Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 83, 2021 pp. 57-69

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

http://dx.doi.org/10.6018/daimon.362991

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Perdón y vida pública: Hannah Arendt
y la
sungnome griega

 

Forgiveness and public life: Hannah Arendt
and Greek sungnome

 

DANIEL ESPARZA*

MIRIAM DIEZ BOSCH**

 

Resumen: En La Condición Humana, Arendt afirma que “el descubridor del papel del perdón en la esfera de los asuntos humanos fue Jesús de Nazaret”. En lo que sigue, revisaremos el uso antiguo del verbo griego sungignôskô. En nuestra lectura, esta sungnomé griega cumple el mismo papel que Arendt advierte en la supuesta novedad cristiana —la “mutua exoneración de lo que se ha hecho”. Comparar esta “novedad” con los usos antiguos de este verbo griego nos permitirá entender en qué consiste realmente el descubrimiento que Arendt atribuye a Jesús, y sugerir que decir que los griegos desconocían la facultad de perdonar es, al menos, una imprecisión.

Palabras clave: perdón, reconciliación, comprensión, Arendt, política.

 

Abstract: In The Human Condition, Arendt claims “the discoverer of the role of forgiveness in the sphere of human affairs was Jesus of Nazareth”. In what follows, we will revise the ancient use of the Greek verb sungignôskô which, in our opinion, fulfills the same role that Arendt finds in this alleged Christian novelty —the “mutual exoneration of what has been done”— not only to understand what would the actual discovery Arendt attributes to Jesus imply, but because we believe claiming the Greeks were unaware of the faculty of forgiveness is inaccurate.

Keywords: forgiveness, reconciliation, understanding, Arendt, politics.

 


Recibido: 15/02/2019. Aceptado: 08/05/2019.

* Paul H. Klingestein Fellow en el Departamento de Religión de Columbia University. Trabaja en filosofía de la religión, psicoanálisis, y ética. Recientemente ha publicado el capítulo “Some remarks on adulthood in Walter Benjamin’s Experience and Poverty”, en A critical philosophy of law, peace and religion (Springer) y el artículo “Perdonar al toro” en Logoi Revista de Filosofía.

** Vicedecana de Investigación y Relaciones Internacionales de la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales Blanquerna (Universidad Raimón Llull). Directora del Observatorio Blanquerna de Comunicación, Religión y Cultura. Su investigación se centra en la relación entre religión y medios de comunicación, tecnología y liderazgo, jóvenes, inmigración y dialogo intercultural e interreligioso. Entre sus más recientes publicaciones se encuentran Letting Diasporic Voices be Heard: Refugees and Migrants in European Media (https://onlinelibrary.wiley.com/doi/full/10.1111/erev.12405), y Open Wall Churches ( http://revistaprismasocial.es/article/view/1734).

 

 

 

“If forgiveness is difficult to give and to receive, it is just as difficult to conceive of”.

Paul Ricoeur, Memory, History, Forgetting.

 

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En la sección titulada Irreversibilidad y el Poder de Perdonar en La Condición Humana, Arendt afirma que “el descubridor del papel del perdón en la esfera de los asuntos humanos fue Jesús de Nazaret” (Arendt, 2009, 258) Esta es una afirmación radical, comentada quizá no suficientes veces, y que nosotros quisiéramos aquí revisar una vez más. Su radicalidad, es claro, no consiste en atribuir a Jesús la autoría de una teoría del perdón, como una lectura apresurada podría suponer. Se trata de una radicalidad que consideramos más delicada. Lo que Arendt afirma es particularmente cristiano es cierta comprensión práctica del perdón como único correctivo posible para los inevitables daños que resultan de la acción humana. Este sería, literalmente, “el papel del perdón en los asuntos humanos”. Se trata de un correctivo, añade Arendt, imprescindible. Sin él, “nuestra capacidad para actuar quedaría, por decirlo así, confinada a un solo acto del que nunca podríamos recobrarnos; seríamos para siempre las víctimas de sus consecuencias” (Arendt, 2009, 257). Para Arendt, el principio romano de perdonar la vida del vencido (parcere subiectis) o de conmutar la pena de muerte de algún condenado son apenas “signos rudimentarios” de esta intuición —como si de prefiguraciones paganas de una pretendida “revelación” cristiana del rol del perdón se tratase. No deja de ser extraño que Arendt no mencione ninguna de las muchas imágenes de la tradición bíblica hebrea que refieren a instancias que deberían considerarse, si no como otros de estos “signos rudimentarios” (ksh, kpr, ns, mhh, palabras que pueden traducirse como “expiar”, “limpiar”, “tirar fuera”, “perder de vista”, “cubrir”, o “dar la espalda” al pecado cometido) al menos como emparentadas con lo que (mal o bien) entendemos comúnmente como perdón (Cf. Gladson, 1992) —una noción tan complicada y esquiva que sólo parece poder pensarse apofática o negativamente (Yankélévitch, 2013, 5).

En lo que sigue, quisiéramos aproximarnos a otro de estos “rudimentos” —específicamente, al uso antiguo del verbo griego sungignôskô que, a nuestro entender, cumple el mismo papel que Arendt advierte en esta supuesta novedad cristiana —la “mutua exoneración de lo que se ha hecho” (Arendt, 2009, 259)— no sólo porque creemos que así comprenderemos mejor en qué podría consistir el descubrimiento que Arendt atribuye a Jesús de Nazaret —un descubrimiento que, señala Marcela Gómez Tagle, no tiene “ningún significado religioso, metafísico” (Gómez Tagle, 2008, 139)— sino, sobre todo, porque creemos que la hartas veces repetida máxima que asegura que los griegos (homéricos y clásicos; no ya la tradición greco-cristiana, desde luego) desconocían la facultad de perdonar es, cuando menos, imprecisa. En principio, hablar de “los griegos”, sin más, es no sólo irresponsable sino imposible. Habría que seguir, por ejemplo, a Page duBois (duBois, 2011, 31) quien meticulosamente distingue el uso que Homero hace del verbo sungignôskô de aquel que podemos conseguir en, digamos, Aristóteles. En lo que sigue, intentaremos si no seguir la tesis de duBois —que asegura que el griego arcaico no conocía ni el perdón ni la empatía, y que ni siquiera el encuentro entre Aquiles y Príamo en el libro 24 de la Ilíada supone una ocasión empática— al menos presentar esta “comprensión” griega como capaz de hacer lo que Arendt supone es una novedad cristiana: una especie de exoneración mutua de culpa. Queremos advertir que, a diferencia de Arendt, nosotros intuimos que el (pretendido) descubrimiento de Jesús de Nazaret no consiste en advertir la dimensión sociopolítica de la facultad de perdonar, sino en introducir en la dinámica del perdón una dimensión que, a primera vista, puede resultar paradójica: el perdón cristiano es a la vez condicional —“No juzguen, y no serán juzgados; no condenen, y no serán condenados; perdonen, y serán perdonados” (Lc. 6, 37)— e ilimitado, “incondicional” —en tanto se entiende como consecuencia del amor incondicional de Dios (Bash, 2007, 118). Desde luego, no podremos aquí explicar en detalle cómo la tradición cristiana —derecho canónico incluido— ha logrado armonizar la aparente disonancia contenida en esta paradoja.

Independientemente de las (necesarias) distinciones que señala duBois, tanto en Homero como en Sófocles y en Aristóteles las solicitudes de exoneración de culpa son relativamente comunes y parecen ser lo suficientemente semejantes al rol que Arendt dice Jesús otorga al perdón en los asuntos humanos como para ser considerados sólo “signos rudimentarios”. Por “asuntos humanos” entendemos, siguiendo el argumento de Arendt, asuntos eminentemente políticos. No podemos aquí detenernos demasiado en las distinciones que Arendt hace entre vita activa y vita contemplativa en La Condición Humana, pero creemos suficiente señalar que cuando Arendt habla de vida política, se refiere a la vida pública independiente de la actividad económica y distinta de la pura dimensión legislativa a la que la vida política parece haberse reducido. Aquí, nosotros queremos pensar que si alguna novedad puede atribuirse a la noción de perdón que parece estar en juego en la literatura neotestamentaria es que el perdón puede (y quizá incluso debe) prescindir de esta dimensión (de su dimensión política, esto es) si quiere ser en realidad perdón y no sólo un instrumento de reconciliación social o judicial. Esto es, que si Arendt exige que la vida política no se reduzca a las funciones de trabajo, labor, o pura legislación, el perdón tampoco debe reducirse a un mero instrumento. Desde luego, esto presupone una definición de perdón que, quizá, rebase la que Arendt ofrece: mientras que Arendt entiende el perdón como una liberación de nuestra capacidad para actuar, desligándola de un solo acto culpable del que nunca podríamos recobrarnos, el perdón cristiano parece apuntar a una especie de restauración para-política, meta-política, o incluso (si tal cosa es posible) pre-política.

A pesar de que la literatura a propósito del tema del perdón en general hasta hace no mucho tiempo era relativamente escasa —y tanto más aquella que se ocupa del perdón en la obra de Arendt— no deja de sorprender que buena parte de los autores que escriben sobre el asunto asuman de entrada que el perdón es una categoría originalmente religiosa y, más aún, judía o cristiana.1 En efecto, una arqueología exhaustiva del perdón tendría que ocuparse sin duda de revisar no sólo la noción de expiación en juego en la práctica sacrificial, sino que también tendría que hacer lo propio —al modo de Nietzsche en la Genealogía de la moral— con la práctica comercial de la condonación de deudas. No en balde el verbo usado en los evangelios para referirse al perdón de los pecados es el mismo que se utiliza para referirse a la renuncia de los propios derechos de cobrar una deuda (aphiemi). En efecto, la traducción al latín del texto original griego conserva esta misma dimensión económica: “dimitte debita nostra”, perdona nuestras deudas (que no nuestras “ofensas”, como repite la traducción castellana popular).

Arendt parece reconocer cierta autonomía del perdón respecto a lo político cuando señala que el perdón es un asunto eminentemente personal (y ya en ese sentido relativamente independiente de las leyes de la polis) “en el que lo hecho se perdona por amor a quien lo hizo” (Arendt, 2009, 261) y el amor, “uno de los hechos más raros en la vida humana [...] no sólo es apolítico sino antipolítico, quizá la más poderosa de las fuerzas antipolíticas” (Arendt, 2009, 261). El cristianismo, continúa Arendt, asume que sólo el amor puede perdonar, en tanto únicamente el amor es “plenamente receptivo de quién es alguien, hasta el punto de estar siempre dispuesto a perdonar cualquier cosa que se haya hecho” (Arendt, 2009, 261). En esto, el amor se diferencia absolutamente de las leyes de la polis, que no sólo castigan la ofensa (y a quien ofende) sino que además reconocen crímenes imprescriptibles, que no se pueden perdonar bajo ningún respecto, y contra los que el paso del tiempo nada puede. Esta es una definición de perdón con un claro sabor cristiano, en tanto es consecuencia de un amor que reconoce a quien perpetra la falta no sólo como criminal sino como sujeto amable, capaz de ser amado.

Sin embargo, hacia el final de la sección, Arendt pasa del amor al respeto —un respeto que se presenta como “no diferente de la aristotélica philia politiké” (Arendt, 2009, 262) — para señalar que para perdonar es suficiente esta especie de “amistad sin intimidad ni proximidad” (Arendt, 2009, 261). Se trata de un respeto, además, que reconoce la imposibilidad de perdonar ciertas acciones: es un respeto condicionado. Es en las implicaciones de esta philia politiké en lo que queremos concentrarnos. Poco parece quedar aquí del perdón y el amor neotestamentarios (“siempre dispuesto”, incondicional) al que Arendt alude inicialmente o, al menos, de la pretendida novedad cristiana que sería la primera en reconocer el papel del perdón en los asuntos humanos. Para estos efectos, Arendt deja claro que la philia politiké clásica parece ser más que suficiente.

Así, este “deshacer lo que se ha hecho” que Arendt asegura es el perdón es una experiencia que se sucede primeramente en la polis, “el más charlatán de todos los cuerpos políticos” (Arendt, 2009, 40), en tanto la philia politiké es condición necesaria y suficiente para que el perdón se suceda. Pero si el sustrato del perdón es una especie de emoción2 “política” —de nuevo, esta philia politiké— y si la polis es en efecto “el más charlatán de todos los cuerpos políticos”, este perdón al que refiere Arendt sería una experiencia principalmente retórica, una experiencia del y en el lenguaje, cuya intención final es la de conducir eventualmente a una reconciliación persuadiendo (peitho) a través del discurso a las partes implicadas. Creemos que podemos ahora distinguir con mayor precisión una forma de perdón que podríamos considerar “cristiana” —basada en un amor incondicional, que se puede incluso otorgar sin necesidad de ser persuadido o quizá ni siquiera comunicado, y que no necesita desembocar en una reconciliación final3— de otra forma de perdón basada en esta philia politiké, que requiere de argumentación, que obviamente persigue una finalidad política, y que creemos es la que Arendt en efecto tiene en mente, y que atribuye —erróneamente, al parecer— a Jesús de Nazaret.

Arendt afirma que nuestra tradición de pensamiento político es altamente selectiva, y que tiende a excluir de la conceptualización articulada incluso experiencias políticas de naturaleza elemental. Ciertos aspectos de la enseñanza de Jesús de Nazaret que Arendt considera no están “fundamentalmente relacionados con el mensaje religioso cristiano” (Arendt, 2009, 258) y que habrían surgido de las experiencias de una comunidad “inclinada a desafiar a las autoridades públicas” (Arendt, 2009, 259) se contarían entonces entre estas experiencias políticas elementales que habrían sido menospreciadas por considerarse de naturaleza exclusivamente religiosa, el perdón aparentemente siendo una de ellas. Si nuestra lectura es correcta, lo que Arendt está aquí sugiriendo es que esta comprensión pretendidamente cristiana del perdón es el epifenómeno de una experiencia originariamente a la vez política y religiosa (en tanto la distinción entre vida religiosa y vida política es históricamente posterior, aunque ciertamente el romano y el griego antiguos distinguían dioses tutelares domésticos de los dioses de la polis o de otros espacios “públicos”). En efecto, Arendt advierte que “el hecho de que [Jesús] hiciera este descubrimiento [esto es, el del papel del perdón en los asuntos humanos] en un contexto religioso y lo articulara en un lenguaje religioso no es razón para tomarlo con menos seriedad en un sentido estrictamente secular” (Arendt, 2009, 258) ¿Cómo están aquí entonces relacionadas las esferas de lo político y de lo religioso? Lamentablemente, no podremos ocuparnos de problematizar la noción de secularización que Arendt parece tener en mente —ni, en consecuencia, lo que Arendt entiende por “religión”, una noción harto problemática— pero sí quisiéramos repetir, con Samuel Moyn, que para Arendt las bases de la coexistencia pública —esto es, de la política en sentido estricto— no pueden depender ni abierta ni encubiertamente de premisas religiosas. (Moyn, 2008, 72) Entendemos que esto es, desde luego, parte de la respuesta de Arendt a la teología política de Schmitt4. La dimensión obvia y exclusivamente política que Arendt asegura Jesús descubre en la dimensión pretendidamente secular de la facultad de perdonar, entonces, correspondería a la condición humana de la pluralidad —es decir, que la acción política depende de la presencia y actuación de otros (y no sólo de la voluntad suprema de un Soberano-César-Procurador) a quienes se perdona o se les pide perdón.

Así, el perdón establece en la acción política, continúa Arendt, una serie de principios-guía basados en la presencia de los demás: el código que se desprende de la facultad de perdonar se basa en experiencias que nadie puede tener sólo consigo mismo. En efecto, Arendt asegura que un perdón otorgado en soledad o aislamiento “carece de realidad, y no tiene otro significado que el de un papel desempeñado ante el yo de uno mismo” (Arendt, 2009, 257). No es este tampoco el lugar para cuestionar esta afirmación, pero quisiéramos al menos sugerir que el acto de perdonarse a sí mismo, en el que inapelablemente se ha de desempeñar un papel (o dos, tanto el de víctima como el de victimario) “ante el yo de uno mismo” no nos parece carente de realidad. Arendt asegura que dado el hecho de que en la acción y en el discurso dependemos de los demás, y que como ante otros “aparecemos con una distinción que nosotros somos incapaces de captar”, “nadie puede perdonarse a sí mismo” (Arendt, 2009, 262), pero nosotros quisiéramos recordar que el “sí mismo” es siempre ya, además, un “para-sí-mismo” —für sich— mediado por la presencia introyectada e inevitable de otros (sea que entendamos esta introyección fenomenológica, filosófica, antropológica, o psicoanalíticamente). Tampoco parece carecer de realidad el perdón que una víctima puede otorgar, en soledad, a un victimario ausente —como sucede, por ejemplo, lo mismo en los procesos de duelo que en la terapia psicoanalítica, y en el psicodrama (Cf. Kristeva, 2012).

Tampoco podemos aquí profundizar en este desplazamiento del perdón de la esfera religiosa a la secular como parte de la respuesta de Arendt a la teología política de Schmitt. Entendemos, como han señalado Nathan Von Camp y Samuel Moyn en sendas publicaciones a propósito del (des)encuentro de Arendt con las tesis de la teología política schmittiana, que la teoría política de Arendt procura principalmente afirmar la autonomía de la política con respecto a otros dominios de la existencia (incluso la legislativa, como hemos señalado) lo mismo que su irreductibilidad a otras esferas de acción humana5 (principalmente, la económico-productiva). Pero sí nos interesa contrastar este desplazamiento —una obvia transferencia de soberanía6 que Arendt asegura se evidencia “en el hecho de que Jesús mantenga en contra de los escribas y fariseos no ser cierto que sólo Dios tiene el poder de perdonar, y que este poder no deriva de Dios, sino que, por el contrario, lo han de poner en movimiento los hombres en su recíproca relación para que Dios les perdone también” (Arendt, 2009, 259)— con esta otra instancia de perdón no cristiana que, a nuestro entender, tiene también una clara dimensión política, humana, y definitivamente no cultual, que es es en definitiva lo que interesa a Arendt. En lo que sigue, quisiéramos revisar no tanto la historia conceptual del perdón cristiano —y sus muchos antecedentes veterotestamentarios (Cf. Gladson, 1992) que Arendt obvia pero que también entendemos tienen una clara dimensión social, política, e incluso económica (como en la idea del año jubilar, por ejemplo)— sino el uso del vocabulario asociado al perdón en la Antigüedad. Queremos así contrastar el rango semántico del verbo griego sungignôskô (“pensar con”, “acordar”, “consentir”, “reconocer”, “excusar”, “compadecer”) que encontramos lo mismo en la épica que en la tragedia y la filosofía griegas con la variante del uso y aplicación del perdón que Arendt entiende es cristiano, y que nosotros decimos que sólo comprende una dimensión del perdón cristiano que éste comparte con formas no-cristianas de perdón, para intentar demostrar que el tipo de perdón que Arendt tiene en mente es más bien pre-cristiano, “pagano”. Nuestra intuición, creemos haber explicado, es que si bien Arendt parece dar por entendido que perdón y reconciliación son una y la misma cosa —y por ello su énfasis en la función política del perdón— perdón y reconciliación no sólo son fenómenos distintos, sino que además el primero no necesariamente deriva en la segunda.

A pesar de que el perdón es un tema relativamente marginal en la tradición filosófica, algunos de los filósofos que han intentado ocuparse de este asunto —Benjamin, Ricoeur, Yankélévitch, Derrida, Griswold, Nussbaum, quizá incluso el mismo Hegel (al menos en sus escritos tempranos)— han insistido en la necesidad de establecer una distinción radical entre perdón y reconciliación (Wagon, 2015) señalando que si el perdón es acaso posible —el perdón puro al que se refiere Derrida (Derrida, 2001) el “parpadeo invisible de caridad que es el élan del perdón” de Yankélévitch (Yankélévitch, 2013, 4), o el perdón “difícil” de Ricoeur (Ricoeur, 2004, 457-506) que nosotros entendemos se acercan más a la radicalidad del perdón que nosotros hemos definido como “cristiano”, hasta cierto punto contra la descripción que de éste hace Arendt— éste “sólo puede encontrar refugio en gestos incapaces de ser transformados en instituciones” (Ricoeur, 2004, 458). Es decir, que el perdón no sólo no pertenece a lo político sino que, además, lo desafía, lo evita, lo contraría. Nosotros quisiéramos decir que lo rebasa, o que lo obvia. No parece ser casual que esto sea precisamente lo que Arendt dice del amor. Nuestro argumento central simplemente señala que el fenómeno que describe Arendt es en efecto más parecido a ciertas formas griegas pre-cristianas de reconciliación y superación de conflictos, no basadas en el amor cristiano sino en la philia politiké que la propia Arendt invoca (y que, precisamente por esto, no es perdón en sentido estrictamente “cristiano” sino más bien reconciliación, o un reordenamiento armonioso de la vida en la polis, sin más). Esto es, que el perdón de Arendt difiere en más de una manera de otras formas de perdón que haríamos bien en llamar “cristianas”, “abrahámicas”, o “mundialatinizadas” (Derrida, 2001), siguiendo a Derrida. Estas formas de perdón, de nuevo, no necesariamente desembocan en una reconciliación final y pueden llegar a ser, ellas mismas, tan autónomas con respecto a lo político como Arendt asegura lo político es (o, al menos, debe ser) con respecto a la esfera de lo religioso, de lo económico, o de lo legislativo.

Como señala Charles L. Griswold en su seminal exploración histórico-filosófica a propósito del perdón (Griswold, 2007), a la cual referiremos constantemente en lo que sigue, el hecho de que los filósofos griegos de la Antigüedad no hayan considerado el perdón una virtud no quiere decir que no hayan estado familiarizados con el vocabulario comúnmente asociado al perdón —especialmente en sus variables políticas, éticas, y jurídicas, precisamente— ni que no le hayan prestado atención. El diálogo entre Griswold y duBois a propósito de este asunto que hemos ya asomado en las primeras páginas de este texto es particularmente interesante. Lamentablemente, no podremos encargarnos tampoco de hacer un minucioso estudio filológico, lingüístico, o histórico que dé cuenta del paso del uso homérico y clásico de sungnômê al aphiemi (“desprenderse”, “enviar lejos”, “perdonar una deuda”) neotestamentario (“kae aphes hêmin ta opheilêmata hêmôn”, “perdona nuestras deudas”). Semejante investigación parece ser tarea para filólogos, estudiosos de la Antigüedad tardía, o biblistas. Sólo podemos repetir aquí que el texto neotestamentario ya no utiliza el verbo sungignôskô para hablar del perdón, y que esto evidencia un cambio que va de la mutua comprensión que supone la sungnômê griega a algo semejante a la remisión de una deuda. El aphiemi neotestamentario claramente pertenece al mundo comercial mediterráneo —en efecto, una investigación que se encargue de dilucidar el rol del perdón en la historia de la civilización occidental, pasando del cobro de deudas con sangre al pago en moneda y de allí al perdón, promete ser tan compleja como interesante. Desde luego, tampoco podremos ocuparnos aquí de esto. Lo que sí consideraremos en lo siguiente son las semejanzas entre las dinámicas que la sungnômê griega supone con la idea de perdón que Arendt propone como correctivo para el daño que inevitablemente siempre acompaña, las más de las veces no intencionalmente, cualquier (inter)acción humana.

Nuestra tesis fundamental es, nos parece, bastante sencilla: tanto el clásico sungnômê como el neotestamentario aphiemi en efecto toman parte en los asuntos humanos que Arendt procura reconocer como pertenecientes autónomamente y de pleno derecho a la política, y que la originalidad de Jesús de Nazaret (de ser, en efecto, suya) no tiene tanto que ver con cierta posible “secularización” del perdón que Arendt le atribuye sino, más bien, con el hecho de que el perdón neotestamentario no persigue finalidad (política) alguna y que por ello no necesita de una articulación retórica que persuada al acreedor de la necesidad, la conveniencia, o la rectitud inherente al hecho de perdonar a su deudor. Esto es, que contrario a lo que Arendt supone, el perdón cristiano no necesariamente es público —y quizá podría incluso decirse que es tanto más cristiano cuanto más “privado” es: “que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha” (Mt. 6, 3). En varios pasajes de La Condición Humana la propia Arendt refiere a esta dimensión privada de la vida humana citando estos mismos pasajes del evangelio, señalando que la bondad (bondad, amor, y perdón pertenecen, desde la perspectiva cristiana, a la misma cadena) “obviamente alberga una tendencia a esconderse de ser vista u oída”, y que “sólo puede existir cuando no es percibida siquiera por su autor” (Arendt, 2009, 74). Esto no quiere decir, desde luego, que el perdón cristiano no tenga consecuencias políticas (que por supuesto tiene) sino que no es esta reconciliación pública (“política”) lo que persigue primordialmente. Si algo persigue el perdón puro (este perdón que Derrida, Ricoeur, y Yankélévitch describen, y que nosotros entendemos se acerca más al que podríamos en efecto atribuir al genio religioso de Jesús de Nazaret) sería en todo caso sólo una donación amorosa, kenótica, “bondadosa” de sí mismo, independiente incluso de si quien es sujeto de este perdón la pide, la acepta, la “ve” o no.

Si Derrida tiene razón al señalar, siguiendo la vena de lo que él llama la tradición “abrahámica”, que el perdón puro e incondicional no debe tener ni significado, ni finalidad, ni inteligibilidad (Derrida, 2001, 41) —el tipo de perdón que quisiéramos ver en el Jesús que muere perdonando a sus torturadores a sabiendas de que ello no va a conseguir que le perdonen la vida; un perdón que es invocado no dirigiéndose a sus victimarios sino a una tercera persona (el Padre) que es a la vez otro y sí mismo (el Dios Triuno del cristianismo, el für sich al que nos referíamos más temprano); un perdón que obviamente no conduce ni persigue una reconciliación de la víctima con el sistema jurídico ni con el imperio que le condena a muerte— y que además no debe tampoco reducirse a una terapia de reconciliación, entonces el perdón del que habla Arendt no es necesariamente perdón —que debería ser entendido entonces como un gesto de autonomía radical, incluso autónomo con respecto a lo político— sino más bien una estrategia (política) que permite la reconstrucción de un tejido social que siempre estará necesitado de reconciliación. En otras palabras, lo que está en juego es la distinción entre perdón (autónomo, sin finalidad) y reconciliación (al servicio de lo público, con una finalidad clara). Esta distinción es, las más de las veces, simplemente pasada por alto7.

Quisiéramos ahora concentrarnos entonces en el rol de esta sungnômê griega —traduciéndola como “comprensión8”, pero también en un sentido quizá más amplio, relacionándola con el también griego peitho, “persuasión”— en el proceso que permitiría el arribo a una reconciliación final, y proponerla como equivalente al perdón que Arendt entiende como una exoneración necesaria para que la vida prosiga y los hombres sigan siendo agentes libres (Arendt, 2009, 259-260). Esta reconciliación es para Arendt fundamental, en tanto toda acción humana es sólo realizable si los hombres están juntos (Wagon, 2015, 62). La partícula sun (“con”) que encontramos en el griego sungnômê apunta claramente a esta comunidad.

Las formas de perdón griego pre-neotestamentario no pueden ser llamadas formas del perdón si las comparamos con el perdón puro que hemos querido identificar con el perdón cristiano. La distancia entre uno y otro es en efecto notable, y quizá por ello duBois se niega a reconocer en la Ilíada algo cercano a lo que hoy entendemos en líneas generales como perdón o empatía. Esto es, que atribuir al griego sungignôskô un conjunto de emociones similares a las que nosotros atribuimos a nuestras escenas de perdón contemporáneas no es sino un anacronismo. Queremos referirnos entonces a estas otras formas de (proto)perdón como términos de “acuerdo” —y, en algunos casos, de (re)conciliación— que sólo son posibles gracias a la exposición retórica y a la consideración de los motivos que conducen a la persona a seguir un curso de acción que debe justificar. Esta palabra, “consideración”, es clave. Podríamos decir que Aquiles considera las razones por las cuales Príamo solicita el cuerpo de Héctor, pero no le perdona por haber traído el mundo al hombre que mató a su amado Patroclo. Las particularidades de este perdón griego pre-cristiano, así, otorgan un rol preponderante al proceso comunicacional: son procesos de persuasión, como los que pueden ocurrir en una corte judicial. Para el griego pre-cristiano (y, más específicamente, para el griego homérico pero también para el sabio estoico) si bien podría decirse (con duBois) que “no existe perdón” —al menos no en términos de donación amorosa de sí mismo— sí que existe un proceso en el que víctima y victimario piensan y discurren juntos, y que puede finalmente conducir a la renuncia del derecho (fundamental) a la venganza (Griswold, 2007, 1) —esto es, a la justicia retributiva, que conserva las formas de la venganza original9.

Como señala Griswold, estas nociones paganas y antiguas de perdón son un tema vasto, pero tristemente poco estudiado (Griswold, 2007, 1). Pero hemos dicho anteriormente, también siguiendo a Griswold, que la existencia de un vocabulario antiguo comprendido por nociones que podríamos aceptar están relacionadas con el perdón (“compasión”, “clemencia”, “empatía”, “excusa”) es evidente, lo mismo que una delicada comprensión de las emociones asociadas con este vocabulario —en especial, el deseo de retribución conducido por la ira (Griswold, 2007, 1). Tener en cuenta esta pluralidad debería ser suficiente para entender que es imposible hablar de “la idea antigua pagana de perdón” en singular, como hemos señalado al inicio de este texto. Pero también es razonable suponer que los filósofos podrían haber recopilado, discutido, y modificado las concepciones populares a propósito de estos asuntos, como por ejemplo en el caso de Aristóteles al tratar el tema de la prudencia10. Pierre Aubenque explícitamente refiere a una vena trágica en Aristóteles, leyendo la Ética a Nicómaco junto a la apología de la prudencia que conseguimos en la intervención final del coro en la Antígona de Sófocles. Nosotros quisiéramos hacer aquí algo parecido.

En la Ifigenia entre los Tauros de Eurípides, por ejemplo, encontramos a Electra implorando a Artemisa —“Oh hija de Leto, condúceme a mi, tu sacerdotisa, sana y salva a Grecia desde esta tierra bárbara y perdona mi robo. También tú, diosa, amas a tu hermano; considera justo que también yo ame a los de mi sangre” (Eurípides, 2000, 1401-3)— para que le “perdone” (sungnômê), le “comprenda”, sea empática. La misma palabra, en situaciones similares, es empleada lo mismo en la Electra de Sófocles que en el Ion de Eurípides11 e incluso en la Guerra del Peloponeso de Tucídides, donde leemos a Cleón de Atenas decir que a los rebeldes no se les debe otorgar ninguna esperanza de perdón (xuggnômên) so pretexto de que errar es de humanos, en tanto “sólo lo que no es intencional es excusable (xuggnômon)”. Si bien Aristóteles es claro al indicar que “de las acciones involuntarias, unas son perdonables y otras no” (sungnômonikà ta d’ où sungnômonikà) y que “todos los errores que se cometen no sólo con ignorancia sino por ignorancia son perdonables” (Aristóteles, 1993, 1136A), también parecería responder a Cleón al señalar, en el Libro III de la Ética a Nicómaco, que algunas acciones voluntarias realizadas en condiciones extremas no ameritan ni castigo ni aplauso sino, precisamente, sungnômê: “comprensión”, “perdón”. A nuestro entender, resulta evidente que la propuesta de Aristóteles persigue precisamente lo que Arendt señala: la liberación de nuestra capacidad para actuar, desligándola de un solo acto (culpable) del que nunca podríamos recobrarnos, y de cuyas consecuencias seríamos por siempre víctimas. Quisiéramos aquí citar el texto de Aristóteles in extenso:

 

En cuanto a lo que se hace por temor a mayores males o por una causa noble —por ejemplo, si un tirano mandara a alguien cometer una acción denigrante, teniendo en su poder a sus padres o sus hijos y éstos se salvaran si lo hacia y perecieran si no lo hacia—, es dudoso si debe llamarse involuntario o voluntario. Algo semejante ocurre también cuando se arroja al mar el cargamento en las tempestades: en términos absolutos, nadie lo hace de grado, pero por su propia salvación y las de los demás lo hacen todos los que tienen sentido. Tales acciones son, pues, mixtas, pero se parecen más a las voluntarias, ya que son preferibles en el momento en que se ejecutan, y el fin de las acciones es relativo al momento. Lo voluntario, pues, y lo involuntario se refieren al momento en que se hacen; y se obra voluntariamente porque el principio del movimiento de los miembros instrumentales en acciones de esa clase está en el mismo que las ejecuta, y si el principio de ellas está en él, también está en su mano el hacerlas o no. Son, pues, tales acciones voluntarias, aunque quizá en un sentido absoluto sean involuntarias: nadie, en efecto, elegiría ninguna de estas por sí mismo.

Por esta clase de acciones los hombres reciben a veces incluso alabanzas, cuando soportan algo denigrante o penoso por causas grandes y nobles; o bien, a la inversa, censuras, pues soportar las mayores vergüenzas sin un motivo noble o por un motivo baladí es propio de un miserable. En algunos casos, si bien no se tributan alabanzas, se tiene indulgencia (sungnômê) cuando uno hace lo que no debe sometido a una presión que rebasa la naturaleza humana (anthropinen phúsin hyperteínen) y que nadie podria soportar (kai medeìs àn hypomeinai) (Aristóteles, 1993, 1110A).

 

Así, sungnômê entonces significa también “excusar”, “ser indulgente”, pero sólo en ciertas condiciones. Creemos que esto podría aplicar lo mismo en el caso de Aristóteles que en el de Aquiles, salvando las distancias entre uno y otro. En su ser condicional, en el reconocimiento de límites para la acción “perdonante”, este perdón griego recuerda al perdón “político” de Arendt, que también tiene límites —los límites de lo imprescriptible, especialmente12. La etimología de la palabra griega, creemos, revela aquí lo que está en juego: Aristóteles —comenta Griswold, siguiendo a Irwin (Griswold, 2007, 6)— está deliberadamente jugando con el campo semántico del griego gnômê, “consideración”. Es claro que la palabra en castellano conserva la misma riqueza semántica que en griego, significando a la vez no sólo “respeto” y “urbanidad” (virtudes eminentemente políticas, que podríamos perfectamente traducir de vuelta como philia politiké sin temor —ni temblor) sino además “meditación”, “atención” e, incluso, en un sentido amplio, “conmiseración” o “empatía”. En efecto, Aristóteles llama a la persona comprensiva “sungnómonas”, y no duda en definir la consideración como “el discernimiento recto (krisis orthé) de lo equitativo” (Aristóteles, 1993, 1143A),. Esto es, una persona considerada es aquella que considera las situaciones particulares en lugar de aplicar reglas generales indiscriminadamente: atiende al individuo concreto a partir de la generalidad de la ley de la polis, persiguiendo reintegrar el primero a la segunda, a través del perdón o del castigo. Esta consideración es precisamente lo que Electra persigue provocar en Artemisa: “considera justo que también yo ame a los de mi sangre”. Nosotros quisiéramos aquí decir, añadiendo a la solicitud de Electra, “considera justo que también yo ame a los de mi polis”, aclarando que este amor es, como obviamente corresponde en este caso, la philia politiké a la que Arendt refiere. Electra, en efecto, pide a la diosa volver “sana y salva a Grecia”, a su polis, “desde esta tierra bárbara”.

A modo de conclusión, quisiéramos seguir la lectura que Martha Nussbaum hace de la Orestíada de Esquilo en la introducción de su libro Anger and Forgiveness para aclarar algunos puntos que podrían permanecer opacos en nuestro argumento principal; esto es, que la forma de perdón pública y política que Arendt atribuye a Jesús de Nazaret no está ausente de la literatura griega antigua —y que, así, el rol del perdón en los asuntos humanos no es una “novedad” cristiana sino un descubrimiento que nosotros preferiríamos atribuir al genio retórico argumentativo griego. La novedad del perdón cristiano sería entonces absolutamente otra —una que ameritaría, al menos, un ensayo aparte.

Nussbaum recuerda que, al final de la Orestíada, Atenea introduce las instituciones legales “para sustituir y acabar con el aparentemente infinito ciclo de venganza por vía del derramamiento de sangre (blood vengeance)”. Al hacer esto, la diosa anuncia que ahora la culpa que exigía restitución en sangre (blood guilt) será negociada (“settled”) por vías legales, “con procedimientos establecidos de argumentación razonada” (“established procedures of reasoned argument”) (Nussbaum, 2019, 1) en la ciudad, en la polis. Si bien las Furias —antiguas diosas de la venganza— son invitadas a vivir en la polis —más exactamente, debajo de ella— “en reconocimiento a su importancia para estas instituciones legales y la futura salud de la ciudad” (Nussbaum, 2019, 1), el paso importante es la introducción de la posibilidad de una salida negociada, argumentada, razonada, considerada en un espacio público que permite no sólo la transformación del derramamiento de sangre en otras formas de “capital13” sino incluso —y esto es sin duda lo más importante— la posibilidad de eliminar por completo la necesidad de castigo y sustituirla con un perdón (sungnômê), una excusa (sungnômê) producto de la consideración (sungnômê) pública del caso particular —como lo haría una persona “sungnómonas”, capaz de considerar el discernimiento recto de lo equitativo — no sólo al modo de un juez en una corte, sino como cualquier ciudadano en su vida cotidiana en la polis podría también hacerlo.

Queremos entender, así, que el perdón que Arendt cree que Jesús introduce en los asuntos humanos —y que creemos haber demostrado se corresponde, en cambio, con formas griegas pre-cristianas de perdón que, es cierto, perviven en ciertas dimensiones que comparte también el perdón cristiano pero que no constituyen su rasgo distintivo— debería ser entendido como una especie de autonomía de los sujetos comprensivos —esto es, de sujetos con cierta autonomía moral y discursiva. Queremos pensar en este sujeto comprensivo como en una especie de ideal moral, una reedición del clásico phrónimos que hace del sujeto moral autónomo kantiano un sujeto más comprensivo. El perdón imprescindible que exige Arendt supone y provee entonces un relativo nivel de independencia (aunque sin duda no tan radical como el del perdón abrahámico) con respecto a las instituciones legales. Sin esta independencia, la reconstrucción inmediata del tejido social sin necesidad de la intervención de la justicia retributiva —bien sea bajo la forma de la venganza, o de la pena judicial— sería imposible.

 

Referencias bibliográficas

 

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Notas

 

1 Así, en el trabajo de Marcela Madrid Gómez Tagle titulado Sobre el concepto de perdón en el pensamiento de Hannah Arendt, por ejemplo.

2 No podremos discutir aquí tampoco si el perdón es una emoción o no, o hasta qué punto depende de cierto tipo de emociones (empatía, conmiseración, lástima, simpatía). Sin embargo, adelantamos que parece ser obvio que el perdón es precedido por ciertas emociones, y que actúa (o no) en consecuencia.

3 La exposición de los propios pecados en el sacramento de la confesión, es harto sabido, es una elaboración posterior que, si bien está basada en el texto evangélico, no aparece en éste de forma explícita.

4 Aunque este sea un argumento quizá en exceso biográfico, no deja de ser posible además que esta “secularización” esté permeada por el hecho de que, como señala Marcela Gómez Tagle en su artículo a propósito del perdón en Arendt, la judeidad de Arendt esté siempre referida a un compromiso político y no a una adscripción religiosa. Cf. Marcela Madrid Gómez Tagle, Sobre el concepto de perdón en el pensamiento de Hannah Arendt, en Praxis Filosófica.

5 En este sentido, los trabajos de Samuel Moyn (Hannah Arendt on the Secular) y de Nathan Van Camp (Hannah Arendt and Political Theology: A Displaced Encounter) son particularmente interesantes.

6 Si el soberano es, como señala Schmitt, aquel que hace la excepción, y si el perdón es una excepción en la administración del castigo (una gracia que concede el soberano al criminal), entonces otorgar a los hombres la autoridad de perdonar es una transferencia del poder soberano que sólo corresponde originalmente a Dios. Esto puede considerarse, paradójicamente, a la vez como el fin (anárquico o escatológico) de toda soberanía (en la que Dios será “todo en todos”) o como la masificación (¿imposible?) de la autoridad (que sería, probablemente, lo mismo: una especie de abandono de la autoinfligida minoría de edad que Kant denunciaba en su Was ist Aufklärung. Queda claro que el perdón es, entre otras cosas, un problema de soberanía y autoridad.

7 Debemos aquí elogiar el artículo de Julio César Vargas Bejarano, Reconciliación como perdón: una aproximación a partir de Hannah Arendt, por concentrarse precisamente en esta distinción.

8 No deja de ser revelador que, como señala Julio César Vargas Bejarano, Arendt haya publicado en 1953 un artículo titulado Comprensión y política: las dificultades de la comprensión. En más de una manera, el hecho de que Arendt afirme en este artículo (como señala Vargas) que “uno de los fines de la comprensión es la reconciliación con la realidad” (Cf. Vargas Bejarano, Reconciliación como perdón: una aproximación a partir de Hannah Arendt, p. 113) confirma nuestra intuición fundamental: lo que Arendt tiene en mente no es perdón cristiano, sino reconciliación política.

9 Así, por ejemplo, en Walter Benjamin, Die Bedeutung der Zeit in der Moralischen Welt.

10 Como ha demostrado Pierre Aubenque en su clásico La Prudence chez Aristotle, por ejemplo.

11 Cf. J. de Romilly, Indulgence et Pardon dans la Tragédie Grecque, en Tragedies Grecques au Fil des Ans.

12 Así, por ejemplo, en el texto de Abigail Rosenthal, Defining Evil Away: Arendt’s Forgiveness.

13 A propósito de esta transformación, cf. Gil Anidjar, Blood: a Critique of Christianity.