturaleza y cultura, teoría y práctica, ciencias naturales y sociales, utilidad y belleza, cuerpo y mente ... (LW 14, 141 – 155). Además, señaló las consecuencias perjudiciales en términos de su impacto ético, social y político: la falta de cooperación social entre clases, el surgimiento del liberalismo económico individualista, el triunfo de un individualismo aislado de sus consecuencias sociales, la falta de aplicación de inteligencia a problemas morales, el divorcio entre expertos y ciudadanos, etc. (Dewey, LW 2, 238 – 259).

En este sentido, Putnam ha continuado la herencia de Dewey en The Collapse of the Fact / Value Dichotomy, y nos indica lo perjudicial de esta dicotomía: “Lo peor de la dicotomía hecho / valor es que, en la práctica, funciona como un obstáculo para la discusión, y no solo como un impedimento para la discusión, sino como un paralizador de pensamientos” (Putnam, 2002, 44).

La denuncia de este dualismo es, al mismo tiempo, una llamada a su superación. En un volumen colectivo reciente dedicado a profundizar el significado del colapso de la dicotomía anunciada por Putnam, podemos leer: “Este dualismo, el más dogmático de la modernidad, sólo desaparecerá cuando la ciencia tome conciencia de cómo sus propias investigaciones están cargadas de valor” (Marchetti, 2017, 15).

Interpretando a Putnam, la capacidad de “paralizar los pensamientos” de este dualismo se refiere no solo al desarrollo científico y técnico para el cual los valores morales son extrínsecos, sino también a la esfera de los valores éticos y políticos que se perciben solo como expresión de preferencias subjetivas. Así ocurre con el concepto mismo de democracia cuando se entiende que algo es cierto porque es lo que la mayoría quiere. Superar el dualismo requiere examinar las condiciones por las cuales los ciudadanos tienen ciertas preferencias y no otras y analizar el proceso de construcción de preferencias para determinar su relación con la información y actitudes apropiadas.

Ahora bien, ¿en qué elementos cabe apoyarse para mostrar la oportunidad y necesidad de la continuidad entre la búsqueda de la verdad y la de la justicia?

La propia tradición del pragmatismo americano estableció las bases para dicha continuidad al señalar que tanto en el ámbito de la investigación científica como en el de la moral o política estamos ante el mismo tipo de tarea: la resolución de problemas colectivos mediante el uso de la inteligencia. Dewey utilizó el término “investigación” (inquiry) para referirse a la manera en que una comunidad se enfrenta a una situación problemática y trata de transformarla mediante la cooperación y el uso de la inteligencia experimental. Esta caracterización incluye a las ciencias naturales y sociales, a las artes y humanidades, a las consultas profesionales y a las indagaciones ordinarias. En todos los casos, y aceptando las diferencias que hay entre ellas, el factor decisivo es que el proceso de conocimiento surge de problemas, busca resolverlos a través de su control y transformación, haciendo distinciones y estableciendo relaciones entre datos y significados, dependiendo su resultado del esfuerzo cooperativo en la búsqueda del bien común (LW 12, 105-123)3. Más recientemente Bohman ha utilizado esta perspectiva para caracterizar la democracia: “De acuerdo con una consideración pragmática la democracia misma es una forma de investigación típica de resolución de problemas mediante la actividad social cooperativa” (Bohman, 2004, 24)

Nuestra propuesta será entender que esta continuidad entre ciencia y democracia es posible establecerla hoy desde el punto de vista normativo en base al conjunto de disposiciones y virtudes que tanto la buena ciencia, o investigación responsable, como la calidad de la democracia requieren. Y es que tanto los estudios sobre ética de la investigación científica (apartado dos) como una parte de la bibliografía sobre democracia deliberativa (apartado tres) vienen a coincidir en la necesidad del desarrollo de determinadas disposiciones que son al mismo tiempo epistémicas y morales. Las virtudes cívico deliberativas que exige la democracia y las virtudes epistemológicas que conlleva la buena ciencia vienen converger en lo que no es sino una consecuencia de la afirmación del entrelazamiento entre hechos y valores, entre lo epistémico y lo normativo (apartado cuarto). El pragmatismo al deshacerse de las grandes convicciones y la retórica sobre la objetividad, la verdad o la libertad establece un marco propicio para afirmar que las disposiciones y virtudes deliberativas son la base tanto de un desarrollo científico moralmente responsable como de una ciudadanía democrática.

 

2. La ciencia como empresa valorativa y la “ciencia ciudadana” como ideal normativo

 

Si miramos el problema desde el lado de la investigación científica, la idea de que los científicos se centran en los estudios y la investigación, mientras que los políticos y el público son responsables de su aplicación, supone que la ciencia se ocupa exclusivamente de hechos y no de valores. Resnik nos recuerda los fundamentos de este ideal de una ciencia libre de valores:

 

La objetividad de la ciencia se ha entendido tradicionalmente de dos maneras diferentes: 1) la ciencia se basa en una realidad independiente de la mente, es decir, es verdadera o objetiva; y 2) la ciencia no tiene valores, es decir, los juicios y las decisiones científicas se basan en pruebas y razonamientos, no en valores morales, políticos u otros valores” (Resnik y Elliot, 2016, 32).

 

Aun cuando las dos ideas están estrechamente vinculadas entre sí, vamos a centrarnos en la segunda. Con independencia de si el ideal de una ciencia libre de valores tiene una larga historia, o es relativamente reciente como considera Douglas (2009, 44-65), la pretensión de que la ciencia está cargada de valores “ya no parece controvertida entre los filósofos de la ciencia quienes se han acostumbrado a ver caer uno tras otro los pilares del positivismo” (McMullin, 2012, 687). Existe una práctica unanimidad en considerar hoy que la ciencia es una actividad evaluativa, guiada y presidida por valores éticos. De entrada, el hecho de apostar por el método científico mejor que por cualquier otra opción es ya una manera de situarse valorativamente en el mundo. Además, en la nueva forma de entender ciencia y sociedad, esta última aparece formando parte de la caracterización de la ciencia. Intereses y valores éticos y sociales no son una realidad externa a la ciencia sino parte integral de su estructura y definición. Los criterios de demarcación entre ciencia y tecnología, entre investigación fundamental y aplicada han sido puestos en cuestión. Para Nowotny, “la ciencia ya no puede considerarse como un espacio autónomo claramente delimitado de los ‘otros’ de la sociedad, la cultura y (más discutiblemente) la economía. En cambio, estos dominios se han vuelto tan ‘internamente’ heterogéneos e ‘externamente’ interdependientes, incluso transgresores, que han dejado de ser distintivos y distinguibles” (Nowotny et al, 2002, 1). Desde luego, es innegable que cuando tenemos que aceptar una teoría o elegir entre ellas, nuestra decisión se basa en criterios de evaluación como la testabilidad,, la previsibilidad, la simplicidad, la coherencia ... El hecho de que estos sean valores no prejuzga el tipo de valores de que se trata. Así, por ejemplo, Douglas entiende que podríamos considerar que los “llamados” valores epistémicos son “menos parecidos a los valores y más parecidos a los criterios que todas las teorías deben cumplir” (Douglas, 2009, 94). Por su parte, las teorías feministas habrían puesto de manifiesto que lo estrictamente cognitivo está mediado social y políticamente de manera que la elección entre unas virtudes “puramente cognitivas” y otras habría estado influido por intereses sociopolíticos (Longino, 1995). Pero más allá de la disputa sobre la naturaleza de estos “criterios valorativos”, o “valores meramente epistémicos” lo que nos interesa subrayar es la presencia y prioridad de los valores éticos en la investigación.

En este sentido, deberíamos aclarar que la cuestión no es si existen valores morales de facto en la tarea de investigación, sino si es posible o conveniente que los haya. Puede suceder que los investigadores estén guiados por orientaciones ideológicas, aunque sería deseable que las dejaran de lado. Por el contrario, la literatura sobre ética de la investigación científica está de acuerdo en lo inevitable que es la presencia de factores éticos en la investigación. Por ejemplo, Resnik (2016, 33-34) advierte sobre cuatro campos donde encontramos de manera ineludible valores no epistémicos. Primero, “los valores no epistémicos a menudo influyen en la decisión de realizar una investigación sobre un tema en particular, es decir, la selección del problema”. El caso ejemplar paradigmático es cómo las compañías farmacéuticas asignan dinero para apoyar la investigación. También tenemos valores no epistémicos en el diseño de la investigación (especialmente cuando humanos o animales están involucrados en los experimentos). Basta pensar en las diferencias entre Europa y los EE. UU. con respecto a los límites de la investigación sobre células y órganos humanos. Según algunas interpretaciones, esta es una de las claves para explicar la diferencia de resultados en la investigación biomédica. Además, los valores éticos están presentes en la interpretación de datos y, finalmente, en “decisiones y juicios relacionados con la aceptación o rechazo de una teoría o hipótesis ... ya que las teorías y las hipótesis pueden tener consecuencias significativas para una sociedad”. Por ejemplo, ¿cuánta evidencia se necesita para garantizar la eficiencia de un nuevo medicamento?

La presencia inevitable de valores éticos en la investigación cambia la pregunta de si existen valores éticos a una más realista sobre cuáles son los valores que deberían guiar la investigación. El hecho de que aceptemos que la ciencia se guíe por valores morales no significa un rechazo de su objetividad o imparcialidad. De hecho, este es su principal activo, especialmente cuando exigimos que la ciencia y los científicos garanticen un juicio justo y fiable.

Bajo esta perspectiva se hace necesario estipular una nueva forma de interpretar la objetividad, una que no la considere libre de valores y admita una gradación de los mismos. “La objetividad no garantiza la verdad, sino que asegura que la afirmación fue el resultado de nuestro mejor esfuerzo para comprender el mundo de manera precisa y fiable” (Douglas, 2009, 117). Para aclarar el significado de objetividad, Douglas se deshace del marco tradicional para indicar que esta consiste en procesos. Depende de si hablamos de nuestras interacciones con el mundo, de si tiene que ver con los procesos de razonamiento o, finalmente, en relación con los procesos sociales. En cada uno de estos casos encontramos diferentes significados de objetividad que tienen que ver con la fiabilidad de los procesos. Por ejemplo, si hablamos de nuestra interacción con el mundo cuando las evidencias en áreas dispares de investigación apuntan hacia el mismo resultado, aumenta nuestra confianza en la fiabilidad de ese resultado y, por tanto, en su objetividad.

Douglas también distingue entre tres tipos de valores que están presentes en la investigación. Por un lado, los valores éticos en sí mismos son aquellos que tienen que ver con lo bueno y lo correcto. Ejemplos de este tipo de problema serían aquellos que tienen que ver con los derechos humanos, con los animales y con ciertos usos de la investigación. También tendríamos valores sociales que tienen que ver con justicia, privacidad, libertad o estabilidad social. Finalmente, tendríamos los valores epistémicos que ya hemos mencionado antes. “Por lo tanto, los valores éticos, sociales y cognitivos ayudan a los científicos a decidir hacia dónde dirigir sus esfuerzos y se reflejan tanto en las decisiones de financiación como en las propias elecciones de los científicos” (Douglas, 2009, 99)

Una vez que se acepta el requisito de considerar los valores morales como parte inevitable de la investigación científica, sería conveniente, de acuerdo con The European Code of Conduct for Research Integrity hacer la siguiente diferenciación:

 

Se debe hacer una distinción entre dos categorías de problemas: problemas relacionados con la ciencia y la sociedad, enfatizando el contexto socio-ético de la investigación, y problemas relacionados con la integridad científica, enfatizando los estándares de conducta al realizar investigaciones. Por supuesto, no hay una línea de separación perfecta entre las dos categorías. (ALLEA, 2013, 10)

 

En relación con la segunda de las cuestiones, dada la creciente preocupación con el comportamiento de los científicos, la proliferación de códigos éticos de las universidades y centros de investigación han hecho hincapié en los valores y principios que los científicos deberían seguir. Esto ha cambiado la manera en que podemos caracterizar la actividad científica. El ideal mertoniano (comunalismo, desinterés, universalismo y escepticismo organizado) que “buscaba desarrollar argumentos sobre el ethos de la ciencia que demostraran que, en última instancia, la ciencia solo podría florecer en las sociedades democráticas” (Nowotny et al, 2002, 59) es reformulado hoy mediante la elaboración de principios de conducta que los investigadores han de seguir para que podamos hablar de una buena actividad científica4. Una mirada a estos principios, tal y como aparecen en los códigos de conducta, pone de manifiesto la extraordinaria imbricación entre lo epistémico y lo moral. Se suele utilizar el concepto de integridad para referirse a la adhesión al conjunto de valores que han de regir la conducta del científico y que aparece, por tanto, como el valor primordial de la actividad científica. Si tomamos como referencia The European Code of Conduct for Research Integrity los principios que allí se contienen son los siguientes: honestidad, fiabilidad, objetividad, imparcialidad e independencia, comunicación abierta, deber de cuidado, justicia o responsabilidad para las generaciones futuras (ALLEA, 2013, 11). La aplicación de estos principios tiene que ver con el desarrollo en el científico de habilidades y actitudes que, utilizando la terminología filosófica tradicional, podemos caracterizar como virtudes. Incluso en las disposiciones más vinculadas a la dimensión epistémica de la ciencia resulta difícil distinguir su vertiente cognitiva de la ética. No deja de ser llamativo, y una demostración de este entrelazamiento entre lo moral y lo epistémico, que la primera cualidad que se demande del científico en los códigos éticos de investigación sea la honestidad, una virtud primordialmente moral que, por lo demás, es la base de nuestra vida civil y política. Aunque su caracterización no deja de ser propia del ámbito científico se trata de una especificación del principio genérico de carácter moral: “Presentar objetivos e intenciones de investigación, en informes precisos y matizados sobre métodos y procedimientos de investigación, y en transmitir interpretaciones válidas y afirmaciones justificables con respecto a posibles aplicaciones de resultados de investigación” (ALLEA, 2013, 10).

Por otro lado, aunque las noticias sobre ciencia suelen referirse a la segunda categoría de cuestiones citadas anteriormente -integridad científica- (piénsese en la falsificación, el plagio, las malas prácticas en la publicación, ...) deberíamos pasar ahora a la primera. En el marco europeo, el concepto que se ha forjado para referirse a la dimensión ética desde la perspectiva de sus consecuencias sociales se denomina Investigación e Innovación Responsables (RRI) 5.

En 2013, la Comisión Europea explicó RRI de la siguiente manera: “La investigación e innovación responsables significa que los actores sociales trabajan juntos durante todo el proceso de investigación e innovación para alinear mejor tanto el proceso como sus resultados, con los valores, necesidades y expectativas de la sociedad europea” (EU, 2013, 55). Como consecuencia, esta interpretación requiere que, para ser considerados responsables, quienes inicien y participen en los procesos de investigación e innovación “tengan que (A) obtener conocimiento relevante sobre las consecuencias de los resultados de sus acciones y sobre la gama de opciones que se les ofrece y (B) evaluar de manera efectiva tanto los resultados como las opciones en términos de valores morales (que incluyen, entre otros, bienestar, justicia, igualdad, privacidad, autonomía, seguridad, sostenibilidad, responsabilidad, democracia y eficiencia) y (C) usar estas consideraciones (bajo A y B) como requisitos funcionales para el diseño y desarrollo de nuevas investigaciones, productos y servicios ” (EU, 2013, 56).

En 2015, y continuando en el contexto de la Comisión Europea, apareció un documento que especifica el significado de RRI a través de indicadores que nos permiten controlar y evaluar los impactos de las iniciativas de RRI y evaluar su desempeño (Strand, 2015). Inicialmente había seis indicadores: compromiso público, igualdad de género, educación científica, acceso abierto, ética y gobernanza (buena), y luego se incluyeron dos más: sostenibilidad y justicia social.

Algunas de las características de estos documentos que se relacionan con RRI indican que la ciencia y la investigación están muy lejos de la perspectiva tradicional del conocimiento científico. Por ejemplo, el indicador de “Compromiso público” va más allá de exigir la responsabilidad de las instituciones públicas e implica que la ciencia tiene el compromiso social “de proporcionar estímulo, oportunidades y competencias para empoderar a los ciudadanos a participar en debates sobre ciencia e innovación, con posibles comentarios críticos y hacia el futuro sobre el proceso científico” (Strand, 2015, 21). La idea de empoderar a los ciudadanos aparece como una característica definitoria de la buena ciencia. Tal idea explica que un indicador de la buena ciencia es que la investigación científica y los logros están presentes en las iniciativas civiles, los medios de comunicación, las actividades recreativas de los ciudadanos y la creación de una “atmósfera de cultura científica” (Strand, 2015, 25). Por lo tanto, la “educación científica” aparece como un factor importante para identificar una buena investigación científica y esta educación se entiende no solo como un medio para reclutar nuevos investigadores, sino, sobre todo, para garantizar que los actores sociales tengan las herramientas necesarias para comprender y participar en los debates sobre procesos de innovación.

En el texto sobre los indicadores de una ciencia responsable que estamos analizando, podemos leer que uno de sus requisitos es “’Aumentar el interés’ en la ciencia entre niños y jóvenes, con el propósito de ... permitirles ‘contribuir a una sociedad alfabetizada en ciencia‘, es decir, convertirse en ciudadanos científicos” (Strand, 2015, 29). Se ha forjado así el concepto de “ciencia ciudadana”6 para referirse a la necesaria capacitación de la ciudadanía para entender y decidir sobre el desarrollo científico.

En definitiva, la ciencia es una actividad guiada por valores con contenido ético y político. El ethos científico requiere del desarrollo de disposiciones y virtudes que son al mismo tiempo epistémicas y cívicas. Por otro lado, la ciencia ha incorporado el concepto de responsabilidad como eje alrededor del cuál pensar el rol que el conocimiento debe jugar en la sociedad. Esto implica que las investigaciones requieren hacerse cargo de las consecuencias en términos éticos y políticos de su actividad y examinar la labor que hacen desde el punto de vista de su contribución a una ciudadanía y una sociedad más democrática. La diseminación de las disposiciones y actitudes científicas entre la ciudadanía forma parte nuclear de la propia tarea científica

 

3. Las virtudes deliberativas: investigación científica y democracia

 

El conjunto de indicadores, así como los documentos sobre la responsabilidad del investigador, dibujan una imagen de la ciudadanía que podemos vincular con una específica interpretación de la democracia. Lo que estos documentos ponen de manifiesto es que la investigación científica requiere no sólo que los investigadores tomen en consideración principios éticos sino también que las actitudes, disposiciones y competencias permitan a los ciudadanos una participación inteligente en la disputa sobre cuestiones de interés colectivo basado en información fiable y contrastada. En la medida en que se considere importante para la vida pública la conformación de hábitos científicos, de actitudes experimentales, de compromiso para la búsqueda de soluciones racionales, nos estamos adhiriendo a una concepción deliberativa y epistémica de la democracia7.

La pretensión epistémica de la democracia, la idea de que la democracia guarda una especial vinculación con la lógica y con la noción de verdad tiene, desde luego, una larga historia detrás de sí y es un elemento divisorio entre las distintas teorías de la democracia. Vargas-Machuca resume el significado de esta dimensión epistémica de la democracia y su significado para la ciudadanía: “En un régimen democrático creencias, preferencias y decisiones deben justificarse sobre la base de una información solvente, apropiada al caso, y con razones valiosas y disponibles para todos. La calidad de nuestras democracias depende de que en la comunicación política y en la formación de la “opinión publica” primen la veracidad sobre la mentira y la cháchara, la imparcialidad sobre la deriva sectaria y la transparencia sobre lo opaco” (Vargas-Machuca, 2015,278)

Esto convierte al componente deliberativo en elemento central de la calidad de la democracia. Siguiendo con esta misma perspectiva, Martí caracteriza así la deliberación: “el proceso de toma de decisiones consiste en un acto (o proceso) de comunicación colectiva y reflexiva en el que se intercambian razones que cuentan como argumentos a favor o en contra de una determinada propuesta o un conjunto de ellas con la finalidad de convencer racionalmente a los demás, y en el que los demás persiguen la imparcialidad en sus juicios y valoraciones” (Martí, 2006, 24). Asimismo, especifica en qué consiste la argumentación: “el principio de la argumentación consiste en un intercambio desinteresado de razones a favor de una propuesta u otra, en condiciones de absoluta igualdad, con la disposición a ceder ante la presentación de un mejor argumento y con el objetivo compartido de tomar una decisión correcta” (Martí, 2006, 44)

La afinidad entre el procedimiento científico y el proceso democrático es evidente. En este sentido, y teniendo como referencia la filosofía pragmatista de Dewey, Kitcher ha desarrollado el concepto de “ciencia bien ordenada” que responde a la idea de establecer “un concepto del significado de la ciencia que se adecue a los ideales democráticos” (Kitcher, 2011,99). La ciencia bien ordenada remite a la deliberación como el lugar de encuentro de ciencia y democracia. “La ciencia está bien ordenada cuando la solución a los problemas que se propone sería respaldada por una conversación ideal, que incorpora todos los puntos de vista humanos bajo condiciones de un compromiso mutuo” (Kitcher, 2011, 99). Para Kitcher, la ciencia está bien ordenada “en la medida en que los procedimientos de decisión realmente fueran los mismos que los resultados de una deliberación ideal” (Longino, 2002, 565)

Lo que nos interesa destacar aquí es que tanto para una (deliberación política) como para la otra (racionalidad científica) la relevancia de las disposiciones individuales es determinante. Para empezar, conviene destacar entre ellas la centralidad que se concede a la búsqueda de la imparcialidad. Como Martí señala, con preferencias parciales o meramente autointeresadas no es posible la deliberación política. No se trata de eliminar el concepto de interés de la vida pública sino de resaltar que “los intereses que cuentan en la esfera pública son los intereses intersubjetivos, esto es, aquellos que inspiran preferencias imparciales que pueden ser defendidas mediante razones que puedan ser aceptadas por los demás. De modo que los intereses que quedan descartados son los que no pueden pasar el filtro argumentativo, es decir, los intereses egoístas. En definitiva, los intereses intersubjetivos son los que consiguen pasar el test de la imparcialidad, un test proporcionado por el propio procedimiento deliberativo” (Martí, 2006, 73). De hecho, como la tradición republicana ha resaltado, y frente a la tradición liberal que ha entendido la política como mera expresión de preferencias, una manera de caracterizar la deliberación es como un proceso de transformación de preferencias que enseña al que delibera a adoptar un punto de vista que tome en consideración el de los demás, el interés general. En el ámbito de la investigación científica ya habíamos señalado que también la imparcialidad es uno de los principios que ha de regir la actividad del científico y su caracterización no puede ser entendida por apelación a una objetividad desligada de intereses. El código europeo de investigación interpreta la imparcialidad como independencia respecto de las partes, o de grupos de presión con intereses ideológicos, políticos, o económicos (ALLEA, 2013, 11). Se ha señalado que justamente la manera en que el método científico aborda las disensiones superando el quedar encerrado en sesgos personales o culturales resulta su mejor contribución a la vida política. “El verdadero servicio de la ciencia a la democracia es que proporciona el mejor ejemplo de cómo se puede superar el sesgo sectario y cómo un grupo altamente heterogéneo de personas puede aceptar ser dirigido por un conjunto de estándares comunes”. (Parsons, 2005, 181)

Además de la imparcialidad, es necesario destacar la importancia tanto en la deliberación política y moral como en la investigación científica de la predisposición “a cambiar de opinión y por tanto de voto, ante un mejor argumento presentado por un conciudadano, que disponga de suficiente competencia epistémica, ..” (Marti, 2006, 297). En el ámbito científico el falibilismo, la ausencia de certezas absolutas y la falta de garantías, la idea de que todo conocimiento puede, en principio, ser erróneo y por tanto está sujeto a que posteriores evidencias lo confirmen o refuten es uno de sus rasgos definitorios. La investigación aparece como un proceso autocorrectivo sin puntos de partida o de llegada absolutos. Esto no quiere decir que no haya principios o verdades que se tomen como punto de partida, pero estos son el resultado de procesos e investigaciones anteriores que, en todo caso, están siempre sometidos a la crítica y su evaluación producto de la contrastación empírica.

En el seno del pragmatismo encontramos la afirmación de que el falibilismo pone las bases y muestra el significado de la continuidad entre hechos y valores. Como vimos anteriormente (véase la cita de Resnik a propósito de los fundamentos de una ciencia libre de valores) la idea de que existe la verdad como una realidad fija y externa, de que la ciencia se basa en una realidad independiente de la mente, constituye una de las afirmaciones centrales para el establecimiento de la dicotomía hechos / valores y su rechazo es, precisamente, el punto de partida de la orientación pragmatista. Bernstein lo ha enfatizado: “Esta mentalidad falibilista nos ayuda a apreciar lo que Putnam quiere decir cuando atribuye a los pragmatistas la tesis de que no existe una dicotomía fundamental entre “hechos” y “valores”; y la tesis de que, en cierto sentido, la práctica es primaria en filosofía” (Bernstein, 2005,73).

El falibilismo, de acuerdo con Bernstein, no es una doctrina sino un conjunto de prácticas y de virtudes que necesitan ser socialmente alimentadas. Requiere estar dispuesto a someter nuestras ideas al escrutinio público, escuchar cuidadosamente a quienes la critican, imaginar nuevas hipótesis y conjeturas, y someterlas al análisis de la comunidad de investigadores. De acuerdo con esta visión el falibilismo está intrínsecamente vinculado a la democracia; esto es, se basa en la tolerancia y en el compromiso con la idea de modificar y cambiar las propias posiciones a la luz de los argumentos que se esgrimen en la discusión publica. Los pragmatistas comparten con republicanos y deliberativistas la idea de que la democracia es más que un conjunto de instituciones, de procedimientos formales para el voto o de garantías de derechos individuales. Aun reconociendo la importancia de estos factores lo que la democracia necesita es una cultura de prácticas cooperativas, de considerar la pluralidad de perspectivas como una oportunidad para el desarrollo de una inteligencia cooperativa. Es importante advertir que el falibilismo no tiene nada que ver con escepticismo o con proclamar que el conocimiento no es posible. Antes bien se presenta como una alternativa frente al dilema entre certezas absolutas y el absoluto relativismo. “El falibilismo es la creencia de que cualquier pretensión de conocimiento o, de manera más general, cualquier pretensión de validez, incluidas las morales y políticas, está abierto a examen, modificación y crítica continuos” (Bernstein, 2005, 70). El mayor enemigo de la democracia, según esta interpretación radica en la presencia de una mentalidad fundamentalista y absolutista.

Sin entrar en si podemos encontrar casos históricos en los que la ciencia haya avanzado en contextos donde prevalecía el dogmatismo y la intransigencia política8 diversos autores siguiendo el hilo argumental abierto por Popper en La sociedad abierta han insistido en la relevancia de las actitudes experimentales para la democracia. Así, para Taverne, “la democracia es el único medio a través del cual el proceso de decidir por evidencia puede encontrar expresión política, a diferencia de las dictaduras donde el mandato y la autoridad fiduciarios y de autoridad están prohibidos” (Taverne, 2005, 263). La democracia liberal, y con él el espíritu científico, aparece como enemiga del dogmatismo y del extremismo

Ahora bien, imparcialidad y mentalidad falibilista no son sino dos de las virtudes que se requieren para las buenas prácticas deliberativas. Si miramos a las virtudes que el Código Europeo considera imprescindibles para una ciencia responsable nos encontramos que son también las deseables para una concepción normativa y deliberativa de la democracia. La preocupación por la inclusión, por las generaciones futuras, por el mundo animal y el medioambiente, ligado a los valores de la igualdad, sostenibilidad, autonomía, privacidad, bienestar, …, son exigencias tanto para una ciencia socialmente responsable como para el desarrollo de una democracia de calidad. Razón pública y ciencia guardan un vínculo intrínseco, de manera que “un mejor conocimiento y aprecio de los valores integrados en la investigación científica son esenciales para una sociedad civil liberal” (Koertge, 2005, v). En definitiva, ciencia y valores, investigación y democracia coinciden en la necesidad de la extensión de las virtudes cívico deliberativas.

 

4. Lo epistemológico es normativo

 

Es cierto que la relevancia de contar una ciudadanía bien informada y con las disposiciones pertinentes, ha sido ya subrayada por las teorías republicanas y deliberativas. Pero, por lo general, el acento sobre las disposiciones cívicas requeridas para el buen funcionamiento de la democracia ha sido entendida de manera exclusivamente epistémica -las requeridas para la deliberación- y desligándola de otras disposiciones, como las de carácter ético, por entender que unas y otras son discontinuas y que las últimas forman parte de un ámbito al que los requerimientos políticos no pueden ni deben acceder por invadir el espacio privado acotado por el liberalismo. Partiendo de los supuestos epistémicos antifundacionalistas propios del pragmatismo americano, autores como Misak (2000) o Talisse (2005, 118-121; 2007, 85-98) han defendido que la democracia y la autonomía moral requiere exclusivamente competencias epistémicas. Al tiempo que mantienen la demanda de una cultura “epistémicamente responsable” que se atenga a razones, rechazan, contra lo que aquí se defiende, que estas capacidades sean dependientes de los valores morales. Fue de alguna manera la misma tesis defendida por Mill, quien para garantizar la libertad frente al dogmatismo demandó que el sistema de educación pública certificara la capacidad para el juicio reflexivo de los ciudadanos pero que en orden a garantizar el pluralismo moral de los ciudadanos quisiera evitar cualquier clase de adoctrinamiento moral por parte del estado (Mill, 1991, 219-223). Frente a ellos se trata de destacar aquí la continuidad entre los componentes epistémicos y los éticos y, consecuentemente, la imposibilidad de defender la promoción de la crítica y la reflexividad, pero no de las virtudes éticas como la integridad, la honestidad, la tolerancia, …

La coincidencia entre las virtudes cívicas y los valores de la investigación científica es algo más que incidental; ha de ser entendida como reflejo de una continuidad sustancial entre lo ético y lo epistémico. El reconocimiento del papel de las virtudes morales en el conocimiento exige una reinterpretación del proceso de deliberación y, por tanto, de las teorías deliberativas. No se trata de que los aspectos emotivos preparen al individuo para el razonamiento y juicio correcto, el que decide sopesando argumentos, como si se tratara de un elemento externo a él, sino que los aspectos motivacionales y actitudinales habilitan y forman parte del ver y juzgar correctos. En definitiva, la actitud y disposición del agente no son solo una condición externa de la posibilidad del ver y entender moral sino un elemento integral de la percepción y el razonamiento moral que lo hacen posible9. Esta interpretación cae, en el ámbito de la teoría moral, del lado de las teorías del agente que, frente a las teorías principialistas (kantianas, consecuencialistas,..), quieren acentuar la relevancia de las disposiciones individuales en la determinación del juicio correcto. Lo que la perspectiva del agente -y del ciudadano en consecuencia- nos permite ver es que sólo individuos con las actitudes propias serán capaces de razonar adecuadamente y buscar la solución correcta, y que esto es a causa de la propuesta práctica que emerge de un juicio que considera que la verdad no es algo fijo o externo que está esperando a ser descubierto. Esta perspectiva que enfatiza la relevancia del agente a través del papel de la virtud ética en el conocimiento ha sido desarrollada por los “epistemólogos de la virtud” (Turri et al, 2018). En particular, Zagzebski ha querido demostrar “cómo una epistemología basada en la virtud es preferible a una epistemología basada en las creencias por las mismas razones que una teoría moral basada en la virtud es preferible a una teoría moral basada en los actos” (Zagzebski, 1996, xv). Pero esta autora no quiere enfatizar solo el paralelismo entre epistemología y moral que es consecuencia de la centralidad dada al agente y sus virtudes en la determinación de las verdaderas creencias y los actos correctos. Quiere también subrayar la imposibilidad de separar una de la otra y la convicción final de que “aunque hay algunas severas diferencias en el grado en que estas dos clases de virtudes envuelven fuertes deseos y sentimientos, argumentaré que una virtud intelectual no difiere de ciertas virtudes morales más de lo que una virtud moral difiere de otra, que los procesos relacionados con las dos clases de virtudes no funcionan de manera independiente, y que esto distorsiona en gran medida la naturaleza de ambos al intentar analizarlas como ramas separadas de la filosofía. Las virtudes intelectuales son mejor vistas como formas de la virtud moral” (Zagzebski, 1996, 139). En otras palabras, “la epistemología normativa es una rama de la ética” (Zagzebski, 1996, 258).

La continuidad entre lo epistémico y lo ético nos permite también enfrentar otra de las manifestaciones del dualismo hechos/valores; el que opone a expertos y ciudadanos10. Pues desde la perspectiva que aquí se defiende se evitan las dos formas perversas de esta relación: la paternalista, que entiende que los ciudadanos deben -ciegamente- confiar en la voz de aquellos que poseen autoridad epistémica, y la libertaria, que opone a unos y otros y entiende que, por exponerlo en los mismos términos que utilizó Feyerabend (1983), entre libertad y verdad debemos optar por la primera. Respecto del paternalismo porque la descripción del ethos científico ya explicitado supone la responsabilización del científico tanto del propio desarrollo científico como de la divulgación del conocimiento y la capacitación ciudadana. Respecto de la libertaria porque malentiende la noción de ciudadanía -y su capacitación- democrática que la primacía de las virtudes deliberativas exige. La posición libertaria entiende que “lo que está en juego en la resolución de problemáticas sociales no es la proximidad a una verdad objetiva, en el sentido de representar la realidad tal como es o en el sentido más débil de generar conocimiento empírico confiable y replicable, sino la satisfacción de preferencias subjetivas” (Palitto et al, 2018, 9) El problema de esta última interpretación radica en que la democracia, al menos desde la interpretación aquí esbozada, no puede ser entendida simplemente como la satisfacción de las preferencias ciudadanas ya dadas. Dicho de otra manera, no todas las formas de conocimiento son igualmente valiosas y la democracia está vinculada con aquellas que tienen que ver con la prevalencia de las disposiciones y virtudes que ya hemos mencionado. La aparente paradoja acerca de si debe prevalecer la ciencia (conocimiento) sobre la democracia (libertad) es un problema de entender que ambos puedan existir de manera separada. No se trataría sino de una nueva versión del mencionado dualismo hechos/valores que queda disuelto una vez afirmada la continuidad entre lo epistémico y lo moral gracias a la centralidad dada al agente y las virtudes. Profundizar en una idea normativa de democracia requiere de la extensión entre la ciudadanía de un conjunto de virtudes que son, al mismo tiempo, las que se demanda desde el ámbito científico.

 

5. Conclusión

 

En definitiva, y siguiendo la inspiración del pragmatismo, una vez hemos aceptado la inexistencia de un mundo externo que nos impone la medida de lo verdadero, una vez hemos aceptado la contingencia y falibilidad de nuestro conocimiento, hemos de limitarnos a juzgar las prácticas en función de sus consecuencias. Esto supone tener un punto de vista siempre abierto, atento a los cambios, mirando al futuro, por lo que está ligado a “la convicción de que el cultivo de determinados hábitos de conducta entre los ciudadanos (hábitos críticos, vinculados a la autonomía, a la reflexividad, etc.) constituyen, al tiempo, el objetivo de una teoría y una práctica política legítimas, y el único «fundamento» al que podemos aspirar para validar nuestros proyectos” (Del Aguila, 2007).

Así pues, sea que hablemos de búsqueda de la verdad o de la autonomía moral y de la capacidad ciudadana para juzgar y decidir requerimos de ciertas capacidades que son tanto epistémicas como morales. Virtudes como la integridad, la honestidad, la falibilidad, la imparcialidad, la sensibilidad hacia el medio y los otros, son tanto virtudes intelectuales como cívicas. Por ello, en la interpretación de la democracia que queremos defender tan importante son los diseños institucionales como el compromiso de los ciudadanos, tan importante lo que las mayorías pueden querer en un momento determinado como el proceso mediante el que se han formado las preferencias. Es en este proceso de formación de preferencias donde se pone de manifiesto la importancia de que los ciudadanos tengan las disposiciones epistémicas y morales pertinentes.

El avance del escepticismo sobre el logro de un ciudadano con capacidades epistémicas tiene como base el dualismo que ha separado los hechos y los valores, que ha considerado que las virtudes epistémicas y morales están separadas. Pero tanto en documentos de ética de la investigación como en bibliografía sobre epistemología y teoría de la democracia, y de la mano de la inspiración filosófica del pragmatismo, hemos encontrado la necesidad de subrayar las disposiciones individuales, las virtudes cívicas y deliberativas como muestra de la continuidad entre conocimiento y moral, entre ciencia y democracia.

Esto supone una valoración crítica del estado actual tanto del desarrollo científico como de la ciudadanía democrática. Y es que el dualismo persiste mientras se entienda que el proceso de búsqueda de la verdad con las mejores herramientas disponibles no está relacionado con las formas de organizar la sociedad y lograr una buena vida. El dualismo persiste en la división entre una investigación científica cada vez más sofisticada dirigida por intereses económicos y privados y una ciudadanía sin actitudes científicas y experimentales que vive pasivamente sus consecuencias directa o indirectamente. El dualismo persiste porque científicos e investigadores, en sus diversas áreas de especialización, no han tenido una formación adecuada en responsabilidad social y en la capacitación para la reflexión sobre valores morales. Al mismo tiempo, la democracia retrocede allí donde hay ciudadanos mal informados, mal educados, sesgados y carentes de conocimiento verdadero y actitudes experimentales.

La ética de la investigación científica, el ethos científico, y la ética cívica democrática son dos lados de la misma interpretación de la realidad. Es la consecuencia de tomar en serio el colapso de la distinción de hechos / valores que conduce al vínculo intrínseco entre el conocimiento y la democracia, entre la ciencia y la moral, entre las aspiraciones colectivas de la transformación social y los medios disponibles para ello. Conectar el conocimiento y el bien, la ciencia y la justicia es, todavía hoy, una “tarea ante nosotros” (Dewey, LW 14: 224 – 231)

 

Referencias

 

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Referencias

 

1 Para un análisis de esta idea ver Ovejero (2008), p. 272

2 La crítica al dualismo y a la radical separación entre hechos y valores no es exclusiva del pragmatismo. Por el contrario, la habría compartido con la mayor parte de las corrientes de pensamiento del siglo XX críticas con el programa positivista. La singularidad a este respecto del pragmatismo radica en la centralidad que ha concedido a dicha escisión y haber insistido en la relevancia de sus implicaciones éticas y políticas poniéndola en conexión con la idea de democracia. Cabe incluir bajo esta consideración a autores como Dewey, Putnam, Bernstein y Rorty.

3 En este artículo entenderemos de manera similar los conceptos de ciencia e investigación siguiendo lo señalado en The European Code of Conduct for Research Integrity: “La ciencia, incluidas las ciencias naturales y sociales, así como las humanidades, es el conocimiento sistematizado obtenido a través de la observación y la experimentación, el estudio y el pensamiento ... A pesar de sus diferencias en contenido y métodos, todas las ciencias tienen una característica común: dependen de argumentos y pruebas, es decir, observaciones de la naturaleza o de los humanos y sus acciones y productos” (ALLEA, 2013, 8).

4 El establecimiento de la vinculación entre virtudes científicas y éticas no prejuzga que empíricamente el desarrollo de la actividad científica no se haya visto beneficiado por malas prácticas científicas. El hecho de que científicos como Pasteur o Mendel puedan no haber sido moralmente virtuosos no puede negar su contribución al avance de la ciencia. Así, según Paternotte e Ivanova, “las virtudes científicas no son necesarias ni suficientes para el éxito científico. Más bien, aumentan las probabilidades de una convergencia exitosa en presencia de los ingredientes correctos” (Paternotte e Ivanova, 2017, 1802). Ahora bien, si como estos autores mantienen, el vicio o la virtud del científico son beneficiosos para la ciencia dependiendo del contexto, ahora podemos decir que el contexto de la ciencia en el siglo XXI es tal que sólo interesa un determinado tipo de desarrollo científico. Sirva como ejemplo la manera de caracterizar la ciencia el preámbulo de la “Declaración sobre la ciencia y el uso del saber científico” de la UNESCO (http://www.unesco.org/science/wcs/esp/declaracion_s.htm)

5 En Estados Unidos el concepto que se usa para referirse a los mismos problemas y conceptos es Responsible Conduct of Research (RCR).

6 En el contexto europeo encontramos la European Citizen Science Association (ECSA), una asociación dedicada a promocionar la ciencia ciudadana. Ver https://ecsa.citizen-science.net

7 Claro que pueden encontrarse interpretaciones deliberativistas de la democracia que no consideran relevante la formación epistémico moral de la ciudadanía como sería el caso del deliberativismo elitista. Una explicación del modelo y una crítica al elitismo puede ser encontrado en Martí, (2006, 252 – 267)

8 Por ejemplo, Ferris defiende que ciencia y democracia se exigen mutuamente y que, históricamente, una y otra han ido de la mano. Así, “sostiene que la revolución democrática se desencadenó (tal vez no sea una palabra demasiado fuerte) por la revolución científica, y que la ciencia continúa fomentando la libertad política hoy” (Ferris, 2011, 8)

9 Estas ideas están desarrolladas en Mougán, C. (2016)

10 Para un desarrollo de esta relación ver Mougán, C. (2018)