Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 83, 2021

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

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RUFINETTI, Edgar J. (2018), La racionalidad práctica en el debate Habermas-Gadamer, Villa María: Eduvim. 372 pp.

 

 

Edgar J. Rufinetti es docente de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina; entre sus áreas de interés se cuentan la hermenéutica de Hans-Georg Gadamer (1900-2002) y la teoría crítica, teoría que ha ido enriqueciéndose a partir de las primeras formulaciones en la “clásica” Escuela de Fráncfort y que hoy abarca los desarrollos de Jürgen Habermas y sus discípulos. En su libro, Rufinetti aborda el intenso debate que se entabló entre estas dos corrientes de pensamiento alemán, especialmente en los últimos años de la década de 1960 y los primeros de la siguiente.

Nacido en 1929 y, en consecuencia, perteneciente a una generación más joven, es comprensible que Habermas haya sido crítico con los padres fundadores de la escuela frankfurtiana; en su deseo por conceptualizar más adecuadamente la interacción y la comunicación, este se interesó por la hermenéutica y la filosofía analítica, sin dejar de señalar sus reparos a ambos enfoques.

Pero más allá de estas diferencias (generacionales e ideológicas), hay algo que hermanó desde el inicio a Habermas con Gadamer: el rechazo de ambos al neopositivismo y, en general, a la filosofía de las ciencias sociales de corte eminentemente empirista. A esto se sumaba asimismo el desafío por reintroducir en el ámbito filosófico a la razón práctica, convidada de piedra en la academia desde que David Hume sentenciara en 1739: “La razón es y debe ser solo la esclava de las pasiones, y jamás puede pretender ejercer otro oficio que no sea el servirles y obedecerles” (Hume 2000, 413).

En este contexto se ubica el objetivo general de Rufinetti: “Aclarar cómo ha de entenderse el fenómeno y el concepto de razón práctica” en la actualidad y, especialmente, “elucidar [cuáles son] los estándares de racionalidad que resultan ‘adecuados’ para orientar la acción y la reflexión en el ámbito de la praxis” (35). De esta manera, el autor espera:

 

aportar un punto de partida para entender y evaluar los modos de razón práctica que, sin dejar de atender las exigencias de interacción y diálogo propias de las situaciones normativas del mundo histórico-social de la vida, actualmente juegan un papel relevante en los debates en torno a la fundamentación de la filosofía práctica y las ciencias sociales (36).

 

La obra de Rufinetti se divide en cuatro partes: primero, una exposición de la hermenéutica de Gadamer; luego, una presentación de las críticas de Habermas a aquella, críticas aparecidas a medida que el entonces joven filósofo iba desarrollando su propio marco teórico; y finalmente —tercera y cuarta partes—, una reconstrucción de las idas y vueltas del debate Habermas-Gadamer con el objetivo último de mostrar que las críticas del primero no han afectado sustancialmente la propuesta hermenéutica del segundo; es más, la habrían robustecido, además de sacar a la luz la vulnerabilidad del universalismo habermasiano.

La cuestión central es esta: ¿es factible hallar instancias que escapen a la tradición y los discursos, tradición y discursos que nos constituyen dado que somos seres permeados por la historia y el lenguaje? Habermas cree que sí y que sólo así podremos elaborar luego una teoría normativa que nos permita, a la postre, analizar las apremiantes cuestiones éticas y políticas. Gadamer, en cambio, entiende que todo discurso, incluso el filosófico, nace en y de una tradición que le fija límites precisos e insuperables. En este sentido, Rufinetti sostiene, siguiendo a Gadamer, que los esfuerzos de Habermas resultan insuficientes: todo intento por querer salirse del lenguaje y la tradición con el fin de dar con criterios normativos universales para evaluar “desde fuera” ese mismo lenguaje y esa misma tradición, está destinado al fracaso. (Claro que entonces se plantea el interrogante de cómo criticar “desde dentro” la propia tradición, si no quiere desembocarse en una posición “tradicionalista”.)

En la primera parte del trabajo, Rufinetti reconstruye el punto de partida de la hermenéutica de Gadamer, con sus críticas al historicismo decimonónico. El filósofo va incluso mucho más allá de Wilhelm Dilthey (1833-1911): la conciencia de que somos seres históricos y que hablamos desde una tradición no es, de por sí, garantía de independencia respecto de esos condicionamientos. De hecho, Gadamer es capaz de “poner de manifiesto que tanto la reflexión de la vida como la vida de la conciencia operan siempre sobre un terreno que las sostiene y que no pueden objetivar y aclarar ni completa ni adecuadamente” (55). En consecuencia, es necesario “rehabilitar el prejuicio, la autoridad y la tradición” (70), teniendo en cuenta que estas tres instancias, correctamente entendidas, no coartan indefectiblemente la libertad ni el ejercicio de la crítica. El punto es que no puede haber libertad y pensamiento sino dentro de una tradición (la conciencia es wirkungsgeschichtlich).

Seguidamente, Rufinetti recuerda que, para Gadamer, comprender es, sobre todo, aplicar. Todo acto de comprensión presupone la aplicación de instancias cognitivas generales al caso concreto. Es más, esta idea puede llevarse hasta sus últimas consecuencias si se afirma que comprender, en el fondo, es siempre traducir: mi comprensión de algo implica mi traducción de eso nuevo al lenguaje que ya manejo. De este modo, la comprensión no es algo pasivo, sino fundamentalmente un acto creativo. En este punto Gadamer se apoya, como señala Rufinetti, en la concepción de phrónesis desarrollada por Aristóteles en la Ética a Nicómaco; concretamente: “el problema para Gadamer —y la razón por la cual recurre a la ética aristotélica— no es el universalismo sino el intelectualismo” (103). Según el autor, el mérito de Gadamer en este ámbito está en:

 

ampliar el concepto de razón práctica [de tal suerte que] esta no se reduce al juicio solitario, monológico, de un sujeto constituyente, sino que es la emergente del juego del entendimiento compartido y situado, una razón dialógica (110).

 

(Rufinetti no discute los grados de “dificultad” de la comprensión-aplicación-traducción. Si bien es válida la metáfora según la cual todo el tiempo estamos traduciendo, incluso cuando “simplemente” percibimos un objeto cotidiano, la verdadera traducción se da cuando nos topamos con un acontecimiento/texto extraño.)

Hacia el final de la primera parte, Rufinetti examina el concepto gadameriano de experiencia de la alteridad. De hecho, la experiencia del otro puede ser, en un nivel elemental, muy poco enriquecedora, por ejemplo, cuando simplemente “objetivamos” al otro, lo consideramos un mero objeto a nuestro servicio (tal como procedería un explotador con su esclavo). La experiencia del otro es algo más profunda, aunque aún parcial, cuando consiste en la sola proyección de mi yo en el otro; aquí por cierto se lo humaniza al otro, pero esa humanización queda aún confinada a la función de ser el reflejo propio. Finalmente, la experiencia más auténtica del otro está dada en la relación yo-tú. Está claro que sólo en este último caso puede hablarse de apertura a la alteridad y, así, diálogo. Rufinetti indica que el verdadero diálogo presupone “el reconocimiento del la pretensión del otro, reconocimiento que implica la apertura ante la posible verdad de lo dicho por él, mediante la suspensión momentánea del juicio” (123, cursivas en el original). Así, dialogar auténticamente es evitar “argumentar en paralelo”: el buen interlocutor ve la necesidad de “contar con el asentimiento del otro para continuar” (125); es más, dialogar no es solo hablar y afirmar sino, sobre todo, “saber preguntar” (130) y estar dispuesto a escuchar.

En la segunda parte, Rufinetti reconstruye la posición que Habermas desarrolla durante su temprano encuentro con la filosofía de Gadamer. Como es sabido, la apropiación que hace Habermas de la hermenéutica es sui generis. En particular, porque su motivación de fondo es hallar las condiciones trascendentales gracias a las cuales serían posibles, en última instancia, la comunicación y la interacción entre los seres humanos libres. Aquí Rufinetti nos recuerda que, si bien Habermas da importancia a los desarrollos del segundo Wittgenstein (1889-1951) en lo que respecta a comprender una cultura distinta de la propia, le reprocha el poner en duda la traducibilidad de un lenguaje a otro.

A esta altura, Rufinetti expone lo que podríamos llamar la “primera etapa” del debate Habermas-Gadamer. Es Habermas quien comienza haciéndole tres críticas a la hermenéutica del maestro. En primer lugar, Gadamer quedaría empantanado en el contextualismo y, por ello mismo, en el relativismo; en segundo lugar, la hermenéutica gadameriana se volvería una fuerza tradicionalista y conservadora; por último, en su esfuerzo por abarcarlo todo, el enfoque hermenéutico no dejaría espacio para aquellos factores que no son estrictamente lingüísticos, en particular el trabajo físico y el ejercicio del poder en forma de la violencia más elemental. En definitiva, el objetivo de las ciencias sociales no es solamente comprender una determinada práctica, según Habermas, sino también criticarla o, cuanto menos, explicitar los criterios y las pautas desde los cuales es posible ejercer la crítica; solo así el pensamiento puede mantener su función emancipadora.

La tercera parte del libro se aboca fundamentalmente a las respuestas que Gadamer elaboró a partir de las tres críticas mencionadas y al “contraataque” que siguió. Rufinetti muestra que, sobre todo, Gadamer ha insistido en que el lenguaje es el medio universal de la vida social. En el hombre, todo está embebido en el lenguaje (lingüisticidad), incluso el trabajo físico más simple en pro de la satisfacción de las necesidades básicas o el ejercicio puro y duro del poder en forma de agresión corporal en pro del mantenimiento del orden establecido. Por otro lado, el destacar instancias como el prejuicio y la autoridad no implica descartar la razón ni la reflexión. Al fin y al cabo, el punto para Gadamer se resume en una frase: es ilusorio creer que podemos crear un lenguaje libre de las limitaciones de la historia y la cultura. Recordemos que el empeño de Habermas está puesto en dar con un punto de apoyo que le permita generar las reglas para un diálogo, si bien no absolutamente puro, sí al menos capaz de criticar los aspectos alienantes u opresivos de lo trasmitido/heredado. Habermas supone que el psicoanálisis y el marxismo están en condiciones de ser los sostenes teóricos en base a los cuales se podría llevar a cabo tal reflexión: “Habermas sólo cuenta con las presuposiciones que de hecho hacen el psicoanalista y el crítico de las ideologías para limitar el planteo hermenéutico” (234). Rufinetti concluye que Gadamer ha formulado objeciones “demoledoras” al planteo general habermasiano y que, por tanto, sigue siendo utópico creer en la posibilidad de una comunicación sin coerciones.

En la cuarta y última parte, Rufinetti explora algunos desarrollos posteriores de Habermas, que podrían ser vistos como un esfuerzo tardío por contestar a las críticas ya expuestas por el maestro. En efecto, la disputa que nos ocupa se entabló a fines de los años Sesenta y quedó cerrada con la publicación en 1970 de Hermeneutik und Ideologiekritik. Sin embargo, en 1981 Habermas publicó su famosa Teoría de la acción comunicativa; Rufinetti entonces se pregunta por la conveniencia de intentar revivir la disputa para “considerar si Habermas logra hacerse con las condiciones universales y necesarias presupuestas en el habla comunicativa y obtener por esta vía un sistema de referencias que trascienda la tradición y el lenguaje” (276). Es por ello que en la última sección encontramos una exposición de la teoría de la pragmática universal de Habermas. No obstante, la conclusión de Rufinetti es que, más allá del valor en sí de estos nuevos desarrollos y de que Habermas pudo superar gracias a ellos algunas estrecheces que tenía su posición originaria, su propuesta sigue siendo insatisfactoria. En particular, Habermas terminó pagando un precio demasiado alto con su introducción del mundo de la vida (Lebenswelt), nos dice Rufinetti; ese nuevo elemento no fortalece sino que debilita los “rasgos de universalismo y formalismo que [Habermas] había levantado como estandarte contra la hermenéutica filosófica” (305, cursivas en el original).

Ahora bien, aun cuando aceptemos esta conclusión y dejemos de lado las críticas de Habermas, no queda claro cuán sólida sería la posición de Gadamer frente a otros tipos de “ataques” teóricos. La filosofía habermasiana ha sido, por cierto, una “amenaza” importante, pero no la única. En este sentido, la pregunta que le asalta al lector es, ¿cuál sería de última la base sobre la que se asienta el edificio de la reflexión gadameriana? El simple señalamiento del carácter histórico, lingüístico y cultural de nuestras afirmaciones debe, para poder surgir, haber logrado “escapar” de esos mismos condicionamientos, siquiera provisoriamente, si uno no quiere quedar expuesto a una posición paradojal. Aun cuando los filósofos no estén llamados a intuir principios a priori de un supuesto reino ahistórico, es indiscutible que toda reflexión filosófica supone situarse, siquiera provisoriamente, en un nivel superior (meta-lenguaje).

Así mismo, es pensable que Habermas, en su intento de hallar criterios normativos fuera de la “contaminación” histórica y lingüística, haya tropezado con los límites mismos de nuestra reflexión. Pero, de todos modos, ¿cómo puede ser factible, tal como supone Gadamer, que los aspectos filosóficamente más interesantes emerjan de la conversación auténtica, incluso los criterios que han de guiar la misma conversación (auténtica)? De hecho, el respetar al interlocutor como ser humano es un principio que no lo hallamos en la conversación como tal, sino que esta lo presupone.

Por último, el estar abierto, la “Offenheit” que, según Gadamer, han de tener los interlocutores, es un requisito que trasciende la tradición misma. Los gadamerianos podrán hacernos ver todo lo que nos “perdemos” cuando no conversamos abiertamente con el otro, pero eso apenas convencerá a quien puede “salirse con las suyas” sin dialogar o dialogando de manera distorsionada. Al esclavista o al narcisista bien les podemos señalar toda la riqueza que dejan pasar de largo al no adoptar una experiencia profunda de la alteridad, pero es posible que nos respondan levantando los hombros (al fin y al cabo, no está claro en qué sentido podemos decir que son irracionales al proceder de ese modo, ni qué podría desprenderse de tal juicio). Tal vez tenga razón Gadamer cuando sostiene que la única manera de examinar nuestras estructuras mentales es mediante la apertura plena a la alteridad, pero esta aseveración, de por sí, no posee una fuerza normativa propia.

La racionalidad práctica en el debate Habermas-Gadamer posee algunas fallas de forma (abunda en repeticiones; contiene disquisiciones que poco aportan a la argumentación; incluye capítulos demasiado extensos, etc.); sin embargo, más problemático en mi opinión es que Rufinetti evite servirse de ejemplos o casos prácticos que contribuirían a recrear y realzar la discusión —podría haber recurrido por ejemplo a cuestiones de bioética, área que preocupaba tanto a Habermas como a Gadamer—; de tal suerte, el debate parece girar muchas veces sobre sí mismo, al no quedar claro qué cosa está concretamente en juego. Pero sin lugar a dudas el tratado de Rufinetti será de gran utilidad para los estudiosos de la filosofía alemana interesados en ahondar en la disputa que hace medio siglo se entabló no solamente entre Gadamer y Habermas, sino también entre los hermeneutas y sus críticos “de izquierda”.

 

Referencias

 

Aristóteles, Ética nicomáquea; ética eudemia, Julio Pallí Bonet, trad., Madrid: Gredos, 1993

AA.VV., Hermeneutik und Ideologiekritik, Fráncfort del Meno: Suhrkamp, 1971

Hume, David, A Treatise of Human Nature, David Fate Norton y Mary J. Norton, eds., Oxford: Clarendon Press, 2000

 

Marcos G. Breuer

Universidad Nacional de Córdoba,
Argentina