Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 83, 2021 pp. 23-137

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

http://dx.doi.org/10.6018/daimon.369481

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Filosofía de la inseguridad social. Un análisis desde la
revisión valorativa de la ansiedad y el resentimiento
en la filosofía contemporánea de las emociones*

 

Philosophy of Social Insecurity. An Analysis from the Valorative Review of Anxiety and Resentment in the Contemporary
Philosophy of Emotions

 

GONZALO VELASCO ARIAS**

 

Resumen: Los estados normativos solo pueden ser percibidos a partir de su frustración. A partir de esta premisa, el presente artículo propone una definición filosófica de la inseguridad social, basada en la reciente revisión de la función práctica y cognitiva de dos emociones tradicionalmente entendidas como negativas: el resentimiento y la ansiedad. Se analizará el resentimiento como un potencial generador de vínculos políticos en la memoria de un pasado de protección arrebatada, y la ansiedad como un indicador epistémico en condiciones de incertidumbre objetiva. Se colige una definición de la inseguridad acotada entre la retención resentida del pasado y la proyección preventiva del futuro.

Palabras clave: inseguridad, resentimiento, ansiedad, emociones, riesgo, protección.

 

Abstract: Normative states can only be experienced from their frustration. Based on this premise, this article proposes a philosophical definition of social insecurity, based on the recent review of the practical and cognitive function of two emotions traditionally understood as negative: resentment and anxiety. Resentment will be analyzed as a potential generator of political links in the memory of a past of rapt protection, whereas anxiety will be understood as an epistemic indicator in conditions of objective uncertainty. A definition of insecurity will be set between the resentful retention of the past and the preventive projection of the future.

Keywords: insecurity, resentment, anxiety, emotions, risk, protection

 


Recibido: 21/03/2019. Aceptado: 23/07/2019.

* El presente artículo ha sido realizado en el marco de los proyectos de investigación «Sujetos, emociones y estructuras. Para un proyecto de teoría social crítica» (FFI2016-75073-R), «Gobierno de sí y políticas de la subjetividad en la crisis de la racionalidad neoliberal» (FFI2016-76856-R).

** Profesor Ayudante Doctor en el Departamento de Humanidades: Filosofía, Lenguaje y Literatura de la Universidad Carlos III de Madrid. Sus principales líneas de investigación son: análisis filosófico del concepto de seguridad; pasiones políticas; poder y subjetividad en el paradigma neoliberal; tradición solidarista francesa. Destacan entre sus publicaciones recientes: «Crítica del critical thinking. Un análisis de la transformación del significado ilustrado de “crítica” en el discurso empresarial sobre la educación». Revista Prisma Social, 25 (2019), 277-298; «Post-política, agonismo y gobierno de las pasiones». Pensamiento al margen: revista digital sobre las ideas políticas 7 (2017), 178-195. Velasco Arias, G. (2020). «Experiencia subjetiva del espacio urbano y alienación. Un análisis a partir de la generalización de los dispositivos de navegación digital». RECERCA. Revista De Pensament I Anàlisi, (27), 31-54 gvelasco@hum.uc3m.es

 

 

 

1. ¿Puede haber conocimiento de la inseguridad?

 

El concepto de “inseguridad” tiene una función sintética en el discurso contemporáneo. Por un lado, recoge una relativa variedad de experiencias subjetivas que no son plenamente asimilables entre sí. Se habla de inseguridad con relación a la proliferación de la delincuencia en países o metrópolis concretas, hacemos referencia a un mundo más inseguro debido a la metamorfosis de un terrorismo reticular que escapa a los radares preventivos, pero también al renacimiento de viejas hostilidades en regiones geopolíticas tradicionalmente conflictivas. No obstante, el concepto de inseguridad no se refiere solamente a estados de amenaza objetiva, sino a la zozobra existencial que resulta de la desaparición de los fundamentos de la previsión y la planificación vital: la vida es percibida como una discontinuidad en la que el pasado no permite proyectar plausiblemente un futuro, que se torna por tanto incierto1. En esta acepción, el presente es una desasosegante ceguera, un vértigo constante que hace de la inseguridad un signo de los tiempos.

Si la inseguridad, por tanto, es la experiencia que delimita la unidad sintética de apercepción definitoria de nuestro presente (“nosotros” somos los que se sienten inseguros), se hacen perentorias al menos dos preguntas iniciales para delimitar su especificidad. La primera, tendría que ver con el reverso positivo de esta vivencia: la seguridad. En una primera aproximación, parecería que, si somos capaces de distinguir con tanta nitidez la experiencia subjetiva de lo inseguro, se debe a que conocemos y hemos vivido con consciencia estados de relativa seguridad. La segunda cuestión, derivada en realidad de la anterior, concierne a la especificidad de la inseguridad respecto a estados afectivos análogos, principalmente el miedo. Si existe un consenso tan amplio para definir nuestra configuración afectiva como insegura, y no la confundimos con pasiones que podrían tener causas análogas, como es el miedo, ¿podemos deducir que tenemos una experiencia previa de la seguridad, tanto individual como compartida?

De este modo, la indagación sobre la inseguridad permite reflexionar acerca de la comprensión especulativa de nuestros modelos normativos: ¿es necesario tener conciencia de un ideal político normativo para poder identificar la frustración de su expectativa?, ¿no podría ser, más bien, al contrario, el estado de privación el que, como en el caso de la enfermedad con relación a la salud, permite identificar la normalidad arrebatada?

Quizás haya sido Georges Canguilhem2 quien mejor haya explicado la antinomia entre la manifestación lógica y la temporal de los estados normativos: «lo anormal como a-normal es posterior a la definición de lo normal. Sin embargo, la anterioridad histórica de lo anormal futuro es la que suscita la intención normativa […] Por lo tanto, no hay nada paradójico en decir que lo anormal, lógicamente secundario, es existencialmente primitivo» (Canguilhem, 2009: 191). La conciencia del ideal normativo, por lo tanto, surge desde la vivencia de lo anormal. Este es el motivo por el que, tanto en las genealogías mítico-filosóficas sobre el origen de la conciencia moral como en el recurso hipotético al estado de naturaleza que sirve para explicar la génesis del orden político, las existencia de normas morales o cívicas siempre es posterior al acontecimiento del pecado o la caída. El “estado de naturaleza” es un estado amoral, de inocencia virginal, en el que ninguna norma es requerida. Así lo remarcar Canguilhem en su comentario al “estado de naturaleza” de Rousseau:

 

no existe, hablando con propiedad, un tiempo gramatical adecuado para el discurso acerca de una experiencia humana normalizada sin que haya una representación de normas vinculadas en la conciencia con la tentación de contrariar su ejercicio. Porque, o bien la adecuación del hecho y del derecho no es percibida y el estado de naturaleza es un estado de inconsciencia, ninguno de cuyos acontecimientos puede explicar el hecho de que de él surja la oportunidad de una toma de conciencia, o bien la adecuación es percibida y el estado de naturaleza es un estado de inocencia. […] Nadie se sabe inocente inocentemente, porque tener conciencia de la adecuación a la regla significa tener conciencia de las razones de la regla, que se reducen a la necesidad de la regla (Canguilhem, 2001: 190).

 

De modo análogo, nadie se sabe seguro inocentemente, porque tener conciencia de la seguridad subjetiva significa haber experimentado la inseguridad y, por tanto, tener conciencia de la necesidad de que se apliquen las normas que garantizan la sensación de seguridad. Adaptando la sentencia de Canguilhem antes citada, la anterioridad histórica de la inseguridad futura es lo que suscita la intención normativa de seguridad.

Ahora bien, si la seguridad es lógicamente anterior pero históricamente posterior a la inseguridad, la representación antinómica de la seguridad como un pasado histórico perdido o arrebatado conlleva actitudes afectivas y construcciones políticas arriesgadas. Porque si aceptamos este supuesto, no disponemos de ningún criterio epistémico para justificar la adecuación de la representación retrospectiva con relación al estado que se imagina perdido o violentado ni, por tanto, disponemos de garantías contra las deformaciones de la memoria, las hipérboles afectivas o las reconstrucciones narrativas cargadas de ideología.

Para tratar de dar respuesta a estos interrogantes, propongo una breve nota genealógica que nos permita cercar con cierta exactitud el tipo de vivencia que denominamos “inseguridad”, en su relación con conceptos derivados como el de la “protección”. Aunque comenzaré con una primera definición de carácter filosófico, me interesa específicamente indagar la acepción social de la inseguridad. Descartaré, por ello, las concepciones de la inseguridad como amenaza, y me centraré en eso que, de modo meramente preliminar, he denominado zozobra o desasosiego existencial derivado de la quiebra de la continuidad temporal, de la dificultad para trabar el relato de una vida desde una estructura narrativa clásica3. A continuación, propondré una explicación de la composición afectiva de esa inseguridad que, adelanto, entenderé como una singular aleación de ansiedad y resentimiento. Por último, trataré de esbozar una interpretación del significado político de esa alquimia emocional que confluye en el término “inseguridad”.

 

2. Inseguridad y protección

 

Para Frédéric Gros, a quien voy a seguir en esta definición heurística del concepto, la seguridad designa una conformidad de las cosas consigo mismas, y la estabilidad psíquica que de ella se deduce (Gros, 2012: 219). Según este autor, esa correspondencia entre conformidad objetiva y estabilidad subjetiva se declina históricamente a través de cuatro grandes paradigmas. En la antigüedad helenística, la seguridad es una virtud subjetiva, la del sabio que se preparar para anticiparse al inexorable advenimiento de un mal heterónomo. La objetivación de la seguridad se inicia en el paradigma teocrático medieval, al designar una armonía cósmica resultante de la restauración de la inocencia inicial del mundo. La secularización de esa seguridad objetiva se alcanza con el nacimiento del Estado moderno, en cuyo marco hace referencia a un orden material exterior capaz de inspirar tranquilidad a un ciudadano que considera garantizada la protección de sus derechos fundamentales (seguridad jurídica), su cuerpo y sus propiedades (seguridad policial), así como su pertenencia nacional (seguridad militar). En la contemporaneidad tecnocrática, liberal y capitalista, la seguridad viene dada por el control y la regulación de la circulación y del flujo, tanto vital como de personas, mercancías y capitales (Gros, 2012: 219).

Lo que tienen en común esas cuatro comprensiones paradigmáticas de la seguridad, resume Gros, es una contención de lo que, genéricamente, podemos denominar “el mal por venir”. Mediante los ejercicios “espirituales” adecuados, el sabio estoico o epicúreo mantiene a distancia las representaciones del mal social y del infortunio, pues son estas las que podrían perturbar su tranquilidad interior4. El milenarismo se concibe como una retención de la destrucción del tiempo histórico y del Juicio Final. El Estado garantista de la modernidad, por su parte, contiene la fuerza destructiva de las guerras, civiles o exteriores. Por último, la bioseguridad controla y regula los procesos para que no haya nunca un colapso, una desaceleración o, en el peor de los casos, un paro de la constante circulación (de datos, de información, de capitales). La seguridad, por tanto, designaría la vivencia temporal de la prórroga, el tiempo que resta (Agamben 2006) hasta el advenimiento de lo peor.

Esta definición filosófico-histórica aporta un primer elemento de reflexión útil para nuestro rastreo del sentido social de la inseguridad. Porque, si somos coherentes con la tesis de Gros que acabamos de resumir, la inseguridad no sería la ausencia de protecciones, sino más bien el reverso de la seguridad, la representación preventiva de su pérdida, lo cual se acentúa en un universo social que se ha organizado en torno a una formulación variable de protecciones. A su vez, estar protegidos no equivale a estar instalados en la certidumbre de poder dominar perfectamente todos los riesgos de la existencia. Antes bien, equivale a estar rodeados de dispositivos aseguradores, de mecanismos de reducción del riesgo que, en sí mismos, corren el riesgo de fallar en su objetivo y de frustrar las expectativas que generan. Dicho de un modo más sencillo, la propia búsqueda de protecciones crea inseguridad al dar lugar a la posibilidad de su fallo. El sentimiento de inseguridad, en suma, no es un dato inmediato de la conciencia, sino más bien una relación con el tipo de protecciones que provee una sociedad, motivo por el que va aparejado a configuraciones históricas cambiantes (Castel, 2015: 13).

Concretamente, esa relación es el efecto de un desfase entre una expectativa socialmente construida de protecciones, y las capacidades efectivas de una sociedad dada para ponerlas en funcionamiento. No basta, por consiguiente, con explicar la sensación de inseguridad como una reacción proporcional a los peligros reales que amenazan una población. Si fuera así, el sentimiento de inseguridad tendría que ver tan solo con la exposición a un porvenir amenazante5. Dado que la premisa planteada en el apartado anterior sugiere que la inseguridad se da en el marco de un sistema de protecciones efectivo, mi conjetura es que ese sentir consiste, más bien, en la combinación de un malestar por la posibilidad frustrada de protección, y la incertidumbre que de ella se genera. Concretamente, entenderé ese malestar como un resentimiento por un pasado imaginado en el que la protección esperada fue o hubiese sido efectiva, y una ansiedad por un porvenir que ya no resulta previsible ni asegurable.

Antes de acometer un análisis de estas dos pasiones, intentaré describir la naturaleza de la expectativa que, en nuestro presente, se siente como amenazada: la que deriva del sistema de protecciones presuntamente garantizados por el Estado social.

 

3. La descarga social del riesgo

 

El nacimiento de la sociedad es consustancial a la necesidad de sentirse protegido. Aunque se suele enfocar el modelo contractualista iniciado por Hobbes como una inversión de la división ontológica aristotélica entre el ser natural y el ser político, las aproximaciones más historicistas prefieren explicar el nacimiento de una sociedad basada en el ideal civil del contrato como un mecanismo de compensación ante la desestabilización de un orden social fundado en un sistema de obligaciones-protecciones legitimado por las creencias tradicionales (Castel, 2015: 19). Lo que Hobbes habría rubricado en su obra sería el acontecimiento histórico de una inseguridad total resultante de la progresiva liberación de las regulaciones de la vida colectiva. De acuerdo con esta extendida lectura, que entiende a Hobbes como precursor del liberalismo moderno, la seguridad es una propiedad inherente a la sociedad de ciudadanos individuales vinculados contractualmente.

Desde este prisma, la preocupación moderna por la propiedad individual se explica porque, en este modelo, es el único factor capaz de garantizar la seguridad frente a las contingencias de la existencia, la enfermedad, el accidente y la miseria de quien no puede seguir trabajando. Por ello, aunque en un plano formal podamos distinguir la inseguridad civil de la inseguridad social, de facto ambas son inseparables. El sentimiento de inseguridad es la conciencia de estar a merced de los acontecimientos derivados de vivir en sociedad. A su vez, un riesgo social sería un acontecimiento que compromete la capacidad de los individuos para asegurar por sí mismos su independencia social. Debido a ello, la inseguridad civil se explica, en último término, por el temor a caer en la inseguridad social. En tanto incapacidad tanto para dominar el presente como para anticipar el porvenir, la inseguridad social prepara las condiciones emocionales para la exclusión, es decir, lo contrario a la cohesión social (Castel, 2015: 24).

Es indudable que la vulnerabilidad material es la causa más constante de la marginación social. Pero, al mismo tiempo, ese sentimiento de inseguridad puede ser la condición de posibilidad de un vínculo social basado en la mutualización de los riesgos inherentes al sistema social del que se forma parte. Como han demostrado las principales genealogías del Estado social francés (Castel, 1995: Ewald, 1986; Hatzfeld, 1989)6, hasta el siglo XIX los edificadores del Estado moderno ignoraron que el problema de la inseguridad social no se solventaba con la garantía de la seguridad jurídica individual. Esta negligencia histórica es la causa de la “cuestión social”, que estalla a partir de 1820 con el descubrimiento del pauperismo. La alianza de liberalismo y conservadurismo que caracterizó las clases dominantes decimonónicas se negó a hacer de ello un problema político resuelto a nivel del Estado, e intentaron responder por medio de prácticas filantrópicas y del paternalismo patronal (Gros, 2012). Estas prácticas tuvieron como objetivo proteger al trabajador de las contingencias derivadas de la vida en sociedad evitando, al mismo tiempo, el reconocimiento jurídico de esta protección. Para Jacques Donzelot, lo social, entendido como una esfera intermedia entre la política institucional y la comunidad primaria, nace de ese hiato entre el derecho republicano y las demandas del trabajo, y en los dispositivos que buscaron responder a las últimas sin alterar el primero (Donzelot, 2007). Lo social surge para mitigar la inseguridad social sin modificar la seguridad jurídica liberal.

No es pertinente para los fines de este artículo exponer una genealogía exhaustiva de “lo social”, aunque sí podemos dar cuenta de su resultado. Robert Castel lo resume del siguiente modo: si en el paradigma liberal la propiedad individual era la principal garantía para vencer a la inseguridad social, el fin de los dispositivos de protección fue concebir un nuevo tipo de propiedad concebida para asegurar la rehabilitación de los no propietarios: la propiedad social7. Las pensiones por jubilación, retiro o accidente, en cuanto derechos construido a partir del trabajo, son una propiedad para la seguridad, que supone así un equivalente social de las protecciones que antes eran exclusivas de la propiedad privada. Recuperar esta genealogía, aunque sea de un modo tan esquemático como acabamos de hacer aquí, permite entender que el papel del Estado social, en su origen, no era tanto redistribuir la riqueza (ni materializar teoría de la justicia alguna), sino simplemente operar como un reductor de los riesgos ligados a la vida en sociedad. Más precisamente, la seguridad social no elimina los riesgos ni brinda certidumbre, pero sí garantiza preventivamente una respuesta reparatoria de la que toda la sociedad se hace responsable. Al descargar la presión subjetiva del riesgo en los mecanismos de mutualización y solidaridad orgánica, la seguridad social permite que el individuo viva con relativa confianza y serenidad su situación de inseguridad objetiva.

 

4. Resentimiento y seguridad imaginada

 

Para poder entender el actual desfase entre la expectativa de protección generada por los sistemas de seguridad social y su actual capacidad de protección, debemos reparar en que el individuo no encuentra protección en cuanto tal, sino como perteneciente a colectivos (vinculados normalmente a la profesión) formalizados por estatutos jurídicos. En cierto modo, esta afiliación colectiva viene a sustituir a las protecciones “de proximidad” en comunidades naturales (familia, vecindario, grupo territorial). De ahí la importancia de que, en el espíritu del nuevo capitalismo, se haya promovido una “desestandarización del trabajo” (Boltanski y Chiapello, 1999) en virtud de la cual la identidad laboral colectiva ha sido sustituida por un “modelo biográfico” (Beck, 1998) en el que cada trabajador se torna un “empresario de sí mismo” (Brown, 2016) que “debe crear su puesto en vez de ocuparlo, y construir su carrera fuera de los esquemas lineales estandarizados de la empresa fordista” (Menger, 2002: 55).

Este punto es crucial para la comprensión de la tesis que aquí estoy tratando de defender. Tal como demuestran los análisis del discurso político reaccionario en la actualidad (Fernández, 2017), los fenómenos políticos que están explotando la decepción de la expectativa de protección vinculada a los dispositivos de seguridad social, no están planteando un retorno a las colectividades laborales, sino a las formas de sociabilidad primaria en comunidades identitarias8. El exceso emocional vinculado a esa frustración se está traduciendo en un resentimiento que lleva a muchos sujetos a engolfarse identitariamente en “comunidades imaginadas” (Anderson 1983)9, cuando en realidad su inseguridad no viene tanto de un desarraigo identitario y afectivo como por la desaparición de colectivos profesionales asegurados. En esta clave, la inseguridad se compone de un resentimiento que conduce a distintas formas de mitificación de la protección colectiva, que se rememora como total, afectiva y cercana, cuando la protección perdida consistía más bien en una reducción impersonal de los riesgos que afectaban al colectivo (laboral) de pertenencia. El exceso afectivo que genera la decepción de la expectativa de protección conduce, por tanto, a un resentimiento cuya narrativa tergiversa las verdaderas causas de la desprotección, y destina al individuo a la nostalgia por un pasado imposible10.

La alusión al resentimiento como mecanismo psíquico de rememoración excesiva y deformante requiere una justificación. El análisis que en mayor medida ha condicionado la interpretación valorativa del resentimiento en la filosofía contemporánea ha sido el desarrollado por Nietzsche en La genealogía de la moral, quien lo usa como explicación de la subversión de los valores nobles y vitalistas (Nietzsche, 1990: 43). En este enfoque genealógico, el resentimiento es una pasión reactiva, pues engolfa al sujeto en su identidad de víctima, externalizando toda responsabilidad agente sobre su propia transformación, de cuya imposibilidad se acusa al sujeto dominante (Cano, 2010: 110-116). Sin embargo, recientes estudios han tratado de invertir esta valoración del resentimiento, tomando como punto de partida la reivindicación que de esta emoción elabora Jean Améry (Améry, 2001). Para este autor, el resentimiento es una reacción cognitivo-afectiva que contribuye en la construcción de la identidad moral a partir de la memoria la experiencia del sufrimiento, el daño y la opresión. Según esta tesis, y al contrario de la interpretación nietzscheana, no se trataría de un regodeo identitario en la condición de víctima, sino más bien de una experiencia humana que media y transforma la memoria haciendo que preserve un juicio negativo sobre el mundo y la sociedad que han olvidado culpablemente el daño que hicieron o que siguen haciendo (Gómez Ramos y Thiebaut, 2018).

Como ha sostenido Fernando Broncano en un comentario a la monografía de Antonio Gómez Ramos y Carlos Thiebaut, el resentimiento sí es una pasión potencialmente política, pues reproduce vínculos sociales de solidaridad y esperanza en la memoria de los damnificados (Broncano 2018b). Esa mirada al pasado tiene una función ante la ruptura del vínculo social construido por la mutualización del riesgo: reestablece el vínculo entre aquellos damnificados por la desprotección, que miran al pasado con un anhelo recriminatorio. En esa inversión emocional, la representación del pasado puede derivar en representaciones ideológicas útiles en un marco antagónico, pero inexactas desde el punto de vista de la reproducción de los hechos: cuando ante el desmantelamiento de las colectividades sociales aseguradas se anhelan indeterminadas formas de comunidad primaria (la familia, la identidad cultural, el barrio), se está armando una imaginación operativa políticamente. El juicio de esta memoria resentida debe ser extramoral: no es en sí ni buena ni mala, es un campo de oportunidades para tejer comunidad política desde la desprotección. No es negligente el resentido, sino el que renuncia a politizar el resentimiento.

 

5. Paradigma de incertidumbre y ansiedad social

 

5.1. La imposible mutualización de la catástrofe

 

La inseguridad es un Jano bifronte, pues no se reduce solamente a la incertidumbre ante un futuro sin protecciones, sino al malestar por la protección perdida. El componente pretérito de la inseguridad abordado en el apartado anterior es un factor menos trabajado en la reflexión académica de la cuestión. Aunque en el ámbito de la filosofía la inseguridad sigue siendo un concepto que raras veces se ha analizado de forma específica, las aproximaciones existentes en la sociología cualitativa suelen abordarlo como un estado de cosas a la vez objetivo y subjetivo, determinado por un futuro de signo incierto. En lo sucesivo, mi intención es delimitar el correlato afectivo de esa incertidumbre, que identificaré con la ansiedad.

La expectativa asentada por el Estado social postula un progreso social constante, la posibilidad de prever los acontecimientos por venir, de asignarles probabilidades y estimar el costo de los daños y su indemnización. En el marco del Estado social, estar protegidos significa “estar asegurados” frente a riesgos indemnizables. La tecnología de los seguros permitió mutualizar el coste de los riesgos, y repartir los efectos en colectivos vinculados por la solidaridad ante las amenazas previsibles (Ewald 1986, 2008; Lobo-Guerrero, 2016). Riesgo y aseguración, por tanto, son dos conceptos ligados en torno a una idea precisa de protección, universalizada en la práctica, pero también en nuestro imaginario por los sistemas de seguridad social.

El desfase contemporáneo, insisto, se debe a que, aunque este modo de entender la protección sigue arraigado en nuestra expectativa social, sus condiciones de posibilidad han cambiado radicalmente. La filosofía y la sociología contemporáneas hacen constar el fin de este paradigma en referencia a dos vectores discursivos distintos. Por un lado, la ideología del cambio y la adaptación constante que impide la previsión (Alonso y Fernández Rodríguez, 2013: 133-142); por otro, la conciencia de la existencia de nuevos riesgos que, en rigor, no son tales, pues son imprevisibles, incalculables según una lógica probabilística, y de consecuencias irreversibles. El riesgo es sustituido por la catástrofe, inconmensurable e imprevisible, ante la cual la lógica temporal de la aseguración resulta inútil (Neyrat, 2006; Velasco, 2016). La previsión y la aseguración preventivas son sustituidas por la anticipación (Aradau y van Munster, 2012) y el principio de precaución (Ewald, 2008). La imprevisibilidad, la gravedad y la irreversibilidad de este nuevo género de eventualidades nefastas llevan a que la única agencia posible consista en anticipar lo peor y en tomar medidas para paliar los daños, pese a que su advenimiento resulte epistémicamente aleatorio. La incertidumbre no es un obstáculo para la decisión, como en paradigmas previos. Al contrario, es la única guía de la acción: hay que decidir hoy en función de una posibilidad catastrófica que ni siquiera se ha revelado, pero que podría hacerlo en cualquier momento11.

Aunque la literatura sobre la temporalidad de la catástrofe tuvo su primera motivación en acontecimientos de repercusiones totales (guerra, medioambiente y epidemias), su modelo epistémico se aplica igualmente a la vivencia subjetiva de la desprotección en la cultura del nuevo capitalismo. La catástrofe puede ser la pérdida de un empleo que obliga a abandonar una profesión e intentar incorporarse a otra, o la interrupción de un flujo de ingresos que conlleve la renuncia de la propiedad más básica ante la ausencia de ahorros. Como bien han explicado Wendy Brown o Michel Féher, el empresario de sí mismo es sujeto concebido en términos financieros, de modo tal que todo aspecto de la vida es una inversión capitalizable en el futuro (Brown, 2017; Féher, 2018). La consecuencia es que el riesgo pasa a ser una tarea estrictamente individual y, más aún, su buena administración puede ser un factor competitivo respecto a los demás. En suma, ya sea por la inconmensurabilidad de la catástrofe o por la gestión individualizada de la desprotección, el riesgo contemporáneo es imposible de mutualizar. Y esta imposibilidad signa la ruptura del vínculo social solidario, que se entendía como una protección cooperativa ante los riesgos sociales.

La inseguridad, en suma, no es solo la desprotección. Es la desprotección que sucede a la pérdida de una seguridad social precedente. Hemos apuntado al resentimiento como el exceso afectivo que proyecta hacia el pasado de una comunidad primaria la nostalgia por la protección perdida. En relación con el futuro, el malestar ante la incertidumbre catastrófica12 encaja en la reacción afectiva que conceptualizamos como “ansiedad”.

 

5.2. Análisis biocognitivo y relevancia práctica de la ansiedad

 

Apoyándose en las aportaciones de la psicología evolutiva, recientes trabajos en el campo de la filosofía analítica de las emociones han considerado la ansiedad como una respuesta a la incertidumbre con una base al mismo tiempo evolutiva y cultural, que opera como un recurso metacognitivo ante dilemas prácticos objetivos, y que es potencialmente cultivable. Concretamente, voy a seguir el modelo biocognitivo expuesto por Charlie Kurth, que postula que toda emoción es el producto de dos mecanismos: un sistema central (core system) consistente en patrones de comportamiento afectivo programados para reaccionar frente a estímulos y desafíos específicos; y un “sistema de regulación” (control system) que actualiza culturalmente esos patrones constantes de comportamiento (Kurth, 2018: 94).

El modelo biocognitivo resulta de utilidad para nuestro enfoque porque permite entender el valor subjetivo de la ansiedad ante la incertidumbre, y distinguirlo del miedo como reacción a amenazas determinadas. Más precisamente, la ansiedad sería la emoción que resultaría de identificar como un desafío o amenaza la propia situación, pero también aludiría a los comportamientos epistémicos destinados a reducir el riesgo y ayudar a enfrentarse a la ausencia de certidumbre (Kurth, 2018: 9). A su vez, la psicología distingue la ansiedad como emoción, que tendría un componente intencional, y la ansiedad como “estado de ánimo” (mood) o carácter (Wong, 2016). En este caso, se trata de un malestar que no se refiere a ningún contenido concreto, o más bien a un horizonte difuso de “inadecuación de las cosas consigo mismas” (por recuperar la definición inicial de Gros). En lugar de detonar mecanismos de minimización del riesgo, la ansiedad como estado de ánimo da pábulo a la experiencia de otras emociones negativas, como la tristeza o el miedo.

Por su parte, la ansiedad como emoción es distinta del miedo. Para Kurth, el miedo es una respuesta definida a peligros presentes en la circunstancia inmediata. En la ansiedad, en cambio, la amenaza es incierta, impredecible, o incontrolable. Las respuestas que detona al miedo, por ello, son mucho más específicas y ligadas al sistema central (reacciones corporales como la parálisis tónica, el temblor, la lucha o la huida), mientras que los esfuerzos para minimizar el riesgo asociados a la ansiedad tienen un componente cultural, ligado al sistema de control (evitación de situaciones peligrosas, ampliación de información sobre el futuro incierto) (Kurth, 2018: 33). Encaja con esta descripción de la ansiedad como estado de ánimo el tópico filosófico de la angustia existencial, desarrollado por las tradiciones existencialista y fenomenológica, que describe un indeterminado malestar causado por la conciencia de la libertad en condiciones de incertidumbre (Ratcliffe, 2008: 1-2).

El análisis biocognitivo de la ansiedad también nos permite entender mejor cómo, en la inseguridad, confluyen en una tensión equivalente la memoria del pasado y la incertidumbre en relación con el futuro. Según este modelo, la ansiedad se desarrolla a través “espirales de retroalimentación” (feedback loops) que operan como autorreguladores de la conducta del sujeto13. Por ejemplo, ante una fiesta multitudinaria, un sujeto con tendencia a la fobia social va a reaccionar incrementando la conciencia sobre sí mismo, analizando cada gesto y frase propia y de los demás con relación a su memoria de situaciones vergonzantes previas. El espiral de malestar que así se genera es un obstáculo cognitivo en el que el recuerdo del pasado impide una experiencia epistémicamente fiable del presente y del futuro.

Este cuadro viene a confirmar el veredicto negativo que la tradición filosófica hace sobre la ansiedad, entendida como perturbación de las condiciones óptimas para una conducta virtuosa14 o acorde a la ley moral15. No obstante, esta tradición estoica dominante, sofisticada en la modernidad por la ética kantiana, tiene una objeción de autoridad en la teoría de la virtud defendida en el libro IV de la Ética de Aristóteles. Con relación a la ira y a la irritación, defiende el estagirita que “los que no se irritan por los motivos debidos o en la manera que deben o cuando deben o con los que deben, son tenidos por necios. Un hombre así parece ser insensitivo y sin padecimiento, y, al no irritarse, parece que no es capaz tampoco de defenderse, pero es servil soportar la afrenta o permitir algo contra los suyos” (Aristóteles 1993: 1126 a, 226). Dicho de otro modo, es un error no enfadarse de las cosas de las que el sujeto virtuoso debería enfadarse.

Traslademos esta apreciación a la cuestión de la ansiedad o, más genéricamente, de la inseguridad. Si la ansiedad es una sensibilidad precisa ante lo incierto, si ello supone una conciencia emocional de los límites del conocimiento y, por ende, de la propia falibilidad, ¿no debería considerarse un hábito virtuoso? (Slote, 2014) Porque si, como hemos esbozado, la ansiedad es una reacción emocional a la incertidumbre problemática, y si provoca una combinación de precaución y de comportamientos epistémicos para reducir la incertidumbre (información, deliberación, reflexión), entonces implica una sensibilidad y una capacidad de respuesta del sujeto a la posibilidad de su error (Kurth, 2018: 129).

Se puede objetar que esto no implica que la ansiedad sea en sí positiva desde el punto de vista de la racionalidad práctica. Lo son sus efectos, pero si pudieran alcanzarse por otros medios que no pasaran por el malestar que genera, podría y debería ser evitada16. A lo cual se puede contrarreplicar que la virtud política, al igual que la utopía política, no se da en ausencia del mal, sino precisamente cuando el mal está presente y requiere una respuesta. Además, volviendo al modelo biocognitivo que aquí hemos adoptado como guía, la aversión y la alarma asociadas a la ansiedad llevan consigo un potencial práctico que no tienen virtudes y hábitos que, no implicando malestar, podrían ayudar a alcanzar los mismos resultados que aquella: la humildad, la apertura de mente, la curiosidad o la solicitud. A ello podemos añadir otros argumentos que defienden la valía en relación a la virtud de expresiones emocionales que resultan incómodas o desagradables, como es el caso de la culpa o del remordimiento. En esta línea Bernard Williams pone el siguiente ejemplo: aunque el conductor no tuviera la culpa del atropello de dos niños que saltaron sin mirar sobre su vehículo, su sentimiento de culpa es una confirmación de que toma en serio su agencia (Williams, 1973).

Aunque las decisiones virtuosas son las más de las veces el resultado de hábitos consolidados en instituciones y automatismos, no menos cierto es que muchas buenas decisiones son el producto de conflictos psicológicos con una base emocional. Como señala Barbara Herman en su comentario de la agencia moral kantiana, la deliberación no es nuestra actitud habitual, sino más bien un recurso que precisamos cuando nos enfrentamos a una situación moral nueva o especialmente difícil (Herman, 1993: 77-78). La ansiedad es un mecanismo no deliberativo que detona la conciencia deliberativa ante una decisión incierta. Por lo tanto, también desde este enfoque, la ansiedad se entiende como un componente de la agencia virtuosa.

 

6. Conclusión

 

Este trabajo ha partido de la hipótesis de que la inseguridad es una extraña aleación de resentimiento y ansiedad. El análisis de la función que ambas emociones juegan en la dialéctica entre protección e inseguridad, permite concluir que no se trata de un estado excepcional, algo así como una enfermedad que fuera necesario extirpar. La inseguridad es el reverso de toda protección. El concepto de “seguridad”, por tanto, conlleva un componente normativo que deriva de la vivencia de la inseguridad, entendida como experiencia de la desprotección. Más concretamente, se materializa cuando la expectativa generada por un sistema de protecciones se frustra, motivando un resentimiento que proyecta en el pasado el anhelo de la protección arrebatada. La normatividad securitaria, por ello, corre un riesgo que nuestro presente está padeciendo en su multipolar escenario político: aunque puede servir para impedir que retornen las condiciones estructurales que detonan la experiencia de la inseguridad, también puede interpretarse como un intento de realizar materialmente una “protección imaginada”, plasmada en proteccionismos económicos y soberanismos vinculados a construcciones comunitarias.

Esta conclusión permite aportar una explicación cognitiva, afectiva y moral de un fenómeno político contemporáneo cuyo alcance tiende a ser global: el vínculo entre inseguridad y el renovado soberanismo proteccionista. Dicho esto, la interpretación aquí esbozada sobre la función política y epistémica del resentimiento y de la ansiedad permite entender que ninguno de estos dos estados afectivos conduce necesariamente a esta opción política, reivindicada bajo la fórmula de populismos reaccionarios. Así, en el contexto de la actual crisis contemporánea de la seguridad social, el resentimiento también podría tener como función la recuperación del vínculo social mediante la rememoración de la mutualización la responsabilidad frente a los riesgos compartidos. Por su parte, el enfoque biocognitivo empleado por la filosofía analítica de las emociones demuestra que, al contrario de lo que dicta nuestro sentido común estoico y kantiano, la ansiedad no tiene por qué ser un obstáculo del discernimiento moral, pues se trata de una reacción ante la incertidumbre que detona mecanismos para la reducción del riesgo y activa la deliberación ante disyuntivas prácticas.

De todo ello es posible concluir que la estructura emocional de la inseguridad es un reflejo de la temporalidad propia del ser social. El resentimiento opera como una retención (a través de una memoria política de la pérdida) que se conjuga con la proyección analítica que activa la ansiedad. De esta conclusión no se colige que debamos normalizar el malestar existencial asociado, por ejemplo, a la precariedad contemporánea. La lección que debe ser extraída, a mi juicio, es que la inseguridad no debe ser denostada como una afección antipolítica. En este desprecio se esconde una renuncia que puede tener consecuencias nefastas. Es política la disputa por cuál sea el objeto que da contenido al resentimiento, al igual que es necesario entrenar la ansiedad para optimizar su potencial reactivo ante la incertidumbre. El Estado social, con sus variantes y sus diferentes genealogías, fue la mejor respuesta colectiva a esa alquimia de resentimiento y desprotección. Del mismo modo, toda política social debe aceptar que su meta no debe ser ignorar ni acabar con la inseguridad, sino asumir su estructura temporal como la dinámica permanente de la vida en sociedad.

 

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Notas

 

1 Esta doble versión objetiva y subjetiva de la inseguridad fue divulgada a partir de los años noventa por la sociología cualitativa, siendo el más representativo analista de la primera Ulrich Beck (Beck, 2000), y de la segunda Zygmunt Bauman (Bauman, 1999).

2 Esta línea de consideración de lo patológico como el origen de la conciencia de una normalidad construida retrospectivamente, remite al análisis de Georges Canguilhem en «Nuevas reflexiones relativas a lo normal y lo patológico», uno de los dos ensayos reunidos en el volumen Lo normal y lo patológico (Canguilhem, 2001). Canguilhem ilustra esta idea mediante la cita del cirujano decimonónico René Leriche, quien definió la salud como “la vida en el silencio de los órganos”, acompañada de la referencia al comentario en el que Kant da cuenta de la imposibilidad de tener conocimiento de la salud: “Uno puede sentirse sano, es decir, juzgar según su sensación de bienestar vital, pero jamás puede saber que está sano […]. La ausencia de sensación (de estar enfermo) no permite al hombre expresar que está sano de otro modo que diciendo estar bien en apariencia”. Como constata Canguilhem, estas observaciones de Kant son importantes porque hacen de la salud un objeto ajeno al campo del saber: no hay ciencia de la salud. No es un concepto científico, sino vulgar (Canguilhem, 2001: 191; 2004: 49-67).

3 Richard Sennett ha caracterizado esta versión de la inseguridad como imposibilidad de construir una “identidad narrativa” en términos de “corrosión del carácter” (Sennett, 2000).

4 Para Séneca, “la seguridad es un bien exclusivo del sabio” (Séneca, 2000: 114). Como señala Fréderic Gros, securitas es aquí el equivalente del griego ataraxia en Epicteto, cuando señala que el que desee obtener “impasibilidad, libertad, seguridad”, debe dirigirse a la filosofía (Epicteto, 1965: III, XV, 12).

5 Lo cual, por adelantar otra conclusión que plantearemos más adelante, está más cercano a la sensación de miedo, que la psicología evolutiva caracteriza como una reacción afectivo-cognitiva suscitada por la certidumbre de amenazas identificables (Kurth, 2018: 32).

6 La genealogía del Estado social francés resulta especialmente ilustrativa de esta innovación de la institución republicana a partir del hecho de la inseguridad. El intento fallido de encontrar una respuesta al fenómeno del pauperismo por parte del derecho republicano suscitó un entramado de dispositivos e instituciones intermedias que constituyeron la esfera específica de lo social (Donzelot, 2007). Los estudios publicados en la década de los ochenta del siglo XX por François Ewald, Jacques Donzelot, Robert Castel y Henri Hatzfeld coinciden en explicar la génesis de la ciencia sociológica y del Estado social francés como una respuesta a la inseguridad más que como un modelo de justicia redistributiva, motivo por el que los tomo aquí como referencia.

7 El término “propiedad social” se encuentra presente en autores republicanos de finales del siglo XIX como André Fouillé, autor de La proprieté sociale et la démocratie (1884), quien define el seguro obligatorio contra las contingencias inherente a la vida en sociedad como “esas garantías del capital humano que son como un mínimo de propiedad esencial de todo ciudadano verdaderamente libre e igual a los otros” (citado por Castel, 2015: 43).

8 Aunque es el discurso de la nueva ultraderecha el que está capitalizando esta decepción en algunas de las regiones del capitalismo industrial que durante los “Treinta Gloriosos” se caracterizaron por una fuerte cohesión del movimiento obrero en torno a sindicatos de masas, podemos encontrar una mirada nostálgica en algunos de los autores de izquierda que con más seriedad están analizando las metamorfosis del trabajo en el capitalismo financiero y cognitivo. Es el caso de Richard Sennett en su análisis sobre la corrosión del carácter, o también de los más recientes análisis de Owen Jones sobre la demonización de la clase obrera en Reino Unido.

9 El término acuñado por Benedict Anderson, en la línea de Hobsbawn contra las explicaciones primordialistas del nacionalismo, tiene la ventaja de no ser solamente despectivo. Al contrario, sobre todo en la segunda edición de su obra, Anderson no desdeña el potencial político de los nacionalismos en el marco histórico de la globalización (Anderson, 1991; Broncano, 2018: 63-65). Su usamos aquí la noción de “comunidades imaginadas”, por tanto, no es solamente para señalar la desviación epistémica que supone añorar en un tiempo reciente vínculos sociales primarios, sino también para destacar su capacidad de movilizar la conciencia y la acción colectiva.

10 Ese resentimiento sería la condición de posibilidad afectiva del actual auge del soberanismo que, a partir de la influyente obra de Alexander Duguin, está intentando presentarse como la teoría política alternativa al internacionalismo socialista o al liberalismo actualmente hegemónico (Duguin, 2015). Esto, por añadidura, permitiría explicar los actuales rebrotes de xenofobias. La inseguridad como temor a las clases peligrosas no tendría solamente un sesgo social, sino que, al remitir resentidamente a una comunidad imaginada de pertenencia, el peligro adquiera una faz racial, étnica o religiosa.

11 Esta es la razón por la que la idea de “sociedad del riesgo” de Beck resulta errónea: el riesgo opera como un reductor de incertidumbre, mientras que en este nuevo marco epistémico el único modo de relacionarse con el porvenir es la incertidumbre.

12 Los critical security studies, una subdisciplina académica de las relaciones internacionales nacida por la ampliación del concepto de seguridad impulsado por la Escuela de Copenhague, ha tomado como expresión ilustrativa de este nuevo paradigma de la inseguridad la célebre sentencia de Donald Rumsfeld quien, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Manhattan, describió el nuevo género de amenazas como “unkonwns unkowns” (incógnitas desconocidas). La creativa interpretación de esta definición coincide en buena medida con la tesis del principio de precaución, que vendría a sostener que el paradigma del riesgo ya no está vigente, pues el conocimiento del pasado no es ya una base confiable para predecir y, por tanto, prevenir las amenazas por venir. La consecuencia principal de este cambio de modelo atañe a la racionalidad de la agenda preventiva. “Preparación” y “anticipación” serían nociones para significar la acción ante lo que se desconoce que se desconoce, que según investigadores como Clauda Aradau y Rens van Munster tendría que ver con la simulación imaginativa de escenarios y con la modificación de los espacios para prepararse ante lo peor (Aradau y van Munster, 2012).

13 La investigación en el campo de la neurociencia apoya la existencia de estos “espirales de retroalimentación”. El miedo y la ansiedad están alojados en circuitos neuronales distintos: el miedo, en el núcleo central de la amígdala cerebral, mientras que la ansiedad se basa en el núcleo del lecho de la estría terminal. Aunque se ha probado que ambas estructuras reciben inputs significativos desde sistemas sensitivos específicos (p. ej., el visual o el sonoro), el circuito de la ansiedad está más extensamente conectado a las áreas corticales como el córtex prefrontal o el hipocampo, implicadas en procesos cognitivos más complejos. La literatura especializada considera que este aporte adicional de estímulos explica la mayor dimensión cognitiva de la ansiedad con relación al miedo (LeDoux, 2015).

14 Al menos en la versión estoica de la virtud, entendida como la preservación de una ciudadela interior capaz de mantener la serenidad del individuo en condiciones externas de tempestad (Hadot, 2013). “¿En qué consiste la felicidad? Es el sosiego y la tranquilidad (securitas) perennes. Las otorgará la grandeza de alma, las otorgará la constancia porfiada en seguir el recto juicio” (Séneca, 1989: v. II, XIV, 92, 3). Como hemos comentado en apartados previos, esta serenidad recibió en nombre de ataraxia en el estoicismo helenístico, que fue traducido por securitas en su versión helena.

15 Para Kant, las emociones negativas son un obstáculo para el hábito reflexivo propio de la conducta virtuosa: “Se puede decir además acertadamente que el ser humano está obligado a la virtud (como fortaleza moral). Porque, aunque gracias a la libertad podemos y tenemos que presuponer absolutamente la capacidad (facultas) de superar todos los impulsos que se oponen sensiblemente, esta capacidad, sin embargo, como fortaleza (robur), es algo que tiene que adquirirse potenciando el móvil moral (la representación de la ley) mediante la contemplación (contemplatione) de la dignidad de la ley racional pura en nosotros pero también, a la vez, mediante ejercicio (exercitio). (Kant, 2017: 197)

16 Kurth denomina a esta objeción “el argumento Xanax”: si pudiéramos tomar una píldora que manutuviera los efectos instrumentales de la ansiedad pero eliminara la sensación de malestar, ¿no sería más racional tomarla que no tomarla? (Kurth, 2018: 130).