Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 83, 2021
ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)
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SÁNCHEZ-GEY VENEGAS, Juana (2018). El pensamiento teológico de María Zambrano. Madrid: Ed. Sindéresis.
La filosofía de Zambrano
María Zambrano no ha sido una filósofa especialmente conocida en la tradición española, aunque afortunadamente esta situación está cambiando en las últimas décadas, gozando en la actualidad de un progresivo reconocimiento, tanto a nivel nacional como internacional. En el seno de este progresivo reconocimiento, se han puesto de manifiesto distintos aspectos de su obra intelectual (filosófico, político, estético…) aunque, tal y como la autora de este trabajo nos hace ver, no se han cubierto todos.
Cuando uno se aproxima a la filosofía de la pensadora malagueña, se da cuenta de que sus intereses e inquietudes son efectivamente diversos; pero, también observa que, subyaciendo a todo ello, hay un nexo común que dota de armonía y coherencia a su obra, y que la orienta hacia una dirección, de modo más o menos explícito, más o menos velado, que va más allá de los temas que trata. Ese trasfondo del que mana toda su filosofía (¡y su vida!) es el que se nos invita a conocer en estas páginas. Juana Sánchez-Gey nos muestra la raigambre teológico-espiritual de su pensamiento y de su vida.
Sabido es que militó a favor de la República desde un pensamiento de izquierdas, tanto antes como durante la Guerra Civil española, lo que le llevó a una vida en el exilio; menos sabido es ese origen profundo tanto de su pensamiento político como filosófico en general, en el que hay un tópico fácilmente reconocible: «una intención clara por exponer la trascendencia y el sentido religioso en su vida» (p. 12). Y, tal y como nos hace ver la autora, hasta la fecha ese tópico no ha sido lo suficientemente estudiado; tanto es así, que a Sánchez-Gey no deja de sorprenderle que su «pensamiento religioso no haya sido atendido lo suficientemente en el contexto de su obra, ya que acerca de esa relación ontológica hablará siempre a lo largo de su obra y de muy diversas maneras» (p. 35).
La autora, y el libro
Juana Sánchez-Gey es una gran conocedora de la tradición filosófica española. Creo que no me equivoco al afirmar que siente especial debilidad por la filósofa malagueña, de quien ha escrito diversos textos. Aunque quizá éste destaque por su originalidad. La profesora de la Universidad Autónoma de Madrid se apoya en la correspondencia que mantuvo María Zambrano con un entonces joven sacerdote católico español, Agustín Andreu. Se conocieron sobre los años cincuenta en Roma y, a partir de entonces, mantuvieron una larga comunicación epistolar. Ésta será la base de su investigación: un epistolario publicado por el propio Agustín Andreu en el año 2002 con el título de Cartas de La Pièce. Correspondencia con Agustín Andreu, y que recoge las setenta y ocho cartas que recibió de María Zambrano entre octubre de 1973 y abril de 1976. Sólo aparecen las que Andreu recibió, y no las que él le respondió, lo cual no deja de ser una pena, pues poder introducirse en el diálogo establecido entre ambos hubiera sido una auténtica delicia.
El presente libro está dividido en tres capítulos, tal y como nos explica la misma autora (cf. p. 15). En el primero realiza una exposición biográfico-intelectual de Zambrano, contextualizándola en su ambiente histórico y cultural. En el segundo hace un análisis de sus principales textos, desde la perspectiva aquí analizada, a saber: desde su carácter religioso. Y, finalmente, en el tercero analizará mayoritariamente el epistolario, también desde este enfoque general que guía el libro.
Abriendo su propio camino
El hecho de que Zambrano llegara a la madurez en una época de crisis le dejó una gran huella, e imprimió un carácter propio a su filosofía, tanto como para poder caracterizarla como una filosofía de la salvación. «Nos proponemos situar la filosofía de Zambrano en el contexto de su pensamiento que, por su momento histórico, corresponde a una filosofía de la crisis y, por tanto, una propuesta de filosofía como salvación» (p. 15). Una filosofía que —continúa la autora— «tiene como sentido orientar la vida humana en el transcurrir del tiempo histórico».
Esta preocupación vital no es algo nuevo en el panorama filosófico español; pensemos sencillamente en el raciovitalismo orteguiano. Su novedad estriba en su apoyo en la trascendencia, apoyo que le supuso un doloroso distanciamiento de su maestro: «Este descubrimiento lo vive, no sin dolor, pues, en efecto, en la razón poética hay algo más que la filosofía de Ortega» (p. 21); un ‘algo más’ que puede ser referido tanto a las preocupaciones unamunianas sobre Dios, la religión y la muerte, como a las de Antonio Machado en referencia a su modo de acercamiento a la realidad y su emoción específicamente poética. Éste es el meollo en el que situar el origen de su conocida razón poética:
«Su pensamiento comienza por ser una respuesta vital o experiencial a la crisis histórica del momento pero, distanciándose de Ortega, busca una palabra poética. Palabra creadora que contiene fe en aquello que se sueña y también esperanza, lo cual proporciona la firmeza y seguridad necesarias en esos proyectos» (p. 16).
Porque su filosofía es una filosofía en primera persona, vivida, consecuencia de una trayectoria biográfica que actualiza experiencialmente y precipita en un pensamiento en el cual su propia vida queda entreverada con la realidad. Punto al que la filosofía (orteguiana) no llega pues, además del conocimiento, anhela aquello que le sea revelado al hombre. Su filosofía no es un pensar externo, sino un construirse a sí misma; no es un conocimiento meramente académico sino una sabiduría que se revela desde dentro y revierte sobre la propia vida: «su saber como filósofa y como mujer responde a una convicción que apunta a la necesidad de preguntarse por un mejor vivir» (p 17).
El exilio
Zambrano se define a sí misma como una vida en exilio, ya que el exilio deja de ser un desafortunado período de su vida para convertirse en una ‘forma de ser y de vivir’ (cf. p. 22). Recordemos que, tras su salida en enero de 1939, Zambrano regresa a España en noviembre de 1984, habiendo vivido en no pocos países: Francia, Cuba, México, Puerto Rico, Italia y Suiza.
La vida del exilio no dejaba de encerrar cierta paradoja: si por un lado le proporcionó unos indudables beneficios existenciales, por el otro quedaba patente su rechazo —evidente— a cualquier tipo de exilio: «Creo que el exilio es una dimensión esencial de la vida humana, pero al decirlo me quemo los labios, porque yo querría que no volviese a haber exiliados, sino que todos fueran seres humanos y a la par cósmicos» (p. 24).
El beneficio de esta forma de vida se puede articular en dos niveles. A nivel de sus relaciones personales, cabe señalar su valor de la amistad, así como el ejercicio continuado de su magisterio. Amistad y magisterio cristalizaron en una capacidad para establecer relaciones profundas, en las que a menudo era difícil distinguir cuándo se correspondían a las del tipo discípulo-maestro y cuándo a una auténtica amistad. Pero, más allá de sus relaciones personales, su forma de vida exiliada influyó notablemente en su reflexión. Necesariamente, tal forma de vida impedía cualquier tipo de comodidad, de estancamiento… Por el contrario, llegó a aprender que «la sabiduría radica en la comprensión de la vida como un peregrinaje para soltar lastre a fin de alcanzar lo verdaderamente importante» (p. 24), solicitando una atención continua, tanto a su origen como a su destino. No es raro, en consecuencia, que escribiera un texto publicado en ABC en 1989 titulado Amo mi exilio, el cual «rezuma sentido ontológico y sagrado, pues el exilio le hace conocerse íntimamente, desde las entrañas, y tener también percepción de lo trascendente» (p. 26).
Grandes conceptos zambranianos
En este pequeño texto con que finalizaba el anterior apartado aparecen algunos conceptos clave, que hay que conocer debidamente para comprender la filosofía de Zambrano: sagrado, entrañas, trascendente… a los que cabría añadir algunos más: sentir originario, padecer, poesía, encuentro, mística… A lo largo del texto, Sánchez-Gey nos los va explicando con su pedagógico magisterio, mostrando un amplio conocimiento de la obra zambraniana en la destreza con que maneja sus textos.
Hay que ser consciente de que estas categorías no asoman con facilidad en la vida de una persona, todo lo contrario: paradójicamente, aun siendo plenamente humanas, en nuestras vidas solemos mantenerlas ocultas, inadvertidas. En el caso de Zambrano, será el exilio el que permita aflorar ‘el misterio de lo humano’: «porque ‘el pasmo’ y ‘el desvalimiento’ obligan a acudir a lo importante dejando de lado lo superfluo» (p. 29).
Esta experiencia del exilio —y que no necesariamente se ha de identificar con un exilio histórico, como fue su caso— es la que nos permite salir de nuestro castillo interior, de nuestra fortaleza construida a fin de salvaguardar nuestras inseguridades, con frecuencia ignoradas; unas murallas que presentan un doble aspecto, porque si bien nos defienden de los peligros externos, nos impiden a su vez abrirnos a lo que de bueno y maravilloso haya allende ellas. Precisamente la experiencia del exilio nos ayuda a realizar ese tránsito, generando «un ser que no es para sí mismo sino que es un ser abierto, que está en relación con la realidad» (p. 29). El que es capaz de descubrir y de vivir esta experiencia en primera persona, no es otro que un bienaventurado.
El bienaventurado
Según Zambrano todos estamos llamados a ser bienaventurados. El bienaventurado es como el poeta, que no se siente extraño en la realidad, sino que se siente acogido por ella; la realidad no es un abstracto, sino que tiene un nombre: Padre (cf. p. 29). Conciencia filial que es intrínseca a su concepto de persona, y que se descubre tras el proceso de purificación que supone el exilio ya que, lejos de parapetarnos en nuestro ego solipsista, nos abre a la trascendencia y al encuentro, camino obligado para el místico.
Este encuentro entre mística y vida, entre teología y filosofía, es nuclear en el pensamiento zambraniano. Si bien sus respectivos orígenes son distintos, confluyen a un mismo punto, tal y como le explicaba a Agustín Andreu: «Claro que nuestro punto de partida es polarmente opuesto… Yo parto ‘a lo filosófico’ de la oscuridad, hasta de los sueños (que en mí no son psicología), de la ignorancia, de una revelación metafísica que obliga a pensar. Tú partes de la revelación divina en la Teología» (p. 107). La vida bienaventurada, el sentir originario al cual se accede ahondando en nuestras entrañas, posee a la vez un aspecto divino y otro humano, gracias a lo cual es posible la transformación humana… hasta su realización.
La razón poética y la mística
Este tránsito no se puede imponer; tan sólo sugerir, proponer, invitar… La razón poética no domina, no esclaviza, no humilla… es misericordiosa, compasiva, respetuosa. No es una razón teorética, sino experiencial, hablando ‘desde sí misma’; nace en lo profundo de la persona, desde sus entrañas, propiciando una reforma del entendimiento, proponiendo una vida con sentido.
Su carácter experiencial aúna pensar y sentir: a la razón poética le importa el hombre entero, su salvación. Se trata de un saber que no se desliga del vivir, sino que, centrado en las entrañas, aúna el pensar y el sentir, «y así la razón sirve a la vida y la orienta» (p. 34). Al lugar en que se aúnan pensar y sentir no se llega tanto desde el conocimiento como desde la experiencia mística, a la que Zambrano se acercó desde san Juan de la Cruz y desde Miguel de Molinos, también desde el sufismo.
Si la filosofía no asume esta dimensión de transformación personal, se queda en una mera especulación que corre en paralelo con la vida humana, sin tocarla. De ahí su rechazo al racionalismo, que se detiene en demasía en el pensar, sin atender el sentir. Esta unión armónica entre pensar y sentir, entre filosofía y poesía-mística será una constante en toda su reflexión, tanto política como pedagógica, estética… Tanto como, a pesar de su importante pensamiento político, poder afirmar que Zambrano «siempre vivió de forma más religiosa que política» (p. 42). Porque esa experiencia es ante todo humana, radical, que nos abre a la realidad y que nos descubre lo divino desde la ‘intuición que busca el sentir originario’.
El sentir originario y Dios
La mística va de la mano con otro de los grandes conceptos zambranianos, el sentir originario, gracias al cual se descubre la condición humana. «El sentir originario supone palpar las entrañas, que es lo sagrado de la persona» (p. 50). Este habitar en las entrañas supone un espíritu encarnado, ante el cual la razón griega no puede decir nada. Por el contrario, la filosofía de Zambrano se siente más cómoda como mediadora de una religión cuyo Dios se hace hombre, y que es misericordioso. Ella no comparte la visión de Dios como meramente hacedor: su Dios es Padre. La religión aporta dimensiones a la vida humana que no podrán encontrarse únicamente desde la filosofía; en su opinión, ése es el mal de la Europa de las guerras mundiales: «el conflicto a que Europa ha llegado en su violencia es religioso y la misma filosofía no podrá resolverlo por sí misma» (p. 53). Es preciso abrirse a un horizonte más amplio, al cual accede desde autores como san Agustín, Séneca, los pitagóricos, el orfismo...
Distingue nuestra autora entre lo sagrado y lo divino. Lo sagrado es el fondo de la realidad, previo a toda conciencia, que también habita en las entrañas del hombre. Lo divino es lo que se da al hombre experiencialmente. A lo sagrado no se accede únicamente mediante la religión, sino que, al envolver a todo lo humano, se accede también desde el arte, la poesía y la filosofía, desde las cuales se puede alcanzar también a la revelación. Mediante arte, poesía y filosofía se accede a un ámbito más allá de lo humano, un ámbito de trascendencia. Un ámbito de trascendencia que no es ‘algo otro’, sino que es consustancial con lo humano.
Y sólo desde esa intimidad con lo sagrado se puede tener experiencia de lo divino, se puede conocer a Dios y se puede hablar de Él. «Por eso, añade, el ateísmo sólo puede negar la idea de Dios, pero no su esencia ni su existencia, porque no ha alcanzado la comprensión de Dios» (p. 58). No es lo mismo pensar a Dios que experienciar a Dios.
El epistolario de La Pièce
Una vez esbozadas las principales categorías filosóficas zambranianas, la tercera parte con que finaliza el libro supone una novedad importante ya que la autora nos muestra, apoyándose en las cartas que componen el epistolario, la presencia de aquéllas en las preocupaciones ‘cotidianas’ de la filósofa malagueña, las cuales no se pueden mantener al margen, tal y como Sánchez-Gey nos muestra, de su inquietud teológica. ¿Por qué?, nos podríamos preguntar; pues porque la filosofía no es algo primario, porque en el origen de todo no está el concepto, sino la vivencia:
«‘Para mí la filosofía no comienza con la clásica pregunta de Tales, sino con una revelación o presencia del ser que despierta el pensar’. Así pues, filosofía y teología se convocan entre sí y están llamadas a exponer desde esta relación intrínseca la realidad en su totalidad» (p. 78).
Alfredo Esteve Martín
Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir