Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 83, 2021 pp. 217-229
ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)
http://dx.doi.org/10.6018/daimon.376701
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El imposible duelo o la traición más justa.
La política de los fantasmas en Jacques Derrida*
The impossible mourning or the most just treachery.
The Politics of Ghosts in Jacques Derrida
JAVIER AGÜERO ÁGUILA**
Resumen: El siguiente trabajo profundiza en el acontecimiento del duelo en la filosofía de Jacques Derrida. En esta perspectiva, se comienza por el libro Glas de 1974, donde se anunciaría el duelo por la muerte del sentido. Posteriormente, se profundizará en los fantasmas derridianos y la responsabilidad con los desaparecidos. En tercer lugar, emerge la figura del don, que abre al duelo hacia la espera infinita. Finalmente, y desde la lectura derridiana de los psicoanalistas Abraham y Török, se trabajará la figura de la “cripta” como falso inconsciente. Se concluye con una reflexión sobre Chile y los desaparecidos por la dictadura de Pinochet.
Palabras clave: Derrida, Glas, Duelo, Fantasmas
Abstract: This article focus on the event of mourning in the philosophy of Jacques Derrida. It begins, accordingly, with the 1974 book Glas, where Derrida announces his mourning for the death of meaning. The article then focus on the Derridean ghosts and the responsibility towards the missing. Thirdly, the figure of gift emerges, one that opens mourning towards the infinite hold. Endly, from the Derridean lecture of phsychoanalysts Abraham and Török, the figure of “crypt” will be presented as a false inconscious. It concludes with a reflection on Chile and the missing people by Pinochet’s dictatorship.
Keywords: Derrida, Glas, mourining, ghosts
Recibido: 10/05/2019. Aceptado: 17/07/2019.
* Todas las citas textuales de Derrida, más la de Levinas y la de Torok, han sido traducidas del francés al español por el autor de este artículo
** Doctor en Filosofía por la Universidad París 8 Vincennes/Saint-Denis. Miembro del Centro de Investigación en Religión y Sociedad (CIRS) de la Universidad Católica del Maule (Chile) y académico del Departamento de Filosofía de la misma institución. Sus líneas de investigación tratan sobre la filosofía francesa contemporánea, particularmente sobre la obra de Jacques Derrida y sus puntos de encuentro con el psicoanálisis. Ha publicado el libro Les silences du pardon. Sur le Chili Post-Pinochet (L’Harmattan 2019), y diferentes artículos en revistas especializadas. Igualmente, ha desarrollado un trabajo de traducción de autores franceses contemporáneos al español, entre ellos, Jacques Derrida (Perdonar. Lo imperdonable y lo imprescriptible, LOM, 2017). Marc Crépon (La cultura del miedo I y II, LOM, 2019). Correo electrónico: jagueroag@gmail.com.
1. Introducción
«Qué queda, para nosotros aquí y ahora de un Hegel»
(Derrida, 1974, 7).
Con Hegel como excusa, como una terrible excusa, Derrida “posiciona” el resto. Como si Hegel fuera el hogar de todos los restos y de todos los fantasmas que serán invocados, conjurados y reaparecidos. Excusa entendida también como un perdón: yo me excuso por hacer de un solo nombre un solo gran resto. Glas parte, pensamos, de esa gran tensión. ¿Es el resto de Hegel la posibilidad de todos los restos?, ¿por qué Derrida abre Glas con esa pregunta por lo que nos resta, hoy, de Hegel? Es una forma de partir, pero también de exigir un efecto: si hay algo así como un resto, volvamos a Hegel.
Queremos entender el resto como lo que queda de lo que ya no es más. El resto es el anuncio biodegradado, el testimonio —sin testimonio— de un fin de mundo; de una partida sin retorno que vendrá a presionar el presente con toda su fuerza espiritual. El resto de Hegel es el resto del otro, pero, al mismo tiempo, lo que no tiene ni tendrá ontología de ningún orden. Hablamos de un resto bastardo que se exilia de esa familia ontoteológica que se iniciara con Hegel mismo. El resto de Hegel es su lateralidad más exagerada (Derrida, 1974, 12-13). Entonces podríamos hablar del duelo.
¿Qué es un duelo imposible ? ¿qué nos dice, este duelo imposible, de una esencia de la memoria ? [...] ¿Quién nos dirá donde se encuentra la traición más injusta? ¿la infedilidad más dañada ?, incluso la más asesina ¿es esta la del duelo posible que interioriza en nosotros la imagen, el ídolo o el ideal del otro muerto y solamente vivo en nosotros? (Derrida, 1988, 29).
Habría que preguntarse, precisamente, si estas son las preguntas, puesto que en la verbalización de un duelo imposible lo que no tenemos, probablemente, sean respuestas. Entonces es justo preguntarle a Derrida si, desde ya, sus palabras transformadas en preguntas responden a lo que un duelo, imposible, es. Ahora, ¿cómo no ser justos con Derrida cuando lo que resulta aquí imposible (verbalizar el duelo, también imposible) nos deriva a su herencia1 y a lo que le sobrevive después de muerto? Sus preguntas esperan respuestas —il faut répondre—, aunque lo que emerjan, más bien, sean nuevas preguntas inspiradas en su legado siempre expansivo.
No hacer el duelo sería, como lo sostiene Derrida siguiendo a Hölderlin y a modo de pregunta, la traición más justa. Y nos dirigimos irremediablemente en este punto hacia otras preguntas: ¿puede ser una traición justa?, ¿hay equilibrio, balanza, restitución de la situación anterior, en fin, justicia cuando traicionamos?, ¿qué es ser justo en la traición? La traición en este momento no tendría que ver con el olvido, con una ecología de la memoria o con un reemplazo libidinal del muerto. Hay en Derrida una idea de traición que deriva en una ética, pero, sobre todo, en un compromiso con la alteridad más radical: una angustiante infidelidad. El traicionar viene, en este punto, a mostrarnos la necesidad de respetar al muerto en su fuga. Ese otro muerto no podría ser capturado, puesto en cautiverio dentro de nosotros mismos, pensando en que así lo resucitamos y su vida continúa. Por el contrario, una ética del duelo, un duelo imposible entonces, exigiría siempre la partida definitiva del otro, radicalmente. No podemos engañarnos sostiene Derrida. El que está muerto no vive en sí mismo, sino que vive en nosotros, pero de un modo completamente distinto a como viviría en sí mismo. Está vivo dentro nuestro pero sepultado y terminado ahí afuera. El enterrado es sin memoria, por más que nosotros hablemos en su memoria y de alguna forma nos apropiemos de ella. «Si la muerte le ocurre al otro y nos llega por el otro, el amigo muerto no está más que en nosotros, entre nosotros. En sí mismo, por sí mismo, de sí mismo, él no es más, nada más» (Derrida, 1988, 49). Somos, los que sobreviven, acogida para la memoria y para la herencia; hogar y permanencia para los muertos.
¿Pero cómo hacer memoria de lo que está terminado?, ¿de qué forma damos vida al muerto en nosotros? Derrida nos dice que es solo en la imposible afirmación del duelo (ese que nos exige acoger al otro muerto en nosotros). La memoria tiene una posibilidad en la órbita imposible del duelo jamás terminado, nunca clausurado. Es aquí donde la justicia encuentra un espacio, en tanto es siempre la venida de lo imprevisible y de lo incalculable. El duelo imposible hace posible el duelo mismo y nos transforma en emisarios, en los recaderos de una herencia que no podemos evitar en el transcurso de una vida histórica. La aporía que emerge, entonces, es que no hay duelo posible sino ahí donde éste es imposible, y «Lo imposible aquí es el otro, tal como nos llega […]» (Derrida, 1988, 52).
Señalamos, además, que el duelo es imposible porque no hay término, punto final o fecha límite para la interiorización de la memoria del otro. La memoria del otro, muerto, nos viene y nos llega a cada momento, sin preguntarnos, simplemente llegando con toda su carga y exigencia testimonial. Así, sabemos que el duelo es ilegible, no tiene traducción ni lenguaje al cual pueda ser reductible. La memoria del otro y el duelo que la acoge (la porta) es infinita y el duelo mismo, de esta manera, una categoría imposible que se celebra y despliega en la dimensión desconocida de su infinito devenir.
Deberíamos, de esta manera, partir de Glas; insistir en las dos columnas. Nos dirigimos a Glas para referirnos al duelo y lo que este texto puede hablar, de manera general —nuestro intento aquí es menor— sobre él.
2.¿Glas es el duelo?
Hay en Glas un efecto permanente que se relaciona con lo inanticipable. Las dos columnas no solamente expresan la imposibilidad de cualquier dialéctica o, si se quiere, de un resultado, también estamos frente al anuncio permanente de que el sentido mismo siempre está condenado a muerte. Lo que se anuncia de esta manera y al igual que en la amistad2, es la intuición de un duelo, en este caso, de la síntesis o del resultado. La lectura de Glas nos lleva a repensar la muerte, esa que se deja entrever a través de este duelo inmemorial que bordea todo el texto. No hay anticipable en Glas, y su forma grafológica es un atentado a cualquier monumentalización posible. Glas porta el duelo3.
Diremos que Glas lleva el duelo de su propio duelo. Esto es, que antecede a la inscripción de la muerte. Es su propio duelo porque en la imposibilidad de síntesis que pretenderían expresar sus páginas, todo lo que se anuncia es su muerte. De esta manera, se trataría tanto del duelo siempre inmanente como del cortejo que camina tras el cuerpo de la dialéctica, los dos a la vez. Todo lo que digamos sobre Glas, todo lo que se escriba sobre Glas es ya y desde antes de cualquier pasado un ejercicio de síntesis que nace muerto. Sólo nombrándolo (¡Glas!) lo traicionamos. Con Glas nos desplazamos a la iterabilidad radical, es decir a la independencia de la significación en relación al contexto. Ésta se da, en Glas, de manera múltiple e irreductible.
Ahora bien, ciertamente habría algo más en Glas. Para Derrida el duelo siempre es el duelo por otro. Como lo sostiene en Politiques de l’amitié, sabíamos —sin saberlo— de antemano que uno de los dos amigos terminaría sólo, llevando al amigo muerto en su interior, acogiéndolo, testimoniándolo y portando una herencia (1994, 20). Pues bien, Glas es también un duelo por esa otra razón que deambula al margen de la certeza dialéctica. Es Hegel, la tradición y la enciclopedia, frente a —o detrás de— un poeta marginal como Jean Genet. Pareciera que se persigue contaminar la columna de uno con la del otro, interceptarlas y sacar entonces una conclusión. Sin embargo, las líneas paralelas —columnas— no se juntan jamás y se intuye el afán derridiano porque así sea. En todo este ir y venir de columnas, verticalismos y restos, lo que surge es el otro como venida de lo inesperado y de lo inanticipable. La justicia más allá de toda columna, más allá de toda forma.
«Este trabajo de duelo se llama - Glas. Siempre tiene nombre propio» (Derrida, 1974, 100).
3. Los fantasmas y la ceniza
Sería momento de referirse a los fantasmas. Esto porque pensamos que no hay duelo (im) posible sin ellos. Hablamos de fantasmas que se cuelan, se entrometen y se aparecen en la vida de los sobrevivientes. Decimos aquí vida en un sentido afirmativo porque se trata de aprender a vivir con los fantasmas y porque es necesario decir sí a la venida intemporal de los que no están presentes: «aprender a vivir con los fantasmas, en la conversación, en la compañía o en el compañerismo, en el comercio sin comercio de los fantasmas. A vivir de otra manera. No mejor, más justamente. Pero con ellos» (Derrida, 1993, 14-15).
Esta exigencia de vivir con los fantasmas, no puede entenderse sin un exceso respecto el presente. No se trata de superar el presente, ni de alterarlo ni de transformarlo. Hablamos aquí de un otro tiempo en donde lo fantasmagórico tiende a diseminarse fuera de cualquier orden cronológico. La responsabilidad, entonces, debería ser afirmativa respecto de esta no contemporaneidad. El tiempo de los fantasmas, es, también en tanto otro, el tiempo del duelo.
El espectro es lo que queda del muerto y es a él a quien debemos afirmar. El espectro como huella de una memoria y también como fuerza testimonial de los ausentes. Aprender a vivir con los fantasmas es aprender a vivir con las cenizas. «Tengo la impresión de que el mejor paradigma de la huella no es […] la pista de caza, el abrirse paso, el surco en la arena, la estela en el mar, el amor del paso por su impronta, sino la ceniza (lo que resta sin restar del holocausto, del quema-todo, del incendio el incienso)» (Derrida, 1987, 27). La ceniza es lo que queda después de la extinción. Seremos cenizas y ellas mismas son el testimonio de que alguna vez algo fue, sin embargo, «una ceniza no es» (Derrida, 1987, 23).
Entramos de esta manera en el espacio no-ontológico de la espectralidad; espectralidad imaginada como aquello que resta, que nos resta. La ceniza es in-presencia e in-temporalidad, y de esta forma irreductible al ser en cualquiera de sus formas existenciales. La ceniza para Derrida, es «la ruina que no es el ser” (1986, 77), porque la ceniza es el resto de lo que no es más: “[…] la ceniza no es, no es lo que es. Ella resta de lo que no es, para no recordar en su quebradizo fondo más que no-ser o impresencia» (Derrida, 1987, 11); es suplemento de lo que ya no es, es decir, doblemente negada: el no ser del no ser. «La ceniza se escribiría aquí como un lugar de testimonio sin verdad a verificar: una ceniza irreductible al concepto, al saber e incluso a la historia, a la tradición» (Derrida,1986, 77).
Si asumimos esta ruina que es la ceniza, que no es ni el testimonio de nada y que se nos revela irreductible a cualquier manifestación de la presencia o del tiempo, ¿cuál es su importancia en todo este tráfico etéreo y sin tiempo de los espectros? Todo el trabajo de Derrida sobre la espectralidad apuntaría, pensamos, en mostrar cómo la historia y la tradición no pueden escapar al diferir, a la différance. La historia y la tradición, la herencia y la filosofía misma, más allá de su afán presencial y temporal, no son sino arquetipos, formas de un presente y de un ser que revelan —por defecto de esa misma disponibilidad a la historia— la diseminación radical que las excede, el suplemento que les es inmanente, aunque no puedan reparar en ello. Las cenizas se proyectan aquí como la aparición desde siempre espectral de un pasado, pero de un pasado nunca presente y siempre imposible en su temporalización. Porque si el pasado tiene una posibilidad de presentarse y adquirir tiempo, es a través del espectro que no es, como hemos dicho, más que la aporía de una no-presentación. El fantasma4 desarticula el pasado y el presente en tanto irrumpe como un acontecimiento.
«En principio el duelo. No hablaremos más que de él» (Derrida, 1993, 30). Es lo que sostiene Derrida cuando se refiere a esta cosa bizarra, subversiva y anárquica para la ontología que es el espectro. El duelo sería, en principio, una de las marcas de esta cosa que deambula inmemorialmente en la insinuación. No obstante, por el contrario, el duelo ha sido concebido en nuestra cultura como la urgencia de ontologizar los restos. Esto precisa domiciliarlos, hacerlos ubicables, poder concertar una cita con ellos, es decir, evidenciar su lugar. «[…] es preciso saber quién está enterrado y dónde —y es preciso (saber..., asegurarse de) que, en lo que queda de él, él queda ahí. ¡Que se quede ahí y ya no se mueva más!» (Derrida, 1993, 30).
Si sabemos donde residen los restos, entonces sabemos de dónde vendría el fantasma, si es que viene realmente. Pero efectivamente ¿viene? o ¿siempre está desde ya viniendo?, ¿no es acaso la imposible venida del espectro su única posibilidad de venir, de manifestarse y asediar al mundo de los vivos? La venida del espectro es su siempre estar viniendo. Hablamos de un tiempo espectral que perturba todo tipo de convenciones respecto de la presencia y el tiempo; hablamos de la venida del fantasma como la arremetida del acontecimiento, de lo imprevisible, de lo incalculable, de lo sin pre-disposición, en fin, de aquello que nunca estará del lado de la presencia, aunque ésta se vea trastocada al extremo por la intuición de su asedio. En esta dirección, Derrida sostiene que: «En el fondo, el espectro es el porvenir, él está siempre por venir, sólo se presenta como lo que podría venir o (re)aparecer: en el porvenir» (1993, 71).
Pero el desaparecido aparece, re-aparece y su aparición es algo. El fantasma no se consume en una dimensión sin efecto; él impacta y precisa de nuestra atención. El espectro trabaja, se hace trabajar a sí mismo, pero no en un plano de significaciones específicas, concretas o productivas, sino en un lugar donde el trabajo implica dispersión y ausencia de gasto.
Tenemos entonces un fantasma que acecha en tanto fantasma, fuera de toda disposición ontológica; su trabajo es más allá y más acá de la tumba, de ese lugar físico y firmado donde residen los restos. Esto no es resurrección sino sobrevida. En otras palabras, aquello que supera la vida y la muerte como instancias presenciales y con vocación al tiempo. Es entonces que el duelo debiera permanecer imposible, sin normalidad, apuntando sin dirección a ningún tipo de restitución o permuta económica que favorezca la simple sustitución. El duelo no como trabajo de los vivos sino de los fantasmas (Derrida, 1993, 160).
4. El don y el tiempo
«[…] el don puede ser, si hay uno» (Derrida, 1991, 53). Entendemos que si el don tiene una posibilidad, al menos una, ésta se resume en la incerteza de esa misma posibilidad. No hay más don que el que puede ser posible. La posibilidad del don siempre está en camino de ser posible, pero nunca, y bajo la mirada de Derrida, una actualización de esa misma posibilidad. Sólo podemos dar lo que no podemos dar y un don nunca será materia para contrastar, analizar, disolver, consultar, etc. El don no tiene lugar ni tiempo. Derrida se refiere al don como: «el extraordinario, el insólito, el extraño, el extravagante, el absurdo, el loco» (1991, 53). Pensamos entonces que abrirnos al don, dejarle el espacio para que su actualización se posibilite, es sólo a condición de que no haya apertura posible ni lugar para su instalación como agente de la presencia.
Sin embargo, todo esto podría apuntar a una suerte de olvido, a una desactualización permanente de todo lo que podría ser importante para nosotros. Si el don es lo que jamás nos llega y sólo se nos puede dar lo que no se nos dará nunca ¿entonces qué es lo que nos queda de algo? Es aquí que se instala la problemática del duelo en relación al don: ¿qué es lo que nos lega el muerto si el único don posible es aquel imposible que jamás se da?
Podríamos aventurar que el don en su economía imposible que se resiste a cualquier forma de intercambio o sustitución es, probablemente, lo contrario al trabajo de duelo tal y como Freud lo formuló. Siguiendo a Freud, podemos sostener inicialmente que el trabajo de duelo parte con la constatación de una desestabilización: la de la libido. Frente al shock que nos produce la pérdida de quien amábamos, la libido se estremece puesto que se vería exigida a sustraerse de lo que era su objeto de deseo, placer, amor, etc. Sin embargo, y pese al golpe que implica la muerte de un cercano, la libido parece no ser itinerante y se resiste a esta sustracción de sí misma respecto del objeto perdido. No obstante, la dimensión libidinal, aunque estremecida, comienza a organizarse para gestionar el reemplazo. Esto sería lo que le es más propio y sería, también, el inicio del trabajo de duelo: Ahora bien, ¿en qué consiste el trabajo que el duelo opera?: «Creo que no es exagerado en absoluto imaginarlo del siguiente modo: el examen de realidad ha mostrado que el objeto amado ya no existe más, y de él emana ahora la exhortación de quitar toda libido de sus enlaces con ese objeto» (Freud, 1984, 242).
Retomando entonces, hay en el don una irreductibilidad que se niega a cualquier principio económico o de trabajo de intercambio, haciendo del duelo un contraduelo o, como lo señala Derrida, un no-trabajo. Podemos entonces oponerlos. El trabajo de duelo es la superación de duelo, el duelo del duelo, mientras que el don es lo que jamás recibiremos, permutaremos o someteremos a reemplazo; el don es el acontecimiento que viene, lo que no puede llegar a darse ni efectuarse en el tráfico de las rotaciones y las sustituciones.
Pero el don si da algo, el don da el tiempo: «[…] el don no es un don, él no da más que en la medida que da el tiempo [...] ahí donde hay don, hay tiempo» (Derrida, 1991, 59-60).
Esto es importante para el duelo. Puesto que hay un don, el don del tiempo, el duelo puede esperar en el tiempo. Pero ya está dicho en la indecidibilidad derridiana, no es el don del tiempo lo que nos llega, lo que se nos da, sino la espera, este es el verdadero don. Estar siempre y para siempre a la espera de algún mensaje, de alguna manifestación del muerto, en este caso. Se nos regala cualquier cosa que no sea inmediatamente y al instante restituida, entonces, no es un tiempo para el reemplazo libidinal ni para la consumación económica de la restitución, sino que es el porvenir como acontecimiento; una promesa de manifestación espectral en el centro de un tiempo desconocido. Hablamos de dar el tiempo como dar nada y dar todo lo que es posible de dar a la vez. Un tiempo dado de esta forma no es un don de algo, sino la posibilidad siempre incierta de recibir, en la espera, lo que no se anuncia y lo que no llegará. O podríamos decir, en la misma línea y junto a Levinas que «La muerte es la paciencia del tiempo» (1993, 16).
Es en este punto de la espera de nada y en un tiempo que se nos regala como promesa, que la posibilidad de un duelo imposible se trasluce. Hablamos un duelo que es también trabajo de duelo, puesto que como lo veíamos anteriormente no hay posibilidad de dejarse penetrar por la espectralidad más que abriendo paso al trabajo de todos los trabajos, el del duelo. Ahora bien, este duelo que habita en la espera es un duelo ético que asume a la alteridad del muerto como una radicalidad imposible que, sin embargo, tiene una posibilidad en la promesa de la venida5.
«Haz tu duelo de mí, entonces guárdame lo suficiente para perderme como es preciso» (Derrida, 1991, 79). Hacer el duelo es saber perder, pero saber perder conservando. Hacemos el duelo, llevo el duelo, estoy de duelo, etc., en la medida que asumimos la partida total de quien se fue, sin embargo, podemos permanecer, nosotros, en una etérea suspensión llamada espera, en donde el otro es guardado, siempre esperado, jamás olvidado y, en adelante, acogido en su espectralidad. El don así como el duelo debieran guardar siempre un estatuto incalculable e imprevisible, sin regla general, sin programa e incluso sin concepto.
5. El vacío de la cripta
La muerte le ocurre al otro; al otro únicamente y sólo a él. Esa muerte tan nuestra desde que la amistad y el amor aparece entre los amigos, es una muerte compañera de ruta pero que siempre le llega a alguien más. Sabemos de la muerte en tanto es al otro a quien le ocurre. No obstante, esa muerte que nos impacta y que nos viene del otro, es siempre para nosotros la llegada de un acontecimiento que no pudimos pre-sentir o calcular. La muerte que todo lo acaba tiene desde siempre nombre propio (Derrida, 1992, 62-63). No podríamos hablar de la muerte de cualquiera o de todos al mismo tiempo. La fuerza de alteridad que arrastra consigo la muerte lleva un nombre: ¿fors?
La palabra fors que en francés significa excepto, salvo, menos, indica, quizás, una dislocación; una irrupción que altera la semántica o el sentido de algo que se consideró normal. Fors también podemos entenderla como una alegoría o una exageración de la que es necesario hacerse parte para sobrellevar un peso, una carga, un dolor, o un duelo. El duelo es alegórico en la medida que la alegoría misma siempre tuvo que ver con la celebración de la muerte. Hay, en el duelo, una suerte de simbolización que nos lleva hacia la ritualización de lo perdido y frente a lo cual, de alguna u otra forma, celebramos o alegorizamos con tumbas, oraciones, criptas, vestimentas ad-hoc, en fin. El duelo entendido como una suerte de fiesta disruptiva que estremece al mundo de los vivos (Avelar, 2000, 19-20)6.
Sería necesario, en esta línea, entrar al prefacio derridiano al texto de Abraham y Torok Cryptonymie: le verbier de l’homme aux loups:
Esta cripta no reune más metáforas fáciles del inconsciente (escondido, secreto, subterráneo, latente, otro, etc,) del primer objeto, en suma, del psicoanálisis. Esta es, teniendo en cuenta este primer objeto, una suerte de « falso inconsciente », un inconsciente « artificial » instalado como una prótesis, injerto en el corazón de un órgano, en el yo exfoliado. Lugar muy particular, fuertemente circunscrito, al cual sin embargo no se podrá acceder más que por vías de otro tópico (Derrida, 1976, 10-11).
La cripta, elemento alegórico del duelo, no reemplazaría entonces a un inconsciente en el sentido freudiano del término, es decir, aquello que resiste en latencia en algún lugar desconocido de nuestra subjetividad presionando nuestra realidad, y donde se alojan nuestros deseos más profundos. Derrida, siguiendo a Abraham y Torok, nos muestra que la cripta es un injerto, un suplemento del inconsciente, un exceso o una extensión del mismo que parte al yo angustiándolo. La cripta es una convidada de piedra a la dinámica de la internalización/externalización del muerto, la que interrumpe el trabajo de duelo provocando una lateralidad que se confunde con el inconsciente impactando sobre el yo de manera categórica. Es a esta alegoría del inconsciente a la que sería preciso entrar por otra vía, tal como Derrida lo apunta.
Sabemos entonces que la cripta es una construcción, una puesta en escena. No tiene, la cripta, un origen natural ni espontáneo. Hablamos de un constructo relacionado con una historia y con un simulacro que persigue, con su presencia absoluta, separarse de lo que podríamos denominar un duelo puro e imposible. Asumimos, también, que la cripta como falso inconsciente está contenida en el inconsciente propiamente tal, lo habita, no obstante, se encontraría radicalmente separada de él produciendo una distorsión. En esta perspectiva, los límites de una cripta, sus paredes y sus bordes, no separan simplemente un adentro de un afuera; no se instituyen como un puro objeto demarcante, sino que, como lo plantea Derrida: «hacen del fuero interior un afuera excluido al interior el adentro» (1976, 13). Lo interior ya está excluido desde el interior mismo de un adentro que no necesita del exterior físico para desplegar sus márgenes intra-crítpticos. «Tal es la condición, tal la estratagema, para que el enclave críptico pueda aislar, proteger, cercar, resguardar de toda penetración, de todo lo que el afuera pueda infiltrar con el aire, la luz o el ruido, la mirada o la escucha, el gesto o la palabra» (Derrida, 1976, 13).
Es por estas razones que la cripta se construye a partir de una violencia. Su condición material no puede sino recurrir a una fuerza original que la funde. La cripta no se interioriza de manera gradual o progresiva. Hablamos en este punto de violencia puesto que la cripta misma penetra en el yo haciéndose un lugar en la generalidad del yo mismo. La violencia tiene que ver con querer hacerse parte de una introyección general a la cual no pertenece y a la que sólo puede incorporarse mediante el despliegue de una fuerza, de un golpe de fuerza. Su escena, su éxito como objeto realizado, tiende a la repetición de esta falsa introyección, manteniendo una relación con el afuera (con los deudos, por ejemplo) en donde ella misma, la cripta, reemplaza al muerto.
La cripta (nuevamente alegoría del duelo que monumentaliza al muerto; a aquel que está incorporado dentro suyo, sin vida) persigue, finalmente, una exclusión. Pero no se trata aquí de una exclusión fuera de sus propias paredes, sino que, desde su propio adentro, saca al muerto de la interioridad del deudo. La cripta le arrebata al que está fuera la posibilidad de introyectar al otro que reside en la cripta propiamente tal. La cripta celebra entonces un destierro y una imposibilidad: destierro del muerto de la interioridad del deudo e imposibilidad de introyectar lo perdido. Doble acción o efecto de la cripta que desde su material composición prenda el verdadero duelo y distorsiona el lugar de nuestro deseo. María Torok señala en esta línea: «Monumento conmemorativo. El objeto incorporado marca el lugar, la fecha, las circunstancias donde el deseo ha sido expulsado de la introyección: Tantas tumbas en la vida del yo» (1978, 722). Tantas tumbas en la vida del yo, cuantos deseos arrebatados por la monumentalización del objeto y por la alegoría ritualista de la muerte llevada adelante por la cripto-génesis; cuantos duelos concentrados en el cemento de una tumba y en la exageración festiva, restándole al muerto su fuerza testimonial; su herencia sin forma, sin lugar y sin destino.
Así, al muerto lo tenemos encriptado para mantenerlo a salvo, cubierto, blindado de un exterior que podría dañarlo, por lo tanto, lo que indica la figura de la cripta en esta línea es la emergencia de un duelo imposible. No podemos hacer el duelo de lo que consideramos aún de cuidado, de lo que es necesario guardar en buen estado. El muerto aún está siendo de alguna manera y en tanto no lo dejamos ir definitivamente el duelo se ve truncado, rechazado. Es aquí que el gesto derridiano nos deriva a la indecidibilidad en relación al duelo mismo. Es decir: a pesar de la monumentalización de la muerte que se adhiere a la cripta es sólo a través de ella que se trasluce el duelo imposible. Mientras el muerto le haya sido robado al yo, extraído y secuestrado por la cripta, el duelo estará siempre inconcluso, y se abrirá la posibilidad para que el imposible duelo se disemine, ahora, éticamente como herencia y legado (im)posible: «Que la incorporación críptica marque siempre un efecto de duelo imposible o rechazado (melancolía o duelo), es lo que confirma sin cesar el Verbier. Ahora bien, la incorporación nunca está terminada. Sería necesario decir incluso: ella no termina nunca» (Derrida, 1976, 25).
Con estas nociones —el duelo, la muerte, la cripta, en fin—, se piensa que lo que Derrida propone es la formulación de una nueva noción de inconsciente; inconsciente sacado de su sola condición psíquica y llevado a un espacio donde lo que prima es el secreto, la cripta, lo otro, etc. Para lograr esto, es necesario pasar por todo aquello que signifique presencia, monumento, forma o estructura, diríamos también fenomenalidad. No habría forma alguna de deslizarnos a ese otro inconsciente del que Derrida parece hablarnos sino es pasando por la experiencia ontológica de la presencia. Las aporías habitan más allá de toda esta condición falologocentrista, no obstante, podríamos intuirlas, sólo si nos dejamos impactar por todo lo que está dispuesto a la consciencia.
6. Conclusión y un exergo sobre Chile
Volvamos, para terminar, a Glas y al psicoanálisis. Según Derrida el psicoanálisis propone una estrategia que se emparenta con una suerte de “glotonería”. En esta línea, el trabajo de duelo sería una manera de comer más rápido el plato que nos fue servido. Aquello que puede llevar mucho tiempo, se come de un jalón y sin permitir que el tiempo se despliegue más que en relación a la premura de comer rápidamente (1974, 99). En este sentido, hay en el cristianismo y en el que es, quizás, uno de sus ritos más importantes, la última cena, una suerte de trabajo de duelo anticipado en donde los discípulos comen metafóricamente los restos del que aún no muere. Jesús está ahí, vivo entre los apóstoles, sin embargo, les exhorta a comer de su carne y a beber de su sangre antes de que la muerte propiamente tal lo alcance. Derrida plantea que en esta escena lo que se anuncia es el trabajo de duelo anticipado, el mismo que es llevado adelante con premura frente a la inminencia de la muerte. Al comer los restos simbólicos de Jesús, es el duelo imposible lo que vendrá después, puesto que la ingesta de los restos sería una exigencia para la resurrección y la memoria eterna del que después es crucificado: «El apasionamiento religioso, la historia de la manifestación religiosa, la religión en la fenomenología del espíritu describe este esfuerzo por asimilar el resto, cocer, comer, tragar, interiorizar los restos sin restos» (1974, 263).
El trabajo de duelo es un apresuramiento, un darle curso a la asimilación del resto para que, entonces, la pulsión encuentre un nuevo objeto.
Pareciera haber algo fuertemente religioso en el duelo imposible que tiene como condición, insistimos, el trabajo de duelo (pasar de lo condicional a lo incondicional). El duelo imposible, el que guarda para siempre la memoria y el legado de quien muere es una posibilidad, también, para vivir con él; con-vivir con el fantasma. En la responsabilidad de ser-con los espectros, lo que se revela de manera importante es, por cierto, una espiritualidad de orden religioso de la cual no podemos sustraernos y que penetra el tiempo de la espera; esperar al que no volverá resucitado, pero que nos asedia con su herencia y nombre propio: «¿todo trabajo no es un trabajo de duelo? Y al mismo tiempo ¿de apropiación de una mayor o menor pérdida, una operación clásica?» (Derrida, 1974, 99-100).
Hablamos en este punto —y retomando lo que se ha escrito— que no hay duelo sin trabajo de duelo y que no hay imposible sin la constatación de lo posible (y a la inversa). La condición de imposibilidad del duelo y, entonces, todo su desprendimiento ético, de responsabilidad testimonial con la herencia de los que no están, pasa por el trabajo de los trabajos que es el de duelo. Llamamos contraduelo a la reafirmación del trabajo de duelo como paso urgente hacia el desvío metafísico y más allá de lo metafísico, es decir, a lo diseminado sin tiempo y sin presencia.
No obstante, y como hemos sostenido, es entre la incorporación y la exclusión que se juega el trabajo de duelo. Esta doble condición de inspiración y exhalación es lo que sería propio de cualquier trabajo y sería, a la vez, lo que inhabilita toda suerte de cierre, de cerradura, de finitud, en fin. Entre la introyección y la expulsión de nuestros muertos se dibuja el testimonio y la memoria, asumiendo y desprendiendo, incorporando o suprimiendo.
Ahora, y como se ha trabajado, para que el duelo se cumpla es necesaria una sepultura. Sólo frente a ella podemos evocar y repetir la memoria o el recuerdo del que ya no está, hasta saber y constatar que partió al mundo de los muertos y que esto es para siempre. Es preciso una placa en esa sepultura que tenga escrita e inscrita el nombre de nuestro muerto para guardar e identificar su memoria toda vez que lo evoquemos. Sabemos que hablamos de restos, de cuerpos sin vida, de lo biodegradado si se quiere, no obstante, es sólo sabiéndolo dentro de la cripta que podemos entenderlo en un tiempo otro, sin presencia y sin retorno material, pero, también, para quedar siempre a la espera de su manifestación imposible. La tumba permite vivir-con los muertos y la placa conmemorativa sobre esta tumba nos permite reinscribir, al que ya no está, en un lugar nuestro, propio, interno y profundo en el que, sin duda, está a salvo y para siempre heredándonos su testimonio.
Nos preguntamos entonces: ¿no es la ausencia del cuerpo muerto la única posibilidad de un duelo imposible?, ¿no es más que a partir de una tumba vacía o jamás llenada que el duelo se nos revela infinito, ético y responsable? Por cruel que parezca, el único duelo posible es el duelo imposible y en la ausencia del muerto el duelo alcanza su única expresión. Es aquí donde presentimos el advenimiento de la justicia como acontecimiento impostergable.
Nos permitimos, antes de finalizar, pensar en los familiares de los detenidos desaparecidos por la dictadura de Pinochet en Chile (sin olvidar a las y los muertos y desaparecidos de todo el mundo que han sido objeto de la enajenada violencia de criminales). Pensar en aquellos que no han tenido la posibilidad de erigir una sepultura y que entonces no han podido posicionar sus recuerdos sobre la tumba; una tumba sin nombre, que no ha sido aún construida, ni pensada, cuya madera aún no es tallada y que, en definitiva, no existe para esos muertos desaparecidos. Pensamos en aquellos que no han tenido siquiera la posibilidad de comenzar un trabajo de duelo, de sustitución de su deseo. Las tumbas de estos desaparecidos esperan vacías a ser llenadas por aquel que divaga sólo en la memoria de sus deudos, imposibilitado de tener un duelo, de ser sujeto de duelo. Los familiares de los muertos de la violencia política que jamás han aparecido no tienen la posibilidad siquiera de pensar en el trabajo de duelo. Por eso, contradictoriamente, lo que se ha pedido en Chile después del término de la dictadura ha sido información más que justicia, paraderos más que procesos judiciales.
La ausencia de domicilio del muerto prohíbe cruelmente la diseminación de la herencia y del testimonio post-mortem. Porque ni siquiera sabemos si están muertos, aunque sí lo estén y esta sea la probabilidad mayor, aún se sigue atesorando la esperanza fugaz de que aparecerán, no como espectros, sino como vivos que, sin embargo, habitan donde la muerte in-localizada los arrojó.
Tenemos la urgencia y la necesidad de entender al que murió de otra manera, desplazarlo del mundo de los vivos y comenzar a entenderlo desde su reinscripción de resto. Entonces la justicia y la deconstrucción avizoran un horizonte.
Referencias
Avelar, I. (2000), Alegorías de la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo de duelo, Santiago de Chile: Cuarto propio.
Derrida, J. (1974), Glas. Paris : Galilée.
Derrida, J. (1976), Fors, les mots anglés de Nicolas Abraham et Maria Torok (Préface à “Cryptonymie, le Verbier de l’Homme aux Loups”), Paris : Aubier Flammarion.
Derrida, J. (1980), “Spéculer-sur- « Freud »”, in: La carte postale. De Socrate à Freud et au-delà, Paris : Flammarion, pp. 393-412.
Derrida, J. (1988), « Mnemosyne » in: Mémoires pour Paul de Man, Paris : Galilée, p. 29.
Derrida, J. (1986), Schibboleth, Paris : Galilée.
Derrida, J. (1987), Feu la cendre, Paris : des femmes.
Derrida, J. (1991), Donner le temps 1. La fausse monnaie, Paris : Galilée.
Derrida, J. (1992), « Ja ou le faux-bond », in: Points de suspension, Paris : Galilée, p. 48.
Derrida, J. (1993), Spectres de Marx. L’État de la dette, le travail du deuil et la nouvelle International, Paris : Galilée.
Derrida, J. (1994), Politiques de l’amitié. Suivi de l´oreille de Heidegger, Paris : Galilée.
Derrida, J. ; Stiegler, B. (1996a), Échographies de la télévision. Entretiens filmés, París : Galilée-INA.
Derrida, J. (1996b), « Foi et savoir », in : La Religion, Paris : Seuil.
Derrida, J. (1998), Point de suspension, París : Galilée.
Derrida, J. ; Roudinesco, E. (2001), « Choisir son héritage » in : De quoi demain, Paris : Fayard/Galilée, pp. 14-15.
Derrida, J. (2003), Béliers. Le dialogue ininterrompu: entre deux infinis, le poème, Paris : Galilée.
Freud, S. (1984), «Duelo y melancolía», in: Obras completas tomo XIV (1914-1916): Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico; Trabajos sobre metapsicología y otras obras, trad. J. L. Etcheverry, Bs. Aires: Amorrortu.
Levinas, E. (1993), Dieu, la mort et le temps, Paris : Éd. Grasset.
Torok, M. (1968) « Maladie du deuil et fantasme du cadavre exquis », in : Revue française de psychanalyse, vol. 32, nº 4, p. 722.
Notas
1 En relación a la temática de la herencia en Derrida se sugiere, entre otros, los siguientes textos: Derrida, J. (1980), “Spéculer-sur- « Freud »“ en: La carte postale. De Socrate à Freud et au-delà, París : Flammarion, pp. 393-412. ; Derrida, J. (1998), Point de suspension, París : Galilée, p. 139. ; Derrida, J. ; Roudinesco, E. (2001), « Choisir son héritage » en: De quoi demain, París : Fayard/Galilée, pp. 14-15. ; Derrida, J. ; Stiegler, B. (1996a), Échographies de la télévision. Entretiens filmés, París : Galilée-INA, p. 34.
2 «[…] duelo entonces, no espera más. Desde este primer encuentro, la interrupción va antes que la muerte, la precede, enluta a cada uno de un implacable futuro anterior. Uno de nosotros deberá quedarse solo, ambos lo sabíamos anticipadamente» (Derrida, 2003, 22).
3 Cfr., por ejemplo, las referencias a Glas que Derrida plantea en « Ja ou le faux-bond ». En este texto el filósofo se refiere a los efectos que trae consigo una potencial lectura de Glas en relación al trabajo de duelo freudiano, es decir al desplazamiento de la libido a un nuevo objeto de deseo. Esta lectura y sus efectos produciría una dinámica de recepción o no-recepción, la que identifica con un vómito interno y otro externo respectivamente. El trabajo de duelo tendría un efecto similar, es decir ¿con qué nos quedamos del muerto (recepción)?, ¿qué es lo que desechamos-expulsamos (no-recepción)? (Derrida,1992, 48).
4 Derrida sostiene que espíritu y espectro no son la misma cosa, sin embargo, hay algo que tienen en común y es, precisamente, lo que no sabemos. No sabríamos si esto en común existe y si se juega en algún tiempo, si remite a una esencia o algún tipo de saber del cual tampoco podemos saber algo. (1993, 25-26)
5 Sin profundizar en este punto diremos simplemente que esta venida es la venida de lo que no sabemos qué es. Sabemos que algo viene, pero no sabemos identificarlo. Aquí entramos en el terreno derridiano del Mesianismo sin mesías. En esta línea Derrida sostiene: «Lo mesiánico o la mesianidad sin mesianismo. Esta sería la apertura al porvenir y la venida del otro como advenimiento de la justicia, pero sin horizonte de espera y sin prefiguración profética» (Derrida y Vattimo, 1996b, 27).
6 Se sugiere revisar en este punto sobre la alegoría y el duelo, el notable texto de Idelber Avelar Alegorías de la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo de duelo. En sus análisis sobre el texto de Abraham y Torok Cryptonymie: le verbier de l’homme aux loups, Avelar muestra detalladamente cómo la criptonimia implicaría necesariamente la creación de un sistema de sinónimos que se incorporan al yo después de la muerte de alguien cercano, y que reflejarían entonces la imposibilidad de nombrar la palabra traumática. El deudo se construye un lenguaje lateral y alterno en el cual permanece, dificultando el itinerario del trabajo de duelo. La cripta, en esta línea para Abraham y Torok, sería el objeto específico que entorpecería el trabajo de duelo mismo. (Avelar, 2000)