Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 85 (2022), pp. 99-112

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

http://dx.doi.org/10.6018/daimon.398511

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Lo común y el mundo en común. Una reflexión desde el
pensamiento arendtiano

 

The Common and the World in Common. A Reflection from the Arendtian Thought*

 

MARÍA TERESA MUÑOZ**

 

A Nora Rabotnikof, mi maestra siempre

 

Resumen: A la luz de la propuesta arendtiana de espacio público, en este artículo se analiza uno de los conceptos que más interés está despertando en el contexto de la llamada filosofía política continental: lo común. Desde una revisión comparada con la obra de C. Laval y P. Dardot enfrento los siguientes interrogantes: ¿Qué perspectivas abre la obra arendtiana en la actual reflexión sobre lo común como principio político articulador? ¿Qué nuevas cuestiones suscita la idea de espacio público como comunidad política de Arendt al confrontarla con la propuesta de lo común?

Palabras clave: Espacio público, espacio de aparición, mundo en común, lo común, ley, institución, Estado

Abstract: In the light of the arendtian proposal of public space, this article discusses one of the concepts that is arousing the most interest in the context of the so-called continental political philosophy: the common. From a revision to the work of C. Laval and P. Dardot, I face the following questions: What perspectives does the arendtian work open in the current reflection on the common as an articulating political principle? What new questions raise the idea of public space as Arendt’s political community when confronted with the proposal of the common?

Keywords: Public space, space of appearance, world in common, the common, law, institution, State

 


Recibido: 08/10/2019. Aceptado: 02/03/2020.

* Este texto ha sido realizado en el marco del proyecto internacional Re-invenciones de lo común y nuevos antagonismos políticos. Líder: Laura Quintana. Proyecto Intertinstitucional-internacional CLASO. (2016-2019). Versiones germinales fueron presentadas en dos encuentros: V Congreso Iberoamericano de Filosofía, Ciudad de México del 19 al 21 de junio del 2019; XIX Congreso Internacional de Filosofía de la AFM, 14 de noviembre de 2018. Agradezco a los y las colegas asistentes sus atinados comentarios.

** Profesora de Asociada Tiempo Completo de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México. Correo: maytems@yahoo.com Su línea de investigación se centra en la teoría del juicio, con especial énfasis en la fructífera confluencia de dos perspectivas: desde la epistemología, la concepción epistémica de L. Wittgenstein; desde la filosofía política, las reflexiones de Hannah Arendt acerca de la Teoría del Juicio kantiana. Publicaciones recientes en torno a estos temas: “Ciudadanía, Estado-nación y derechos humanos. Una revisión crítica desde el pensamiento arendtiano” en M. Hernández y L. Placencia (coords.) Discusiones sobre ciudadanía, política y derechos, Ubijus/Universidad de Tlaxcala, 2020, y “Certezas, prácticas y contextos en Sobre la Certeza. Un rechazo al escepticismo desde el naturalismo pragmático-social”, D. Pérez Chico (Comp.), Wittgenstein y el escepticismo, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2018, pp. 93-126 y el artículo: “Validez ejemplar y comunidades de certezas. Kant, Arendt, Wittgenstein sobre el poder de juzgar críticamente”. Isegoría, Revista de Filosofía Moral y Política, núm. 57, julio-diciembre, 2017. doi: 10.3989/isegoria.2017.057.05

 

 

Introducción

 

Christian Laval y Pierre Dardot publicaron su libro Común. Ensayo sobre la revolución del siglo XXI en 2014. En este trabajo, definen lo común como principio político: “esa actividad de deliberación con la que los hombres se esfuerzan por determinar juntos lo justo, así como la decisión y la acción que proceden de esa actividad colectiva” (Laval y Dardot, 2015 [2014], 660). Desde tal definición, hacen una defensa del autocontrol democrático, esto es, de la capacidad de autogobierno de los sujetos mediante la participación en la esfera pública. En este punto, su propuesta coincide con la arendtiana de la acción en el espacio público. La concepción de los pensadores franceses enfatiza una idea de ciudadanía como principio de articulación que afecta a las diferentes posiciones subjetivas del agente social. Para ellos, la construcción de una identidad ciudadana democrático-radical es la construcción de un “nosotros” necesario para actuar en política y transformar la realidad. Esta propuesta los lleva a reducir drásticamente, —casi a eliminar—, el papel de las instituciones del Estado buscando, desde la inspiración de Castoriadis, la autoinstitución de la sociedad.

Para Arendt, en cambio, si bien es imposible imaginar una ciudadanía que no comporte una dimensión colectiva, no es inevitable que la comunidad sea definida en términos de lo común, y menos aún que eso común suponga la supresión del papel de las instituciones del Estado. Desde sus primeros escritos, criticaba la identificación de la comunidad de ciudadanos con una idea sustantiva de comunidad, dado que esta identificación no sólo somete a la comunidad a la soberanía del Estado, sino que introduce un dilema en materia de exclusión e inclusión contrario a la pluralidad humana reivindicada por Arendt. Sin embargo, esta crítica no le conduce a eliminar el papel del Estado y las instituciones en el proceso de constitución del mundo en común.

En La condición humana, la noción de mundo en común aparece vinculada a la de espacio público que Arendt entiende en dos sentidos: como espacio de aparición y como mundo en común. La idea de mundo en común será el recurso hermenéutico y analítico que utilizaré para defender la necesidad de un marco institucional como estructura que liga, mejor, re-liga a la comunidad política1. Se trata de repensar lo común, sin caer en voluntarismos o decisionismos anti-institucionalistas.

Me propongo repensar el concepto de ‘común’, a la luz del entramado teórico de La condición humana. Vincularé críticamente la propuesta arendtiana de mundo en común y la noción de ‘lo común’ propuesta por Laval y Dardot. Desde una revisión crítica comparada, enfrentaré los siguientes interrogantes: ¿Qué perspectivas abre la obra arendtiana en la actual reflexión sobre lo común? ¿Qué nuevas cuestiones suscita la idea de espacio público como comunidad política al confrontarla con la propuesta de lo común entendido como principio articulador?

 

1. Lo común como principio

 

Tras La nueva razón del mundo (Laval y Dardot, 2014 [2009]), donde ofrecen un lúcido análisis deconstructivo y crítico del neoliberalismo, Dardot y Laval presentan en Común una propuesta para superar la racionalidad que dicho movimiento económico y político ha supuesto para el siglo XX. Buscan instituir una alternativa regida por criterios diferentes a los del mercado y la propiedad. Para elaborarla se requiere no sólo deconstruir sino también repensar nuevas formas de vida. Tal como plantean, no se puede combatir la racionalidad neoliberal sin dotarse de un nuevo imaginario, sin responder a la pregunta de cuáles son las formas de vida deseables.

Esta alternativa consiste, en uno de sus ejes, en romper con la identificación de lo común con lo público y estatal. Para ellos, lo público entendido como lo común estatal no es más que una suerte de simulacro de lo común que lo falsea. No se trata de contraponer lo común a la propiedad privada o incluso a la propiedad pública, sino de extirpar el vínculo con la propiedad. Es imprescindible distanciar el concepto de lo común de la noción de propiedad. Así, definen lo común como lo inapropiable en un sentido absoluto, lo no patrimonial, aquello que no puede ser monopolizado ni por sujetos individuales ni por instituciones. Desde esta caracterización buscan sostener que lo común debe constituirse como principio político fundamental.

Tres ejes estructuran su propuesta de lo común: 1) Lo común es un principio político que motiva la construcción y resguardo de esferas comunes de las que depende la vida. 2) El núcleo de lo común es un derecho de inapropiabilidad que debe instituirse en oposición al derecho absoluto de propiedad. 3) El principio político de lo común se entiende en términos de autogobierno, esto es, como un modo de construcción y gestión de lo común a través de prácticas sociales de comunidades comprometidas en la defensa de los comunes.

Estas cuestiones se abordan en las tres partes del libro. La primera define lo común mediante una génesis del concepto y una depuración de éste. Los autores deslindan lo común tanto de la propiedad privada como de la propiedad pública y estatal. Señalan que las formas de propiedad pública no constituyen una protección de lo común sino una forma colectiva de propiedad privada reservada a la clase dominante: (Laval y Dardot, 2015 [2014], 19). En esta primera parte, problematizan la apropiación hecha por los comunismos de Estado del concepto de lo común. Buscan deslindarse de la estatización de lo común para pensar en la posibilidad de otro modelo económico, político y social.

En la segunda parte, muestran cómo fundar un derecho de lo común. Ofrecen una visión alternativa del derecho en la que éste se descubre como praxis instituyente y se caracteriza por la productividad, autonomización y emancipación que echaban en falta en el derecho consuetudinario. La praxis instituyente es entendida como una «autoproducción de un sujeto colectivo en y mediante la coproducción continua de reglas de derecho» (Laval y Dardot, 2015 [2014], 505). Y este aspecto instituyente es central, dado que «lo común nunca se presenta bajo la forma de un esquema universal preparado para su uso, como una fórmula de acción que se podría trasponer a todos los dominios» (Laval y Dardot, 2015[2014], 511). Lo común consiste en una labor continua y nunca terminada de autoproducción inestable y permanentemente re-definible.

En la tercera parte, articulan nueve propuestas políticas para imaginar una organización social y política a través del autogobierno. Esta es, sin duda, la sección más débil argumentativamente hablando. En lo general, defienden que es mediante la creación de instituciones con reglas coproducidas por las comunidades como puede articularse una propuesta política en la que lo común sea el centro. En este punto coinciden parcialmente con Elinor Ostrom. Aunque desean ir más allá, en tanto ella no alcanza a defender una internacionalización de estos procesos de administración de lo común. En Governing the Commons (Ostrom, 1990), la Premio Nobel de Economía recopiló varios estudios de caso sobre la gestión colectiva de bienes comunes (bosques, sistemas de riego, pesquerías) y planteó que bajo ciertas condiciones eran mejor gobernados por las comunidades que por el Estado y el mercado. Demostró que no había fundamento científico en las políticas públicas que recomendaban la privatización o estatización como única vía de buena administración, pretextando que, si la gestión y administración estuviera a cargo de las comunidades, éstas sobreexplotarían y agotarían los recursos. Ostrom defendió la posibilidad de administrar lo común a través del establecimiento de instituciones y sistemas que no son impuestos desde arriba, sino que responden a las características, particularidades y modos de hacer de las comunidades (Marín, 2018, 412). Laval y Dardot reconocen el importante aporte de Ostrom, pero lo consideran insuficiente dado que, a su entender, la noción de bienes comunes responde a una tradición de la economía neoclásica que escinde lo económico y lo político. Desde esta escisión no es posible la erradicación del vínculo entre los bienes comunes y el concepto de propiedad. Ellos, en cambio, proponen un tránsito de la categoría bienes comunes a la de comunes que definen como “objetos de naturaleza muy diversa de los que se ocupa la actividad colectiva de los individuos” (Marín, 2018, 411). Este giro tiene como trasfondo el postulado la inapropiabilidad: ciertas esferas deben ser inapropiables. La noción de bienes comunes proporciona un marco de interpretación restringido a la lógica del mercado —al igual que las mercancías, pueden ser comprados, vendidos o poseídos—; los comunes, en cambio, permiten un uso político y reivindicativo más amplio al comprender todo aquello que las comunidades consideren como fundamental para la vida y que no debe ser privatizado o convertirse en objeto de lucro.

La noción de común cuestiona el derecho absoluto de propiedad. Para ellos, es mediante la creación de instituciones con reglas coproducidas por parte de las comunidades como puede articularse una propuesta política en la que lo común sea el centro.

Esta propuesta no significa que lo común sea entendido como “la cosa de nadie”, “lo de nadie”, “como un res nullius sino como un espacio donde los participantes o integrantes establecen autónomamente y de manera conjunta estrategias y normas para administrar y hacer uso del bien común.2 Y donde estas se deben poder redefinir o modificar según la ocasión” (Straehle, 2015, 185).3 En palabras de los autores, “lo común debe ser pensado como co-actividad, y no como una co-pertenencia, co-propiedad o co-posesión” (Laval y Dardot, 2015 [2014], 57). Una co-actividad que no cesa y que funciona y se renueva una y otra vez en virtud de la reciprocidad y del compromiso de sus participantes.

 

2. El Estado y lo común

 

Desde el primer capítulo, los autores comienzan haciendo un análisis de distintos modelos de comunismo. Se centran particularmente en los modelos de Proudhon y Marx. Su interés estriba no sólo en tomar distancia de ellos sino también en mostrar en qué sentido suponen una deformación del concepto de lo común. En el segundo capítulo, los autores pretenden evidenciar que “la supuesta «realización» de lo común a través de la propiedad de Estado no ha sido —en todos los casos— más que la destrucción de lo común por parte del Estado”(Laval y Dardot, 2015 [2014], 65). En el capítulo quinto, afirman que la propuesta de Negri y Hardt constituye un híbrido confuso de Marx y Proudhon. “Ello supone no limitarse a los postulados sociológico o económico, que plantearían que lo común nace «naturalmente», ya sea de la vida social, ya sea de la acumulación de capital. Necesitamos concebir otro modelo teórico de lo común, que dé mejor cuenta de la creatividad histórica de las personas y que sea en consecuencia más «operativo» en el plano estratégico” (Laval y Dardot, 2015 [2014], 258).

No se trata, afirman, de conformarse con un conjunto de instituciones que combinen la economía de mercado con amplios servicios públicos y protección social. Este papel asignado al Estado supone una operación desde arriba que trae consigo la cesión de la administración de lo común. Esto inhibe el principio político de lo común que obliga a actuar en común para producir normas morales y jurídicas que regulen la acción : (Laval y Dardot, 2015 [2014], 29). Se trata de desligar lo común del Estado. Lo común es algo público, no estatal. Nos dicen: “Es la actividad de puesta en común lo que hace existir lo común de la comunidad política (…), todo verdadero común político debe su existencia a una actividad sostenida y continua de puesta en común” (Laval y Dardot, 2015 [2014], 266).

En este punto, los autores polemizan con la interpretación que Arendt hace de Aristóteles: “Esta última [Arendt] entiende la «puesta en común de las palabras y de las acciones» como una actividad que sólo puede tener lugar en el interior de un marco previo planteado por el legislador como «arquitecto» de la constitución” (Laval y Dardot, 2015 [2014], 266). En cambio, para Dardot y Laval, “lo común procede de una actividad de puesta en común que es productora de derecho […], excluyendo que este derecho pueda ser un derecho de propiedad sobre lo común” (Laval y Dardot, 2015 [2014], 270). Dejaré esta polémica aquí para retomarla en el siguiente apartado donde examino la concepción arendtiana de espacio público.

 

3. El mundo en común como comunidad política

 

Vamos a confrontar la mirada arendtiana al mundo en común con la propuesta analizada acerca de lo común como principio político de autoinstitución. Comenzaré recuperando de La condición humana los dos sentidos de lo público mencionados en la introducción. Por un lado, el espacio público es el espacio de aparición, “todo lo que aparece y como tal puede ser visto y oído por todo el mundo y tiene la más amplia publicidad posible. Para nosotros, la apariencia —algo que ven y oyen otros al igual que nosotros— constituye la realidad” (Arendt, 1998 [1958], 59). En este sentido, “[lo] público, como lugar de apariencias, permite así que las obras y las palabras sean mutuamente reconocidas y apreciadas, y que la pluralidad constitutiva de la condición humana se manifieste” (Rabotnikof, 2005, 115). Es la presencia de los otros la que nos asegura la realidad (Arendt, 1998 [1958], p. 59) del mundo y de nosotros. Esta conceptualización del espacio público como ámbito que surge de la acción y la palabra pone de manifiesto su fragilidad, en tanto no implica la institucionalización, ni la continuidad. Por otro lado, el espacio público es entendido por Arendt como “el propio mundo, en tanto es común a todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente en él. (…) Vivir juntos en el mundo significa en esencia que un mundo de cosas está entre quienes lo tiene en común (…) El mundo, como todo lo que está en medio, une y separa a los hombres al mismo tiempo” (Arendt, 1998 [1958], 61-62). En este segundo sentido, Arendt está aludiendo no sólo al conjunto de cosas creadas o fabricadas sino también, y muy especialmente, a las instituciones, las narraciones y los significados compartidos.

Mundo en común y pluralidad están intrínsecamente vinculados: “Mundo en común y pluralidad son dos caras de la misma moneda. La ausencia de un marco de referencia común, que se da en situaciones de aislamiento y privación radical, está íntimamente relacionada con la ausencia de pluralidad, con una visión del mundo sustancialmente común, con la homogeneidad” (Rabotnikof, 2005, p. 115).

Al igual que Laval y Dardot, Arendt se interesa por recuperar el mundo en común como categoría política frente a la privatización de la vida ciudadana; pero con la ventaja de que este mundo en común se entiende permeado de pluralidad. Además, este mundo en común requiere un piso: el conjunto de leyes que, a modo de muralla, sostienen la posibilidad de la política entendida como acción espontánea en comunidad. Desde la Grecia antigua hasta las revoluciones modernas, el nomos se presenta como la condición pre-política de la política. El mundo en común es un espacio intersticial o entre que en última instancia está delimitado y condicionado artificialmente, y “cuyo propósito [consiste] en «corregir» a nivel político la physis, que ha [..] hecho a los hombres desiguales, y convertirlos en iguales (isotes) en el contexto de la polis” (Arendt, 1998 [1963], 39).

Dardot y Laval se distancian de Arendt en este punto. Para ellos, el derecho ha de ser instituido desde lo común. No es pre-político, sino fruto de la acción. Para Arendt: “Cada ley crea antes que nada un espacio en el que entra en vigor y este espacio es el mundo en que podemos movernos en libertad. Lo que queda fuera de él no tiene ley y, hablando con exactitud, no tiene mundo; en el sentido de la convivencia humana, es un desierto” (Arendt, 1997, p. 129).

La comunidad política requiere de la ley para el ejercicio de la polis. En la Grecia antigua, la ley establecía unas normas desde las cuales impedir o hacer frente a la tiranía, y las leyes tenían también como meta evitar que la ciudadanía cayera en la barbarie. De modo que “el nomos no solamente tiene el cometido de instituir un espacio de libertad, pues también alberga el propósito de trazar e imponer los límites de una acción que de lo contrario estaría condenada a caer recurrentemente en la citada hybris. Que la acción sea el rasgo central y más eminente de la política no significa que ésta deba ser exclusivamente reducida a la acción” (Straehle, 2018, 89-90). Hay un nexo ineludible entre la política, como espacio de re-ligación, y la ley. La ley, nos dice Arendt en ¿Qué es la política?, es lo “que une a los hombres entre sí y que tiene lugar no mediante una acción violenta o un dictado sino a través de un acuerdo y un convenio mutuos” (Arendt, 1997, 120). Es más, coincido con Straehle en que Arendt no concordaba tanto con la concepción griega del nomos, y sí, en cambio, con la lex romana. Esta apreciación es importante para el hilo de nuestra argumentación debido a que la lex romana se caracteriza por ser inherentemente relacional y política: “La lex, que Arendt entiende desde el verbo «ligare», no aparece como la institución artificial de un espacio común sino como un vínculo duradero” (Straehle, 2018, 92).

Pues bien, si es la lex romana y no el nomos griego, el concepto recuperado por Arendt para pensar la institución de la polis, entonces es el mismo acuerdo entre las diversas partes el que permite constituir el espacio intermedio al que Arendt denomina mundo en común. Un espacio público que no sólo se constituye para los habitantes de la civitas4, sino que puede incluir a los extranjeros e incluso se proyecta, a través de la rememoración de las gestas, hacia el pasado. “De este modo, la capacidad relacional de la lex no solamente se proyecta a los contemporáneos, sino que también tiene en cuenta el legado de las generaciones anteriores a la hora de manejar los asuntos políticos. Eso es lo que permite que el espacio intermedio de la política, el famoso entre, pueda adquirir una prolongación y consistencia temporal y no quede atrapado en lo volátil y lo efímero de la acción” (Straehle, 2018, 94). Esta lectura permite recuperar la noción de ley como elemento político, y no pre-político. Las leyes son una precondición para constituir un espacio público, y al mismo tiempo, se constituyen a través de la acción y el discurso.

Efectivamente, Arendt no cuestiona el papel de la ley para sostener una comunidad política, pero —y esto no parecen notarlo Laval y Dardot— sí refuta la idea de que la comunidad se origine en la ley o pueda ser garantizada por ésta. Nos dice: “Es como si la muralla de la polis y las fronteras de la ley se trazaran alrededor de un espacio ya existente que, no obstante, sin tal estabilizadora protección pudiera no perdurar, no sobrevivir al momento de la acción y del discurso” (Arendt, 1998 [1958], 221). De modo que, si bien este matiz abre la posibilidad de pensar una política que no esté restringida al orden de la representación o de la simple institucionalización, no niega la importancia de la ley y la institución.

Esta concepción de la ley no debe confundirse con constitucionalismos de raíz liberal o contra-revolucionaria. No se trata de identificar la legalidad con la legitimidad. Todo lo contrario, recuperando la concepción del poder que se desprende del ensayo Sobre la revolución, encontramos una idea de revolución permanente que es constitucional. O, en otros términos, una mirada al poder constituyente de corte republicano:

 

Toda constitución republicana conlleva la posibilidad de legalizar la revolución, es decir, de entender el poder constituyente como inmanente a la constitución. Tanto para la teoría como para la historia republicana, la constitución es justamente lo que une de manera indisoluble revolución y legalidad. En el momento en que estos dos se escinden, asumiendo que pueda existir revolución sin legalidad, o que la legalidad niegue la posibilidad de la revolución, estamos fuera del marco republicano: hemos devenido en conservadores o liberales, dependiendo de cuál de las dos opciones se escoja (Vatter, 2017, 150-151).

 

Se trata de pensar una política democrática revolucionaria, algo así como “repetir el espíritu revolucionario dentro de un marco constitucional” (Vatter, 2017, 139). Esta idea de revolución permite a Arendt superar el círculo vicioso de Sieyés consistente en que el comienzo de un nuevo orden legal no está en sí mismo obligado por la ley. Según mi interpretación, se trata de pensar una constitución no sólo como salvaguarda de los derechos individuales y colectivos sino como el espacio de re-ligación de los ciudadanos que les permita “empoderarse”. El poder relacional de los ciudadanos se convierte en poder constituyente y, al mismo tiempo, el poder constituido en las leyes evita la tiranía y la barbarie. En este sentido, retomo la interpretación de Brunkhorst, quien sostiene que Arendt, de acuerdo con Jefferson y Trotsky, defiende que “la idea de una revolución permanente es la idea correcta (…), pero el problema es que uno puede evitar la tendencia a la autodestrucción totalitaria de la revolución, solo si es posible constitucionalizar la permanencia de la revolución (e incluir la operación reflexiva de una revolución permanente de la constitución misma)” (Brunkhorst, 2012, 225).

Vinculados con esta concepción de la ley y la constitución se encuentran los conceptos de mundo en común y de poder relacional. Arendt señala que el mundo en común llega a ser cada vez que los humanos estamos juntos en el discurso y en la acción, pues se crea un espacio entre los participantes que puede encontrar su ubicación apropiada en todo momento y en cualquier lugar (Brunkhorst, 2012, 225). De este modo, más que alguna característica que sea común a todos y permita pensar en un “sujeto social” o “sujeto colectivo” —por más construido que éste se presente—, Arendt nos ofrece una idea del mundo en común como el espacio entre («inter-est») que a un tiempo separa y reúne. Es éste el que une a quienes participan (Birulés, 2013, 412). Se requiere cierta clase de relación con otros en este espacio definido por la pluralidad que Arendt denomina «el mundo en común» (Zerilli, 2008, 57).

Si bien es cierto que el espacio público entendido como espacio de aparición es el que permite a Arendt defender una idea de poder relacional y evitar la idea del poder entendido como dominación (Birulés, 2013, 412), sin embargo, este espacio no adquiriría permanencia si no fuera por el espacio público entendido como mundo en común. Ambas miradas son las que pueden ayudarnos a entender la política como práctica de edificación-de-mundo («world-building») consistente en la articulación pública de aquellos asuntos que son de interés común (Zerilli, 2008, 60). Nótese que el mundo común, este espacio intermedio, que vincula y separa a los miembros de la comunidad, es el que dota de permanencia y continuidad al espacio de aparición. Así, en lugar de pensar a los ciudadanos en términos de sujeto social, tal como hacen Dardot y Laval, Arendt propone que los pensemos como sujetos singulares de una comunidad política cuya condición ontológica es la pluralidad.

La política está constituida por un conjunto de acciones comunes significativas que se sostienen en —y al mismo tiempo hacen posible— una preconcepción compartida de la realidad. De ahí que, en lugar de pensar a los ciudadanos en términos de sujeto social, Arendt los piense como sujetos singulares de una pluralidad que se constituye como comunidad política. El «nosotros» que reivindica ese principio político de lo común, pasa a entenderse como un logro frágil; un logro alcanzado en el marco de una comunidad plural. Nótese el carácter contingente, que no arbitrario, de esta comunidad política. Dicho carácter es la condición del poder creador-de-mundo («world-creating») que supone la constitución de un «nosotros» frágil y siempre en cuestión, ya que “concierne al acontecimiento y no a la representación” (Birulés, 2013, 413).

 

4. Sobre la constitución de la República

 

Una lectura que puede desprenderse del análisis del ascenso de lo «social», elaborado por Arendt en La condición humana, es entender el Estado soberano moderno como el gran enemigo de la ciudadanía republicana. Nora Rabotnikof ha criticado a Arendt a este respecto:

 

Sociedad y Estado, en su diferenciación y articulación, son el gran blanco de ataque (arendtiano): el Estado soberano moderno es sólo centralización burocrática y la sociedad es sólo sociedad de masas, ambos enemigos de la república de ciudadanos. En ningún momento, los conceptos de sociedad y Estado pueden ser utilizados en función analítica, lo cual dificulta de entrada la posibilidad de pensar, aun con intención normativa, una síntesis entre el republicanismo antiguo y la sociedad y Estado modernos (Rabotnikof, 2005, 147).

 

A diferencia de Rabotnikof, considero que sí es posible, desde el pensamiento arendtiano, una síntesis entre republicanismo cívico y Estado de derecho moderno. Para dar cuenta de ello, echaré una mirada, aunque sea rápida, a las ideas que pueden recogerse en Sobre la revolución, acerca del espacio público como el poder emergente de la acción conjunta. Este vistazo me permitirá enfatizar la tesis de la necesidad de la institución y la ley para la constitución de un espacio para la libertad. La libertad requiere de la constitución de una república. Para Arendt, las constituciones y las instituciones son “el alma de la República” (Arendt, 1998 [1963], 57). Son las instituciones las que garantizan la libertad.

Las instituciones no pueden ser sustituidas por la voluntad. En su defensa del modelo de la revolución estadounidense, Arendt pone de manifiesto que el poder constituyente deriva de autoridades constituidas en instancias previas de autogobierno:

 

Aquellos que recibieron el poder para constituir, para redactar la Constitución, eran delegados legítimamente electos por cuerpos constituidos; recibían su autoridad desde abajo y, cuando afirmaban el principio romano de que el lugar del poder estaba en el pueblo, no pensaban en términos de una ficción, de un absoluto, de la nación por encima de toda autoridad y más allá de toda ley, sino de una realidad operante: la multitud organizada cuyo poder se ejercía de acuerdo con la ley y limitada por ella (Arendt, 1998 [1963], 166).

 

Tal como Rabotnikof señala, “si en el caso francés el modelo de institucionalización construido a partir del «acto de constituir» llevó a la revolución permanente o a la imposibilidad de la estabilidad jurídico-política, el caso de Estados Unidos se resolvería con la fundación de una nueva tradición constitucional, que establece poder y lo institucionaliza a través del predominio de la ley” (Rabotnikof, 2005, 145). Es importante no confundir, entonces, esta insistencia acerca del papel de la ley y de las instituciones con lo que Arendt “el ascenso de lo social”. Lo social supone un predominio de la administración de la necesidad a gran escala; administración extendida que borra la distinción entre lo privado y lo público. Así, se anula la participación y se reduce la política a la gestión técnica de los asuntos públicos. Los ciudadanos son situados en una condición de pasividad frente a la burocracia estatal. En tal contexto, el Estado se convierte en el destinatario de los reclamos políticos y en responsable absoluto de la distribución de los bienes y el mantenimiento de la vida. El conformismo y el comportamiento normado se convierten en la actitud predominante de la ciudadanía, impidiendo no sólo su capacidad de actuar, sino la emergencia de la libertad. Cuando lo político se reduce a lo social, la acción política se reduce a conducta instrumental regida por el principio medios-fines.

En efecto, una tensión parece recorrer los textos de Arendt: por un lado, su crítica al ascenso de lo social, y con ello, al excesivo papel del Estado como administrador de las necesidades de la vida; y, por otro lado, la necesidad de la fundación de un marco institucional. Esta tensión puede atisbarse cuando, en La condición humana, ofrece una concepción de la política donde el diálogo y la acción de los hombres en el espacio público se complementan; mientras que, en Sobre la Revolución, ensalza una visión de la política que recupera el acto de la fundación como eminentemente político (Straehle, 2018, 81-98).

 

En esta tensión podemos encontrar el aporte más interesante de la obra arendtiana a la discusión que venimos hilvanando.

 

En Sobre la revolución, Arendt reitera el enunciado básico de su teoría del poder comunicativo5, haciendo énfasis en los compromisos horizontales garantizados por la pluralidad de opiniones. Distingue entre el contrato social y el contrato mutuo: el primero es suscrito entre una sociedad y su gobernante, consiste en un acto ficticio e imaginario en el cual cada miembro entrega su fuerza y poder aislado para constituir un gobierno, y lejos de obtener un nuevo poder, cede su poder real y se limita a manifestar su “consentimiento” a ser gobernado. El segundo, en cambio, es el medio por el cual los individuos se vinculan para formar una comunidad, se basa en la reciprocidad y presupone la igualdad. “[Su] contenido real es una promesa y su resultado una «sociedad» o «coasociación», en el antiguo sentido romano de societas, que quiere decir alianza. Tal alianza acumula la fuerza separada de los participantes y los vincula en una nueva estructura de poder en virtud de «promesas libres y sinceras»” (Arendt, 1998 [1963], 232). Por ello, pese a que las revoluciones son momentos de fundación de la República, su fracaso se debe a la incapacidad de instituir un espacio para el poder político. De hecho, la tesis central de su texto sobre las revoluciones es que “lo realmente revolucionario de las mismas fue el, reiteradamente fracasado, intento de realizar la constituio libertatis —el establecimiento de un espacio político para la libertad pública en el que los individuos en cuanto ciudadanos libres e iguales pudieran encargarse de las preocupaciones que compartieran” (Wellmer, 2001, 85-100). Pues bien, no debemos olvidar que la isonomía —la igualdad de los ciudadanos en tanto participantes de la polis para tener voz y ser escuchados— es la condición de posibilidad de la conformación de ese espacio público. Y es la constitución de un espacio, de un marco legal, la que puede permitir ese suelo necesario para la constitución de la libertad.

Podríamos afirmar, siguiendo la interpretación que Balibar, que son, en gran parte, las instituciones gestadas a través de la acción y la articulación de las leyes las que dotan de sentido a la condición humana: “Arendt insiste sobre la idea de que las revoluciones, propiamente dichas, «instituyen» o inventan lo humano, comprendidos los principios de reciprocidad o solidaridad colectiva, y es por ello que ejercen un efecto duradero o inauguran la «permanencia» de los sistemas políticos republicanos. Por lo tanto, no derivan de un fundamento, ni reciben su legitimidad de su carácter universal a priori, sino que son ellas quienes provocan la entrada de lo universal en la historia” (Balibar, 2007, 88).

En “Sobre la desobediencia civil”, encontramos pistas para identificar qué está pensando Arendt con relación a la ley y las instituciones:

 

Lo que hay que considerar es la “«obligación moral de un ciudadano a la ley en una sociedad de asentimiento». Si Montesquieu tenía razón —y yo creo que la tenía— al decir que existe algo como «el espíritu de las leyes», que varía de país en país y que es diferente de las diferentes formas de gobierno, entonces podremos afirmar que el asentimiento, no en el muy antiguo sentido de simple aquiescencia, con su distinción entre dominio sobre súbditos voluntarios y dominio sobre súbditos involuntarios, sino en el sentido de activo apoyo y continua participación en todas las cuestiones de interés público, es el espíritu de la ley americana (Arendt, 1998, [1969] 93).

 

Dos nociones interesantísimas aparecen en esta cita, por un lado, la idea de una sociedad de asentimiento, y por otro, la noción de ley. Con relación a la idea de ley, Arendt nos dice que es posible pensar las instituciones como el resultado del ejercicio colectivo de la acción, el discurso y el juicio. Las leyes, en tanto articuladoras del poder constituido, deben pensarse en la realidad cotidiana de su ejercicio y, por ello, deben estar sujetas al control de la comunidad. Conceptualizadas de este modo, las instituciones, los sistemas legales que constituyen el Estado han de permitir el derecho democrático a la autodeterminación, al autogobierno de los ciudadanos, evitando la autoafirmación de una forma de vida privilegiada por encima de otras. Al interior del Estado nación deben poder coexistir con los mismos derechos diversas formas de vida y, al tiempo, deben articularse en torno a una cultura política común que, a su vez, debe estar abierta al impulso de nuevas formas de vida (Habermas, 1998, 619-643).

La segunda noción interesante es la de ‘comunidad de asentimiento’. El asentimiento aludido no es una unidad de opinión en asuntos especulativos, ni tampoco una unidad de pareceres u opiniones (homodoxía). Es el resultado del ejercicio de la capacidad de juicio, consistente en una forma distinta de pensar, para la que no es bastante estar de acuerdo con el propio yo, sino que radica en “pensar poniéndose en el lugar de los demás” (Arendt, 1996, 232). Arendt establece una distinción clara entre esta forma de discernimiento y el pensamiento especulativo. Este trasciende por completo el sentido común, mientras que el discernimiento propio del juicio político se arraiga en ese sentido común que compartimos con los otros al tiempo que compartimos mundo: el sensus communis. A pesar de las diferencias de juicio, nos reconocemos como miembros de una comunidad. (Arendt, 2003, 126). El sensus communis hace explícita la profunda inquietud humana por acercarse a los demás y reconocerse en ellos como parte de un mundo en común. Más aún, para Arendt es precisamente esta inquietud de formar lazos en común lo que define al mundo [Welt], pues no hay mundo en solitario; sólo hay mundo cuando hay una pluralidad de participantes que comunican sus juicios. Los juicios políticos no pueden ejercerse en solitario, dependen y generan comunicabilidad. No hay mundo para el singular, sólo en plural y en común. Y aquí, cuando Arendt habla de mundo, está abriendo la noción de comunidad de asentimiento más allá de la comunidad cercana, está aludiendo a la humanidad (Arendt, 2003, 139).

 

Conclusiones

 

Al iniciar mis reflexiones, me preguntaba acerca de las nuevas cuestiones que suscita la idea de lo común al confrontarla con la propuesta arendtiana de espacio público. Tras el análisis previo, notamos que la propuesta de Laval y Dardot, en su esfuerzo por distanciarse tanto de los modelos estatistas como de los neo-marxismos (Laval y Dardot, 2015, 258), se aleja del papel de la institución, de la ley y del Estado. Para ellos, el Estado supone una operación desde arriba que trae consigo la cesión de la administración de lo común. Esto inhibiría el principio político de lo común que obliga a actuar desde abajo en común para producir normas morales y jurídicas que regulen la acción (Laval y Dardot, 2015, 29). Así, desligan enfáticamente lo común del Estado.

Sin duda, la cuestión de cómo debemos organizarnos en beneficio común es hoy, más que nunca, fundamental. Pero sin un marco institucional que garantice la posibilidad de participación política de los ciudadanos, es difícil que se produzca el compromiso de co-producción y de auto-institución que demanda el principio político de lo común. En la tarea de autogobierno desde la participación ciudadana, las instituciones, las leyes y el Estado deben seguir jugando un rol importante. Las leyes que articulan el Estado tienen como misión proporcionar la seguridad y la estabilidad de unas instituciones-marco para la participación política de los ciudadanos; y, al mismo tiempo, deben proveerles de servicios y asegurarles garantías sociales (Álvarez, 2011). Este es, si no el único modo, al menos el medio más efectivo que tenemos para fortalecer la confianza de los ciudadanos entre sí y de ellos con las instituciones.

Ciertamente el papel del Estado debe equilibrarse para evitar la burocratización y la homogeneización. Si atendemos a las críticas hechas por Arendt al ascenso de lo social, debemos reconocer los peligros a los que nos enfrentamos al reducir la política a la administración y gestión de las necesidades. Empero, dadas las desigualdades intolerables a las que la ciudadanía está sometida, merece la pena apostar por el papel republicano y redistributivo del Estado pese a los riesgos. Como bien señala Tony Judt, “el Estado no es completamente malo. Lo único peor que demasiado gobierno es demasiado poco” (Judt, 2010, 141).

Coincido con Laval y Dardot: la globalización de la economía y la exigencia de nuevas instancias ordenadoras de la convivencia mundial refuerzan la necesidad de recuperar lo común como principio político. Sin embargo, considero que la noción de mundo en común propuesta por Arendt nos ofrece un sentido de lo político que posibilita la escucha de nuestras voces acerca de la configuración y renegociación del espacio público. La propuesta arendtiana nos permite armarnos con un pensamiento resistente a la uniformidad y nos invita a apostar por una ciudadanía participativa comprometida políticamente con la construcción de un mundo en común.

Lo común no puede ser fruto de una construcción dirigida por una voluntad soberana. El mundo en común se da en el plano de la aparición de los agentes singulares y plurales. Se da ontológicamente como la otra cara del espacio de aparición y, por ello, no puede entenderse como un ámbito cerrado, acabado o con una identidad definitiva. Al mismo tiempo, la comunidad política se articula en torno a instituciones que permiten mediar dialécticamente la relación entre los agentes. Arendt nos permite pensar la ley y las instituciones como fruto del ejercicio compartido de participación política y como instrumento articulador de la comunidad política. El discurso y la acción a los que apela como pilares de la acción política permiten pensar la comunidad como acontecimiento; al tiempo que el espacio público, como mundo en común, evita que dicho acontecimiento se diluya con el transcurrir el tiempo.

El desafío es pensar lo común no sólo como poder destituyente sino también como principio político que permita la creación de instituciones de lo común cuya operación no produzca un cierre identitario y excluyente. En efecto, el permanente vaivén del poder constituyente y el poder constituido del que habla Toni Negri (Negri, 2015 y 2010, 103-111) es el reto de aquellas que buscamos pensar el espacio público como comunidad política. En la actualidad, no se trata tanto de soñar un futuro radicalmente nuevo sino más bien de recuperar los valores de una forma de vida mejor, recreando la tradición republicana reivindicada por Arendt.

 

Referencias

 

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Notas

 

1 Arendt alude explícitamente al re-ligarse en “¿Qué es la autoridad?” (1996, p. 132): “En Roma religión significaba, de modo literal, re-ligare, es decir, volver a ser atado, obligado por el enorme y casi sobrehumano, y por consiguiente siempre legendario, esfuerzo de poner los cimientos, de colocar la piedra fundamental, de fundar para la eternidad”. Esta forma de re-ligar propia del mundo romano, nada tiene que ver con la religión cristiana criticada en La condición humana, (1998 [1958]), donde “revisa cómo en la primera filosofía cristiana, en particular en san Agustín, se apeló como principio de unión a la caridad. La fraternidad que unía a los cristianos los convertía en una comunidad no política, incluso antipolítica dado que la estructura de la vida comunitaria se modela a partir de relaciones familiares de dependencia. La no-mundanidad de las comunidades cristianas radica en la seguridad de que este mundo es finito. La esperanza cristiana se orienta hacia un fin del mundo, hacia otro mundo más allá. La lección que extrae Arendt de estas reflexiones es que la ética cristiana de la fraternidad, ligada a la idea de un más allá, es profundamente antipolítica.” (Muñoz, 2016, 143). Como bien señala también García (2015, p. 91)

2 Antonio Campillo en Tierra de nadie (2012) ofrece una valiosa reconstrucción de la noción jurídica de res nullius y su importancia en la historia de Occidente. Campillo defiende que el concepto de ‘tierra de nadie’, entendido como patrimonio común de la humanidad, conduce a pensarnos no cómo propietarios sino como ‘usufructuarios pasajeros’ de tal patrimonio que debe estar regido por un sistema de gestión mundial y supraestatal. En Un lugar en el mundo, (2019) Campillo aborda un asunto prácticamente ignorado por Laval y Dardot: el sentido que debe darse al principio filosófico de “inapropiabilidad” en el contexto de la crisis ecológica global. Estos trabajos son, sin duda, pertinentes y podrían confrontarse con la propuesta de lo común aquí discutida. Con todo, nos abrirían a nuevas discusiones que debemos posponer por ahora. Agradezco la sugerencia de un/a dictaminador/a de este texto.

3 En su excelente reseña, Straehle mantiene una posición crítica: “La tesis defendida rezuma de voluntarismo, así como de un considerable idealismo, el cual se preocupa mucho más por discutir a nivel teórico qué es lo común que por problematizar sus ambivalencias o resignificaciones posibles al nivel de los hechos o por estudiar las resistencias que ofrece o puede ofrecer la realidad”.

4 Así, Arendt puntualiza: “Mientras que el nomos instaura según la mentalidad de Grecia un espacio de manera artificial y prepolítica, estableciendo violentamente los muros de la polis y negando la condición de seres políticos o calificando de bárbaros a los que viven fuera de ellos, en la lex el espacio intersticial se gesta desde la relación, con lo que manifiesta un carácter más abierto y desprovisto de violencia que puede abarcar a aquellas personas que no son miembros reconocidos de la civitas” (Arendt, 1997, 93).

5 La separación del concepto de poder de la noción de violencia, y la defensa de un concepto consensual y comunicativo de poder llevada a cabo por Arendt son los referentes conceptuales y teóricos que me permite denominar su propuesta como ‘teoría de la acción pragmático-discursiva’. En efecto, Arendt nunca se expresó en estos términos; sin embargo, es innegable que la teoría de la acción que nos propone hunde sus raíces en una noción de poder a través del discurso, a través de la palabra. Defiendo esta lectura en (Muñoz, 2014).