Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 83, 2021

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

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CHAMAYOU, Grégoire (2018), La société ingouvernable. Un généalogie du libéralisme autoritaire, Paris: La fabrique..

 

 

Grégoire Chamayou continúa el análisis foucauldiano sobre la transformación de los modos de gubernamentalidad neoliberales. Realiza un estudio genealógico de las estrategias elaboradas por las élites económicas para asegurarse el control del mercado, pero también de la sociedad civil y los poderes públicos desde los años 1970. Defiende que estas élites han promovido modificaciones sustanciales del neoliberalismo destinadas a apuntalar su hegemonía. Y dichas modificaciones han dado forma a lo que él denomina “liberalismo autoritario”, una teoría política cuya finalidad es la justificar un “Estado fuerte” que garantice ante todo “una economía libre”.

El libro se abre con el estudio de la transformación estratégica destinada a disciplinar a los trabajadores de los años 1970 y que justificarán dispositivos propios de la gubernamentalidad neoliberal. En un contexto de pleno empleo, los trabajadores de las grandes empresas estadounidenses podían permitirse el lujo de ser reivindicativos o indisciplinados, en la medida en que el miedo al paro o las grandes crisis no tenía ningún impacto sobre sus conductas. Sin embargo, los intelectuales orgánicos estimaban que la indocilidad obrera era la responsable de la subida de los costes del trabajo y por ello del descenso de beneficios. Desde la teoría intentan transformar la situación para reintroducir nuevas modalidades de control que puedan domesticar a los trabajadores. Se valen del discurso de la psicología conductista de los años 1930, para diagnosticar que los trabajadores de su tiempo tenían una débil “tolerancia a la frustración”, lo que explicaría su indocilidad en relación con las generaciones anteriores. Entre las posibles estrategias para disciplinarlos y aumentar la tolerancia a la frustración, se dejó de lado la intensificación de la disciplina, en la medida en que aumentar la presión podía generar enfrentamientos directos y un indeseable aumento de las huelgas. También se abandonó la estrategia de participación de los trabajadores en la toma de decisiones de la empresa, ya que podía cuestionar el papel de los managers. Y se terminó por implementar el discurso de la inseguridad económica para garantizar la sumisión al poder disciplinario de la empresa.

La idea era que los trabajadores interiorizaran las normas y que estas afectaran sus conductas con el menor coste. Para lograrlo ponen en práctica el dispositivo del miedo. Llegan incluso a favorecer, conscientemente y con la ayuda de Nixon, el aumento del paro, mientras teorizan en favor del desmantelamiento de las ayudas sociales. Elaboran discursos que pretenden deslegitimar el Estado de bienestar. Se intentó con cierto éxito alterar el sentido común para crear uno nuevo. Para lograrlo no dudan en estigmatizar de la “cultura de la pobreza”. Defienden la idea de que el Estado de bienestar es un peligro moral. Intentan hacer creer que las prestaciones por desempleo son una forma favorecer la pereza, las jubilaciones una manera de disolver los vínculos con los mayores y las ayudas a los discapacitados una estrategia encaminada a magnificar pequeños defectos físicos.

Para reforzar su estrategia generan una batería de discursos para deslegitimar el papel de los sindicatos. Desarrollan estrategias sobre las maneras de evitar la sindicalización de los trabajadores, tanto para luchar contra el proceso de implantación de un sindicato, como para desindicalizar una empresa. Las propuestas variaban entre comenzar en las entrevistas de trabajo por plantear la preguntar en torno a los mismos, para explicarles que la empresa funcionaba sin ellos, a hacer creer que los costos de los sindicatos iban en detrimento de los salarios de los trabajadores, o que su implantación generaba el fin del diálogo directo entre los trabajadores y los managers, restándole con ello poder de negociación a los primeros.

Todo esto generó que los trabajadores optasen, como forma de mantener su trabajo y sus salarios, en un ambiente performado por el dispositivo del miedo a la inestabilidad laboral, por negar cualquier colaboración con los sindicatos, y ya partir del segundo tercio de la década de 1970, los trabajadores asumieron como normal, lo interiorizaron como evidente, que vivirían peor que las generaciones anteriores.

En la siguiente parte del libro, se examinan las respuestas que se dan a la separación del poder decisión de los managers frente a la propiedad de los accionistas. Aquí el principio de autoridad del liberalismo clásico, que fundamentaba la autoridad en la propiedad, salta en pedazos. Responden a este vacío axiológico mediante la búsqueda de dispositivos para disciplinar a los managers y que estos busquen el mayor beneficio para la empresa y, por ende, para los accionistas. La respuesta resultante y aceptada como lógica fue la de vincular sus resultados a los de los mercados bursátiles. Establecen que existe una correlación causa-efecto entre el precio de las acciones y la gestión del manager. Para que los efectos disciplinarios de tal correlación pudieran producirse y que el mercado controlara a los manager se debían desregular los mercados financieros. Cosa que ocurrió con la llegada de Ronald Reagan. Las consecuencias fueron drásticas para la clase trabajadora, ya que durante dicho periodo se produjeron restructuraciones y despidos masivos debido a las nuevas reglamentaciones de adquisición y fusión de empresas, que no tomaban en consideración a los trabajadores, en cuanto el pleno empleo no era un objetivo, sino que lo eran los beneficios empresariales.

De esta manera, el poder de veridicción fue desplazado hacia los mercados bursátiles y con ello se logró disciplinar a los managers. Aunque faltaba justificar cómo poder gobernar sin gobernantes para que gobierne el mercado. Y aquí entra en juego Friedich von Hayek y su concepto de catalaxia. El problema era que el concepto griego de economía, proveniente del griego oikos, hacía referencia al poder doméstico ejercido por el déspota. Por ello, forja el de catalaxia para dar cuenta del sistema de múltiples economías en relación que constituyen el orden del mercado, un orden espontáneo. Así se termina por subsumir la oikonomia a la katallaxia y se pasa al gobierno de los gobernantes por los mercados. De esta forma se produce un control que el dominado siente como inconsciente e indirecto, siendo los mercados bursátiles los que producirán la verdad y controlarán las conductas por su funcionamiento que, según tales intelectuales, escapa a cualquier control consciente, al mismo tiempo que se garantiza que la banca siempre gane.

Paralelamente, desde la década de 1960, los movimientos sociales y políticos habían comenzado a enfrentarse a las grandes corporaciones. Entre ellos había pacifistas que realizaban acciones contra la producción de armas, también ecologistas, personas que protestaban contra las grandes empresas que habían perjudicado con sus productos a un gran número de personas, grupos que cuestionaban las políticas de contratación racistas que provocaba la falta de minorías en las mismas, e incluso movimientos que luchaban en contra del apartheid sudafricano y que, por tanto, estaban en contra de que las empresas cooperaran con dicho país. La estrategia de muchos de los activistas consistió en politizar las empresas y la respuesta del mundo de los negocios no se hizo esperar. Se creó una “doctrina contra-activista de empresas” que se aplicaba para tomar el control en las posibles tensiones que pudieran surgir, y en ella se mezclaban relaciones públicas con tácticas de información y contra información militares.

En su combate retomaron el discurso de la “responsabilidad social de las empresas” (RSE). Se trataba de evitar cualquier tipo de reglamentación introduciendo un discurso que apelaba a la ética, para evitar que el derecho se mezcle con los negocios. Por ello, divulgan un vasto número de campañas de autodefensa, destinado a que se establezca la autoregulación empresarial en detrimento de la reglamentación estatal. A pesar de ello, siempre tuvieron claro, y así lo decían, no ya que la guerra fuera la política por otros medios o a la inversa, sino que los negocios son la guerra. Muchos fueron los militares expertos en gestión de crisis que terminaron asimilados por los intelectuales orgánicos para defender el mundo de los negocios. El problema contra el que había que luchar era que una pequeña red de activistas podía ser capaz de boicotear a las grandes empresas y generarles pérdidas. Una de las estrategias teorizada y difundida para hacer frente a los posibles boicots propuestos por los activista fue la de diferenciarlos en una paleta según la cual había radicales, oportunistas, idealistas y realistas. Se trataba de aislar a los radicales, valiéndose de los oportunistas mediante la captación e intentado mostrarles a idealistas y realistas que el mundo de la empresa tenía una justificación ética y pragmática.

Y es en este contexto en el que la RSE comienza a ser utilizada como un dispositivo para “fabricar consentimiento”. El problema no era si las empresas eran responsables o no, sino más bien cómo debían serlo. A partir de los años 1980 la palabra clave fue la de diálogo. La teoría de la acción comunicativa de Jürgen Habermas les vino como anillo al dedo, ya que se trataba de una comunicación ética que buscaba la comprensión mutua en la que el conflicto desaparece y se persiguen los intereses de todos los participantes. De esta manera, entre Habermas y Carl von Clauzewitz se forjó la estrategia para defender la legitimidad del paradigma imperante. Ellos sabían que estaban en guerra y que sus armas eran sobre todo el diálogo. Se valdrán del mismo para deslegitimar al adversario de diferentes maneras. El dialogo contaba con bastantes ventajas en relación con otras estrategias, en cuanto permitía identificar los posibles problemas antes de que saltasen a la esfera pública y así se podrían identificar también las respuestas antes de que estallase el escándalo, limitando con ello los costes. Para su promoción preconizan que se invite y convenza a los activistas para que contacten a la compañía y dialoguen con ella antes de promover escándalos públicos, ya que estas estaban autoreguladas por la RSE. Las estrategias distracción y de cooptación serán también promocionadas para involucrar a los activistas en elementos que impedirían el acercamiento conceptual entre la empresa y el enemigo. Para ello, se les animaba a participar en debates, y se les proponía la participación en las decisiones futuras, siempre y cuando no intervinieran en las presentes. También el diálogo servía para descalificar a los activistas que no quisieran participar o que no diesen su brazo a torcer, ya que se les acusaría de no querer dialogar.

Tras los años 1960 y 1970, los movimientos en defensa de los derechos sociales y civiles, en contra la guerra de Vietnam y en defensa de la naturaleza se volvieron actores centrales en la definición de las políticas públicas, así que el mundo de la empresa intentará ser, de manera deliberada, otro de esos actores. Bajo la apariencia de pluralismo, lo que se buscaba realmente era que las empresas pudieran imponer su punto de vista. Se trataba de sistematizar el lobby. Tenían claro que las políticas públicas no hacen sino plasmar ideas preexistentes, así que se lanzarán a la producción, difusión y a la gestión de las mismas. Comenzaron elaborando discursos en los que se instaba a dejar de subvencionar universidades en las que hubiera intelectuales opuestos al orden capitalista. En contrapartida se promovió la financiación de aquellas en las que se aportaba justificación al sistema de la libre empresa. Tampoco dudaron en intentar controlar los medios de comunicación por medio de la publicidad. Había que controlar los discursos que podían deslegitimarla y así lo hicieron. Pretendían construir un nuevo sentido común que les fuera beneficioso y para ello van a cooptar a intelectuales y activistas, cuyas ideas serían posteriormente difundidas por los grandes medios de comunicación. Por ello no es de extrañar que en este periodo, alguien como Milton Friedman pasase de ser un economista heterodoxo a ortodoxo, requerido para aconsejar a los gabinetes de Nixon y de Reagan, y que incluso tuviera un programa en la televisión pública estadounidense PBS.

Otra de las medidas fue la de terminar con las reglamentaciones estatales que protegían a los asalariados, consumidores y al medioambiente. Para lograrlo introducen el concepto de soft law. Los códigos de conducta de las firmas multinacionales sirvieron de armas defensivas u ofensivas contra las regulaciones. El enfoque costos-beneficios fue utilizado para cuestionar el interés de ciertas normas. El “neoliberalismo ético” preconizó la responsabilización haciendo de las elecciones individuales una alternativa a la acción política. En el caso de la contaminación surgida por los envases producidos por las multinacionales, lo que van a hacer es crear amplias campañas de publicidad para que se proteja a la naturaleza y a promocionar el reciclaje por parte de las autoridades públicas, de tal manera que la responsabilidad, aunque también los costes, se transfirieron hacia la ciudadanía, algo que hoy nos parece totalmente lógico. El esquema resultante implica que el individuo será quien contamine y sus impuestos pagarán las labores de reciclaje, cuando realmente los envases contaminantes han sido producidos por la industria y podían haber sido fabricados de una manera más costosa para esta última, aunque menos para el medioambiente.

El libro se cierra mostrando cómo estas estrategias y dispositivos, cuya finalidad era la de convertir en hegemónico al neoliberalismo, han necesitado del Estado, y pueden ser asimiladas teóricamente con lo que Carl Schmitt definió como “liberalismo autoritario”. Como decíamos al inicio, un “Estado fuerte” destinado a proteger “una economía libre”. Los intelectuales orgánicos preconizaron poner límites a la democracia como forma de resolver la crisis de gubernabilidad, que concluía con un desplazamiento de la política en favor del mercado, que deberá prevalecer sobre el Estado como entidad veridiccional. El argumento se fundamentaba sobre la idea de que las reivindicaciones de la sociedad civil habían sobrecargado el sistema político, habían convertido a la sociedad en ingobernable a causa de la extensión incesante de las funciones del Estado. Los gobernantes eran excesivamente permeables a los grupos de presión debido al sistema de elecciones democráticas, al Estado keynesiano y a los movimientos sociales que alimentaban una inflación de las expectativas sociales. Por lo que teorizaron la democracia representativa como un simple mercado político que empuja al crecimiento irracional del gasto público y a la ingobernabilidad.

Por ello, se lanzan a justificar diferentes dispositivos que conducirían a ese “liberalismo autoritario”. Para Schmitt, el Estado pluralista se vuelve Estado total, no sólo por su poder, sino más bien por su debilidad, en cuanto debe responder a múltiples exigencias de la sociedad. Frente a tal situación defiende un Estado fuerte en contra de las reivindicaciones democráticas de distribución social, aunque débil en su relación con el mercado. La resultante de despojar al Estado de la parte social es que sólo quedará su fuerza bruta, su aparato represor, y esto es lo que han defendido los neoliberales en su propio beneficio. En este intento de explicarnos cómo hemos llegado a ser lo que somos, Chamayou nos presenta el proceso de la creación de verdad que han realizado para convencernos de que no hay alternativa al dominio del mercado.

 

Hero Suárez

(HEC, París)